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El Sub cambió su título militar por un seudónimo civil y emprendió una curiosa gira de seis meses en un año electoral
Sin ambición política, Marcos no hubiera sido más que un grito en el desierto, o en la selva, contra la globalización. Fue oportuno: apareció el 1° de enero de 1994 con la fina intención de estropearle la fiesta de Año Nuevo al presidente de México, Carlos Salinas de Gortari, feliz en Los Pinos por la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, las siglas en inglés) con los gobiernos de los Estados Unidos y de Canadá. Y fue astuto, también: quiso que su reclamo desde Chiapas por los derechos de los indígenas trascendiera fronteras, de modo de protegerse a sí mismo de una eventual represión. En la tierra de El Chavo del Ocho estaba todo fríamente calculado.
Oportuno y astuto, pues, Marcos tuvo la virtud del adelantado sin ser Cortés: se valió de la informática antes de que fueran frecuentes los correos electrónicos y del desaliento, en especial entre los jóvenes de clase media de latitudes más afortunadas, antes de que fueran frecuentes las maldiciones contra las reformas de mercado de esos años, los noventa, como causas, o chivos expiatorios, de la ristra de males adjudicada al neoliberalismo, híbrido con sede en Washington y consenso en casi todas las capitales de América latina.
Dos cabezas por encima de los indígenas, el hombre del pasamontañas negro y la pipa humeante encarnó desde entonces el papel del subcomandante, o Sub a secas, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), cual símbolo de la resistencia contra la explotación de los oprimidos de la Tierra. ¿Quién iba a amonestarlo, más allá de las víctimas que ocasionó en las primeras dos semanas su mero grito desde las montañas del sudeste mexicano? Despertó simpatías. Insospechadas, algunas de ellas, tras las visitas de Alain Touraine y Danielle Miterrand.
Doce años después de echar sus primeras bocanadas de humo y de negar en forma sistemática ambición política y apetencia de poder, Marcos cambió el mote militar de Sub por uno civil, Delegado Cero, y su corcel blanco estilo Silver, como si de El Llanero Solitario se tratara, por una motocicleta Yamaha estilo Wonder Wheels (Ruedas Mágicas).
En un año electoral, el último de un presidente conservador como Vicente Fox, emprendió una gira de seis meses que, bautizada “La otra campaña”, supuso desde el 1° de enero algo así como un proselitismo paralelo en todo el país. Sin ambición política.
Sin ambición política, insisto, no hubiera sido más que un grito en el desierto, o en la selva, contra la globalización.
En momentos en los cuales el desencanto, más que la ideología, llevó a la presidencia de Bolivia a un dirigente cocalero de raíces aymaras como Evo Morales, favoreció la imagen en Perú de otro indígena como Ollanta Humala y permitió que la prédica antinorteamericana del presidente bolivariano Hugo Chávez calara hondo en el corazón de los sunnitas que no asumieron el derrocamiento de Saddam Hussein, la travesía de Marcos sobre dos ruedas, como el Che con su Norton 500, modelo 1939, en los años cincuenta, inauguró un nuevo ciclo del EZLN en coincidencia con el auge de las izquierdas, de calibres y tenores diferentes, y de los populismos, tan variados y disímiles como los dedos que suelen tapar el sol.
Fox prometió diálogo, acuerdos de paz y respeto a los derechos indígenas. Frente a ello, Marcos y sus zapatistas se internaron en las montañas con la amenaza de declarar la autonomía.
En sus proclamas no vacilaron en criticar hasta al rey Juan Carlos de España, a los ex presidentes José María Aznar y Felipe González, y al juez Baltasar Garzón por maltratar a la banda vasca ETA, marca registrada del coche bomba y del tiro en la nuca.
Con un ejército deshilachado, pertrechado con ramas a falta de fusiles, la insurrección zapatista demostró que la extrema pobreza no moldea terroristas, sino mendigos, y no provoca rebelión, sino apatía.
La revolución vino después en un país tan familiarizado con ella que las avenidas, los parques y hasta dos de los tres partidos políticos más importantes llevan, u honran, su nombre. Vino con la realidad, descorrido el paliacate (pañuelo) como si hubiera ocultado durante décadas el rostro del sudeste mexicano y su selva Lacandona, desde un pueblo terroso llamado, casualmente, La Realidad.
Marcos era dueño y señor de la palabra elíptica, ambigua, edulcorada con citas literarias y remolinos idiomáticos en su afán de plantear la realidad desde La Realidad. La realidad hacía mofarse de él a revolucionarios profesionales como Tirofijo, Mono Jojoy, Raúl Reyes o el mismísimo Fidel Castro.
Entre tequila, cerveza, tabaco y chocolates, salvoconductos en el atajo que conducía hacia él, sus lugartenientes Tacho y Ramona apenas sabían de la vida y obra del Che, de las fechorías de Lenin, de la dictadura de Mao o de la teoría marxista de la plusvalía.
Sólo sabían que, entre horrores como la matanza de 45 indígenas en la parroquia de Acteal en 1997, el show debía continuar. Marcos procuró mantenerlo en cartel a pesar de sus sabáticos. En ocasiones, más prolongados que las vacaciones de George W. Bush en el rancho de Crawford, Texas.
Lejos de ser un ejército guerrillero como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el EZLN se convirtió en un movimiento social que, al parecer, nunca supo distinguir entre la derecha del Partido Acción Nacional (PAN), de Felipe Calderón como candidato a suceder a Fox, y la izquierda del Partido de la Revolución Democrática (PRD), de Andrés Manuel López Obrador después de haber sido creado por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, hijos naturales del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
En boca de un personaje de ficción, el viejo Antonio, Marcos ponía letra: si alguien te señala el sol y miras el dedo, eres un idiota; si miras el sol, eres aún más idiota, porque te quemas los ojos; debes mirar el pájaro que vuela entre el dedo y el sol.
Luego decidió hacer un bien a la humanidad: escribió una novela policial por entregas con otro autor, Paco Ignacio Taibo II, titulada Muertos incómodos, en lugar de continuar con la saga de cuentos de Durito, la Vía Láctea, hormigas y elefantes.
Como fenómeno, el hombre detrás del pasamontañas negro, Rafael Sebastián Guillén, profesor de filosofía de tez blanca educado por jesuitas, marcó una era de confusiones en la cual el fracaso de las reformas de mercado sobrevino al fracaso del papel rector del Estado.
En ninguno de los casos, redivivo el estatismo de los sesenta y de los setenta, hubo redistribución del ingreso ni, menos aún, combate contra la pobreza en todas sus facetas. Ni Chile, con el rumbo económico fijado durante la dictadura de Pinochet, logró eliminarla.
Sin ambición política, empero, Marcos emprendió ahora “La otra campaña”. Que, curiosamente, tapa con el dedo al PRD, el partido del sol mexicano, en coincidencia con el auge en la región de izquierdas y populismos de distintos grupos y factores.
El PAN y el PRI, felices como Salinas de Gortari con la firma del Nafta, a punto estuvieron de patrocinar la revolución en motocicleta.
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