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España no puede valerse ni del seleccionado de fútbol para recuperar el buen humor
Desde el imperio romano son diversas las estrategias ensayadas por el poder de turno para contentar al pueblo en tiempos difíciles. En un Mundial de fútbol, único acontecimiento global capaz de concentrar la atención del planeta cada cuatro años, gobiernos no necesariamente autocráticos ni populistas especulan con la posibilidad de aprovechar el momento de distracción para tomarle el pulso al electorado, como en Brasil a cuatro meses de las presidenciales, o para atenuar el impacto de medidas controvertidas, como en España la presentación del polémico plan de reforma laboral en coincidencia con el debut del seleccionado.
En España, observa The New York Times, “el ascenso de la roja [por el seleccionado] a la categoría de gran potencia futbolística” bendice el controvertido matrimonio entre el deporte y la política. Es casi de rutina: la dictadura franquista convierte “al Real Madrid en el equipo oficial del régimen, beneficiándose de su éxito tanto a nivel doméstico como internacional durante el largo período de aislamiento diplomático” del país.
Esta vez, el pálpito falla. Horas antes de la derrota del seleccionado contra Suiza, sorpresiva por ser uno de los favoritos para ganar el Mundial, el consejo de ministros español rubrica la reforma que, de ser aprobada por el Congreso de los Diputados, facilitará y abaratará el despido de trabajadores por compañías que están perdiendo dinero. Es tan odioso el plan que las centrales obreras convocan para finales de septiembre, después de las vacaciones del verano boreal, a la primera huelga general en una década. Enfrente hay un gobierno socialista que debe decidirse entre mantener una olla en ebullición, con un desempleo superior al 20 por ciento, o restaurar la confianza de los inversores.
Es usual entre déspotas montarse en sucesos deportivos para aventar a la oposición. Hitler hace suyos los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936. Franco cree que vence al comunismo por un triunfo aislado del seleccionado español de fútbol contra la Unión Soviética. No puede valerse de esas malas artes José Luis Rodríguez Zapatero, más allá de la coincidencia entre una decisión trascendente y la expectativa por el primer partido del seleccionado en el Mundial.
De estar vivo un sátrapa como Mussolini, la premisa para el seleccionado italiano sería: “Que Dios los ayude si pierden”. Es el mensaje de aliento que recibe el entrenador, Vittorio Pozzo, en 1934; el Mundial se juega en Italia. Cuatro años después, en Francia, el capitán del equipo, Giuseppe Meazza, comparte con sus compañeros otro tierno recado: “Vencer o morir”. Italia alza la Copa en ambas ocasiones.
¿El fútbol es la guerra, como se atreve a definirlo el entrenador holandés Rinus Michels, o la guerra es el fútbol, como esbozan en un partido por las eliminatorias del Mundial de 1970 los seleccionados de Honduras y El Salvador antes de trenzarse sus ejércitos en un conflicto que dura seis días?
Está convencido ahora Zapatero de que “íbamos a reformar los mercados y los mercados nos han reformado a nosotros”. Está convencido ahora, como su par de Uruguay, José Mujica, alias Pepe, de que debe conformarse con menos de lo deseado: “Antes queríamos cambiar el mundo; ahora queremos cambiar las veredas”. No ayudan la coyuntura política ni el contexto regional, marcados por recortes del gasto en ambas orillas del Atlántico.
Todo el mundo está en las mismas: si Nicolas Sarkozy pone en venta 1700 edificios públicos de Francia para reducir la deuda, Mujica se deshace de la residencia presidencial de Punta del Este.
El fútbol no mejora la política, pero ayuda a sobrellevar los malos ratos. Si de España se trata, la política lejos está de verse favorecida por el fútbol. En todo caso, el fútbol encuentra un atenuante en la política y en la economía: el pésimo humor social se traslada al seleccionado.
La marca país cae del pedestal a la misma velocidad que España deja de ser “la variedad feliz del capitalismo” o “una de las más impresionantes historias de éxito de las últimas décadas”, según las optimistas impresiones del Deutsche Bank en 2007. Transita el último tramo de un viaje de años de euro y bonanza que se ve acompañado por laureles deportivos.
Burbuja inmobiliaria, falta de confianza, competitividad en baja, endeudamiento en alza, banca en apuros, más desempleo y menos consumo son los síntomas de la crisis. ¿Están mejor Irlanda o Italia? No, pero no se han jactado como los españoles de ser algo así como los nuevos ricos de Europa.
En 2004, Zapatero supone que gana las elecciones en plan épico con una nueva visión de España hacia dentro (estatutos de autonomía, igualdad de oportunidades y negociación con ETA) y hacia fuera (distancia de los Estados Unidos, acortada desde la asunción de Barack Obama).
Con la crisis, la imagen se distorsiona. El país termina preso de un ensañamiento injusto. No es pan ni circo. Sólo refleja hasta qué punto “los mercados nos han reformado a nosotros”.
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