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¿Por qué ciertos presidentes, como Zelaya, tienen tanta necesidad de ser reelegidos?
De imprescindibles están llenos algunos cementerios. De imprescindibles, también, están hartos algunos pueblos. ¿Qué presidente no se siente en algún momento, o desde el primer día, superior al resto de los mortales? El exceso de confianza obra en su contra. Lo hace vivir ensimismado. Desde César, dictador perpetuo por decisión propia, la megalomanía afecta al que, como Tales de Mileto, cae en un pozo por mirar las estrellas. Lo rescata «una sirvienta tracia, jocosa y bonita», según Platón; le explica que, por no bajar la cabeza, perdió la noción de lo que estaba «ante su nariz y sus pies». Perdió la noción de la realidad.
Los griegos llamaban hybris a la desmesura, al exceso de confianza en uno mismo. El héroe que la sufría comenzaba a comportarse como un dios. Tenía la sensación de poseer dones especiales hasta que, temeroso de engaños y complots, tropezaba con sus errores y caía en un pozo. Les sucede a menudo en América latina a los presidentes que, por suponerse imprescindibles, nutren su ego sólo con elogios y halagos. No toleran críticas ni consejos ni observaciones. Presumen que su magnífica labor merece prolongarse uno, dos o más períodos consecutivos. Y, alentados por coros de aduladores, pugnan por ser reelegidos si está permitido o, si no, por modificar la letra constitucional hasta lograrlo.
Era más fácil en la era de las dictaduras, felizmente pretéritas. Tras esos años, presidentes civiles como Carlos Menem, Alberto Fujimori, Fernando Henrique Cardoso y otros resultaron reelegidos después de promover reformas constitucionales con ese único fin. Luiz Inacio Lula da Silva, pronto a finalizar su segundo y último período el primer día de 2011, descarta un tercero: «No creo en la palabra insustituible. No existe nadie que sea imprescindible. Cuando un dirigente político piensa que es imprescindible, que es insustituible, comienza a nacer un dictadorzinho». Le zumba en el oído el coro de aduladores: ¿es oportuno que deje el Palacio del Planalto después de haber colocado a Brasil entre los grandes del mundo?
El síndrome de hybris, o de soberbia, no deja de calar hondo en una región de cultura autoritaria. Los Kirchner apelaron al «dedazo» a la antigua usanza del Partido Revolucionario Institucional (PRI), de México, para sucederse entre sí. Aquel que pretende ser reelegido a contramano de la Constitución convoca ahora a una consulta popular. Una o tantas veces como sea necesario, según el modelo estrenado por Hugo Chávez; copiado por Evo Morales y Rafael Correa; insinuado por Daniel Ortega y Fernando Lugo, y aplicado por Manuel Zelaya. Le salió mal al presidente de Honduras, sacado de la cama a punta de pistola y despachado en un avión al exilio, «en pijama y sin calcetines», por soldados presuntamente amparados en el derecho constitucional de «recurrir a la insurrección en defensa del orden».
Nada justifica el golpe de Estado. Ni el apuro del Congreso en nombrar en lugar de Zelaya a su presidente, el diputado Roberto Micheletti. Ni la decisión de la Corte Suprema de legalizar el despropósito, violatorio de la Carta Democrática Interamericana de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Lo condenaron en estéreo Chávez y Barack Obama, así como casi toda la comunidad internacional. Tres presidentes, Cristina Kirchner, Correa y Lugo, fracasaron en su afán de acompañar a Zelaya a Tegucigalpa en un avión de la petrolera venezolana Citgo; no eran los más indicados por sus estrechos vínculos con el detonante de la crisis. Otro presidente, Óscar Arias, designado mediador, procura mezclar el agua y el aceite: el presidente depuesto y el presidente de facto se consideran legítimos y uno amenaza al otro con someterlo a los tribunales y ponerlo tras las rejas.
Zelaya, más allá de su abrupta conversión de liberal de rancia estirpe a socialista del siglo XXI, contribuyó a cavar el pozo en el cual cayó por creerse imprescindible e insistir en mirar las estrellas con una consulta popular que había sido declarada ilegal. Pagó cara la adhesión de su país a la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) después de haberlo incorporado a Petrocaribe, herramienta de Chávez para cambiar petróleo subsidiado por favores políticos.
Honduras se caracterizó en la década del ochenta por ser la mayor base de la contra nicaragüense, en la década del noventa por ser un bastión centroamericano del Consenso de Washington y, durante el gobierno de Ricardo Maduro, por enviar tropas a Irak. Nunca entendió George W. Bush los acuerdos de Zelaya con Chávez.
El 28 de junio dejó de ser el día de la consulta popular y pasó a ser el día del golpe militar. Obama, a diferencia del silencio de Bush tras el golpe contra Chávez en 2002, señaló de inmediato que era ilegal, admitió que sus antecesores «no siempre apoyaron como debían» a los gobiernos de América latina y se comprometió a respaldar «siempre a la democracia, incluso si los resultados favorecen a líderes que no estén de acuerdo con nosotros».
En la Casa Blanca, al día siguiente del golpe, Álvaro Uribe no despejó dudas sobre una nueva reforma de la constitución colombiana para ser candidato a una segunda reelección en 2010. Le preguntó a Obama, acaso por cortesía, por qué no sucedía eso en los Estados Unidos. Porque, después de dos períodos de cuatro años, «la gente tiende a hartarse», obtuvo como respuesta. César, como Napoleón, hubo uno solo. Demasiado.
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