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Era más previsible la guerra civil en Palestina que el colapso de la Unión Soviética, y, sin embargo, nadie quiso evitarla
En otro tiempo y en otro lugar, George Kennan firmó la receta: “Para tener un verdadero autogobierno, un pueblo debe comprender lo que significa, y desearlo, y estar dispuesto a sacrificarse por él”. Si tiene un gobierno inestable o indeseable, mala suerte. Los Estados Unidos, según él, deben dejar que las sociedades no democráticas “sean gobernadas o desgobernadas como sus costumbres y sus tradiciones dicten; lo único que se pide a sus camarillas gobernantes es que en sus relaciones bilaterales con nosotros y con el resto de la comunidad internacional respeten las normas mínimas de las relaciones diplomáticas civilizadas”.
En su libro de memorias, Around the Cragged Hill (literalmente, alrededor de la colina escarpada), editado en 1993, Kennan no se refiere a Irak. Menos aún a Palestina. Memora los tiempos de la Unión Soviética. En un telegrama enviado al Departamento de Estado, en el cual era jefe de planificación de políticas, esbozó en 1946 la política de contención que iba a aplicar su país en la Guerra Fría. Al año siguiente, la revista Foreign Affairs publicó un artículo de su autoría firmado con una enigmática letra equis en el cual explicaba cómo neutralizar la expansión comunista en el planeta: con diplomacia, política e inteligencia (acciones encubiertas, incluidas).
En él anunciaba el derrumbe de la Unión Soviética, concretado cuatro décadas después. Kennan murió en 2005; tenía 101 años. Discrepaba con la doctrina de George W. Bush de forzar a otros países a adoptar el modelo de democracia de los Estados Unidos. Creía que su gobierno no debía ser el guardián de los otros. Del padre de Bush había recibido, tras la caída del Muro de Berlín, la medalla de la libertad, el mayor honor diplomático. ¿El motivo? La política de contención, bosquejada en aquel telegrama que pasó a llamarse Telegrama Largo.
La política de contención llevó a los Estados Unidos a involucrarse en todos los rincones del mundo. En algunos casos, con resultados positivos; en otros, con resultados dudosos. Kennan concebía la política exterior como un apéndice de la política interna. En los asuntos mundiales, su país debía poner en orden las cosas. Las cosas de los otros. Y, concluida la labor, debía marcharse. No comulgaba con la idea de mantener tropas en sitios estratégicos.
Sostenía Kennan, uno de los mentores del Plan Marshall, que los vencidos no debían ser dominados por los vencedores. Era mejor ayudarlos, de modo de comportarse con la altura y la equidad que esperaban de un país como los Estados Unidos. Nada de eso aplicó Bush en Palestina. No por responsabilidad única y exclusiva de su gobierno, perdido en Irak y azuzado por Irán, sino por prescindencia de la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia, los otros miembros del Cuarteto, encargado de hallar una fórmula de paz.
Era más previsible el desenlace violento en Palestina que el colapso de la Unión Soviética. Y, sin embargo, no se aplicó una política de contención. Las treguas entre Al-Fatah, de corte nacionalista, y Hamas, de tendencia fundamentalista, siempre duraron menos que pompas de jabón. Desde febrero, tímidas señales, como los acuerdos de La Meca bajo el auspicio de Arabia Saudita, abonaron el optimismo de algún que otro esquimal. En la cumbre de la Liga Arabe, realizada después en Riad, parecía que ambas facciones empezaban a entenderse. Insistían en no entenderse, en realidad.
En junio de 2002, Bush había planteado la necesidad de que existieran dos Estados: Israel y Palestina. Tres años después, en agosto de 2005, el entonces primer ministro de Israel, Ariel Sharon, avanzó en forma unilateral en la desconexión de la Franja de Gaza. La región, una lonja de menos de 400 kilómetros cuadrados, era un problema para Israel; pasó a ser un problema para Palestina.
Hamas se atribuyó la retirada de los colonos judíos de la Franja de Gaza como una victoria militar, capitalizada en las elecciones parlamentarias de enero del año siguiente con el ascenso de su líder, Ismail Haniyeh, mimado por Irán, Siria y Hezbollah. Por varias razones perdió esas elecciones Al-Fatah, el partido del presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas, ladero del difunto Yasser Arafat: por la indisciplina, por la división, por la falta de certeza sobre las negociaciones de paz con Israel y, más allá de los mensajes conciliadores, por la ambigüedad frente al terrorismo.
Arafat no se caracterizó por ser precavido: fortaleció a los suyos, no a las instituciones. En los noventa, mientras Hamas crecía bajo sus narices, no pudo o no quiso controlarlo. Su muerte provocó el lento declive de Al-Fatah, envuelto en sospechas de corrupción masiva y evidencias de ineficacia administrativa.
Palestina adquirió visos de Irak, así como Irak adquirió visos de Palestina. La guerra civil en Palestina, como en Irak entre chiítas, sunnitas y kurdos, hizo germinar la idea de dos Estados en lugar de uno. Uno, Cisjordania, regido por Al-Fatah con el apoyo de los Estados Unidos y el consentimiento de Israel; el otro, la Franja de Gaza, regido por Hamas con el apoyo de Irán y Siria, y bautizado en forma precipitada Hamasistán.
En Medio Oriente, tierra de oportunidades perdidas, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), raíz de Al-Fatah, se ganó los rechazos de Jordania en los sesenta, del Líbano en los setenta y de Siria en los ochenta. En los noventa, Arafat desaprovechó la posibilidad de fundar un Estado. En 2000, declarada la segunda intifada (sublevación palestina) y tildado de terrorista, se vio sometido al ostracismo por Sharon y, lejos de la receta de Kennan, por Bush. Lo dejaron fuera de juego mientras Hamas hacía su juego.
En Palestina, sin liderazgo, estalló una guerra por el poder entre dos partidos que, como Hezbollah en el Líbano y otros en la región, tienen un brazo político y otro armado. Las bases de Al-Fatah, envalentonadas por el boicot internacional contra Hamas como consecuencia de su coincidencia con Irán en desconocer la existencia de Israel y en promover su destrucción, creyó que era el momento de desplazarlo del gobierno compartido.
En ello colaboraron los Estados Unidos y algunos países europeos, generosos con uno y mezquinos con el otro. Enterada de ello, la cúpula de Hamas aplicó la doctrina de Bush: declaró una guerra preventiva contra Al-Fatah, agravada por la delincuencia, la anarquía y las pugnas entre milicias y familias. La lucha, descarnada, incluyó ejecuciones sumarias, de modo de confirmar la muerte de los enemigos. No hubo una política de contención.
La escalada de violencia vino a ser la segunda después del secuestro de un soldado israelí en la Franja de Gaza, causa de la represalia israelí en forma simultánea con la guerra que, por idéntico patrón, entabló el primer ministro Ehud Olmert contra Hezbollah en el Líbano. De ese modo, el gobierno de Abbas, sustentado en un acuerdo con Israel, perdió algo más que las elecciones. Perdió legitimidad: en el País de Nunca Hamas ostenta el poder un partido comprometido con la destrucción de Israel.
Hamas, empeñado en fundar un Estado islámico, nunca aceptó las condiciones del Cuarteto para ser admitido por la comunidad internacional y recibir asistencia financiera: que admitiera el derecho a la existencia de Israel, que dejara de cometer atentados y que respetara los compromisos asumidos por el gobierno palestino. La receta de Kennan, rica en consejos de paciencia y generosidad, era para otro tiempo y para otro lugar.
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