Dios salva a la reina




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Como siempre, a la Argentina la asiste el derecho en las Malvinas, no la simpatía de los isleños

Puestos a hacer memoria, los británicos recuerdan con tanto recelo la Guerra de las Malvinas como “la mano de Dios”. La reacción de Margaret Thatcher ante los afanes bélicos de Leopoldo Fortunato Galtieri no tiene punto de comparación con el timo del primer gol de Maradona en la Copa del Mundo de 1986, en México, pero, en la memoria colectiva, ambas circunstancias reflejan la peor imagen de los argentinos. En esa imagen distorsionada, e interesada, no caben la belleza y la destreza desplegadas por Maradona en el segundo gol del mismo partido, injustamente opacadas por la viveza del primero.

Son las dos caras de una misma moneda: cómo nos ven y cómo queremos que nos vean. En el Foreign Office, las Malvinas, así como la Argentina, están tan lejos de ser una prioridad. Cada año, el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas insta a ambas partes a debatir la soberanía de las islas. Gran Bretaña hace valer su peso como miembro del Consejo de Seguridad: se niega. Y se niega por una razón que, como “la mano de Dios”, también es una trampa: aduce que los isleños no están dispuestos.

La oficina del Falkland Island Government (Gobierno de las Islas Malvinas), montada en 1983 en Londres, aboga por la ruptura de todo lazo con la Argentina y, en parte, de la dependencia de Gran Bretaña sin renunciar a la soberanía británica. En la elegante casona en la cual flamea la bandera de las islas hay llaveros, pingüinos de peluche (ninguna alusión a los Kirchner), diversos souvenirs y libros turísticos del “territorio que supo vivir una guerra en 1982”. Desde su portada, la revista Falkland Focus, expuesta en la entrada, advierte: “La soberanía no está en discusión”.

Esta vez, como en todos sus reclamos desde 1983, la Argentina avisa que excluye “lo bélico”, pero no renuncia a “la reivindicación de la soberanía”. Es la palabra gubernamental tras el decreto con el cual restringe la circulación de buques entre el territorio continental y el archipiélago en respuesta al comienzo de las actividades de exploración petrolera a cargo de compañías británicas. En Hugo Chávez encuentra el primer aliado: “¡Váyanse de allí, devuelvan las Malvinas al pueblo argentino! ¡Ya basta de imperio!”. Adhieren Luiz Inacio Lula da Silva  y los otros presidentes de la región.

Dios salva a la reina y echa una mano a los kelpers, apodados de ese modo por las abundantes algas marinas de los alrededores de las islas (kelp). Prefieren ser llamados islanders (isleños) y para ello, así como para reforzar su anhelo de autodeterminación, tienen su delegación en Londres con mayor presupuesto que la embajada argentina, vacante durante un buen rato.

De Borges recoge una frase The Guardian: “Malvinas fue una pelea entre dos calvos por un peine”. Es Perón el último presidente que casi llega a un acuerdo capaz de destrabar la discusión de la soberanía, pero muere después de suscribirlo, en 1974. Muere con él, en realidad. Otra sería la historia si en 1980, en el primer año de Thatcher, no es abucheado en la Cámara de los Comunes y censurado por los isleños el vicecanciller británico, Nicholas Ridley, portador de un plan de arrendamiento a la Argentina. Es una forma de liquidar un enclave colonial que, como Hong Kong, Belice y Gibraltar, cuesta más de lo que vale. De no tener petróleo, desde luego.

La guerra estropea todo. A los ojos de Londres, “las Malvinas son británicas porque nosotros luchamos por ellas en 1982 y porque ningún gobierno podría sobrevivir a la vergüenza de renunciar a ellas. Como resultado, el pedido anual de las Naciones Unidas para que haya conversaciones directas no conduce a nada. ¿Por qué seguimos respondiendo de este modo? Gran Bretaña piensa que es necesario mantener en las islas 1000 efectivos, un destructor y aviones caza que cuestan 460 millones de dólares para defender a 3000 habitantes, 500.000 ovejas y un reclamo que no sale muy bien parado si se hace un escrutinio histórico”.

Peligra el orgullo de unos y otros si no afirman sus pretendidos derechos sobre un territorio cuya población, trasplantada tras la usurpación de 1833, se resiste a ser parte de un país que no se ha caracterizado por ser amable con ella ni por ponerse en su lugar. Cerrado por Néstor Kirchner el paraguas de soberanía debajo del cual Carlos Menem firma acuerdos de pesca y exploración petrolera, las Malvinas figuran ahora entre los territorios de ultramar comprendidos en el Tratado de Lisboa, sustituto de la Constitución Europea.

La Argentina, desentendida de la política de seducción de Menem con ositos Winnie The Pooh y la Alianza con ejemplares del Martín Fierro, ignora a los isleños. Uno de los últimos embajadores británicos en el país, Robin Christopher, tiene el nombre invertido del único personaje humano de la historia de Walt Disney, Christopher Robin. De ser percibida también al revés la victoria del seleccionado en México, con el segundo gol en lugar de “la mano de Dios” como el reflejo de nosotros mismos, la seducción sería un don, no una política.



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