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Fidel Castro irá dentro de poco a Anillaco, según Carlos Menem. Supongamos que un juez norteamericano, por instancias de los representantes de origen cubano del Capitolio, Ileana Ros-Lethinen y Lincoln Díaz-Ballart, exiliados desde pequeños en Florida, pide su detención en la Argentina y su extradición a Washington por violación de los derechos humanos. ¿Cómo reaccionaríamos?
Saddam Hussein, según Hugo Chávez, estará el año próximo en la cumbre petrolera que se hará en Caracas. Supongamos que un juez de cualquier país desarrollado pide su detención en Venezuela y su extradición a la ciudad que sea por idéntico motivo o por cosas peores. ¿Cómo reaccionaríamos?
Un ex presidente argentino o uno en ejercicio, no necesariamente de facto, puede viajar en cualquier momento a Europa, por ejemplo. Supongamos que un juez francés pide su detención en España y su extradición a París por los crímenes del Proceso que han sido descafeinados por las leyes de obediencia debida y de punto final. Por complicidad, digamos. ¿Cómo reaccionaríamos?
Seguramente, la pasión política, el ansia de revancha o el hambre (ya no sed) de justicia provocaría vítores e iras, como sucedió hace casi un año con la detención de Pinochet en Londres por el pedido de extradición a Madrid del juez español Baltasar Garzón.
Pero esas reacciones, tan humanas como las lágrimas de los parientes de las víctimas de las atrocidades de la dictadura de Pinochet, van a contrapelo del principio de territorialidad de las naciones. Esto significa que sea juzgado en casa por los crímenes que cometió en casa.
Ahí talla el reclamo del gobierno de Eduardo Frei, por más que hasta que emprendió en Londres su misión con supuesta inmunidad diplomática por hernia de disco nada hiciera temer a Pinochet, senador vitalicio devenido en prisionero vitalicio, que la Justicia de su país moviera un solo dedo en su contra. Era intocable.
Maldita la gracia, para los funcionarios gubernamentales chilenos que sufrieron en carne propia los atropellos de los años de plomo, esta oportunidad que le deben a Garzón de reconciliarse con su carcelero, como me confesó uno de ellos.
Es un ser ausente y presente a la vez, omnipotente, algo que perciben hoy los chilenos, divididos entre sí, y que hipoteca las elecciones presidenciales del 12 de diciembre. Hipoteca el futuro, en definitiva.
¿A quién no le revuelve el estómago y le eriza la piel la descripción de las torturas del régimen de Pinochet? ¿A qué argentino, sin ir más lejos, no le desagrada que Margareth Thatcher le agradezca los favores que recibió durante Malvinas, por más que la guerra haya sido un despropósito?
La justicia global tiene una pata floja. Le falta letra, al menos por ahora, para que un juez de un país meta sus narices en otro y prive de la libertad a un ciudadano de otra nacionalidad, aunque se llame Pinochet, por delitos cometidos en sus dominios contra personas del origen del magistrado.
Con ese criterio, O. J. Simpson, el astro de fútbol americano, debió correr la suerte de Pinochet mientras firmaba autógrafos. En Londres, casualmente. Mató a su mujer y al amante de ella, huyó, lo pescaron y, sin embargo, quedó en libertad en un proceso circense marcado por el color del dinero.
Todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros. Y, curiosamente, el país que no hizo su propio Nuremberg después de Franco brinda en coincidencia con Kosovo otro aporte a la confusión general. O global.
¿Es un nuevo concepto de colonialismo por la vía judicial? ¿O la pretensión descabellada de dictar cátedra en una nación en inferioridad de condiciones como Chile que, a su manera, con una anmistía que dejó mucho que desear, recobró la democracia?
El proceso en sí todavía no ha comenzado en Madrid. Quizá nunca comience. En casi un año, Pinochet pasó de la mano dura a la silla de ruedas. De la razón a la duda. De la arrogancia a la humillación. Sólo su círculo de admiradores y él mismo pueden declarar su inocencia.
En el medio, la Corte Suprema reprobó la extradición. Luego, el Tribunal de los Lores falló en su contra y, ante la apelación de la defensa, descartó los crímenes previos al pacto internacional contra la tortura que Gran Bretaña firmó en diciembre de1988. Es decir, los primeros 15 años de la dictadura, los peores, quedaron en el limbo.
El daño es más grande para Chile, con relaciones al borde de la fractura con España y fricciones con Gran Bretaña, que para Pinochet, víctima, en definitiva, de sus pecados. Y afecta, cual onda expansiva, a los países más débiles, por más que el gobierno de José María Aznar aduzca que no puede interferir en la independencia del Poder Judicial. Una respuesta razonable que plantea, a su vez, otro dilema.
Tanto Aznar como el primer ministro británico, Tony Blair, negocian con la ETA y con el IRA, respectivamente. ¿Por qué no dejan que Chile negocie con sus propios fantasmas?
Será la justicia divina, más que la mundana, la encargada de resolver el caso Pinochet, pero, mientras tanto, sienta un precedente insoslayable y peligroso. Hoy es un dictador imperdonable; mañana puede ser un ex presidente democrático del Tercer Mundo o uno en ejercicio, y pasado mañana puede ser cualquiera. No por torturas o asesinatos, sino por delitos menores o meras sospechas.
Un signo es la prometida ausencia de Frei y de Menem en la cumbre iberoamericana que se realizará en noviembre en La Habana. Representa, más que un deplante, una advertencia para Castro, el anfitrión. El próximo puede ser él. O usted, o yo. ¿Cómo reaccionaríamos? Resignación y valor.
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