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Torturas y ejecuciones, caras de la misma moneda, representan el desafío de una guerra que, en realidad, trasciende a Irak
Aún estremecido medio mundo por las imágenes de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, Jacques Chirac frunció el ceño: «La humillación engendra reflejos violentos», afirmó el domingo.
¿Quiso ser reflexivo o quiso ser profético? Estaba con Tony Blair en el salón de fiestas del Elíseo, celebrando en una asamblea con 400 estudiantes sentados en semicírculo el centenario de la entente cordiale entre Francia y Gran Bretaña.
Horas después, la decapitación filmada de Nick Berg, norteamericano, 26 años, iba a coronar la conclusión de Chirac, fruto, quizá, de informes de inteligencia que presagiaban que una de las tantas sucursales ignotas de la sociedad anónima Al-Qaeda había cometido un crimen horrendo en represalia por los excesos de los llamados «súbditos del perro de Occidente (traducido, George W. Bush)» contra los presos iraquíes.
Torturas hubo siempre; no siempre trascendieron. Pero no siempre hubo convenciones internacionales, como la de Ginebra, aprobada en 1949, ratificada por los Estados Unidos, que vedan en forma explícita los daños físicos o morales a los prisioneros de guerra (los iraquíes, en este caso), así como las presiones y los tratos degradantes o humillantes.
Ni los congresistas norteamericanos que aprobaron la invasión de Irak, como el senador y candidato presidencial demócrata John Kerry, pudieron contener el aliento frente a las 1800 imágenes digitales, proyectadas en privado, en las cuales desfilaron presos sodomizados con bananas y obligados a mantener relaciones homosexuales, y mujeres que, aterradas, debían enseñar sus senos para alimentar el sadismo de sus carceleros.
¿Técnicas de ablande para obtener confesiones probadas en Guantánamo con los 600 detenidos en Afganistán que permanecen en un limbo legal?
Blair, en su reunión con Chirac en el Elíseo, procuró subestimarlas, más allá de la promesa de juzgar a los soldados británicos que hayan estado involucrados en situaciones similares. A tal punto procuró subestimarlas que recordó que era barman en París mientras su anfitrión, veinte años mayor que él, ya viajaba en coche oficial.
El encuentro entre ambos, un acontecimiento histórico en coincidencia con los primeros latidos de la Europa ampliada, cedió el centro, como en todo cónclave de alto vuelo, a una duda monumental: ¿cómo salimos de ésta?
La apelación mutua, compartida hasta por Bush, consistía en que las Naciones Unidas, vapuleadas por la indiferencia de los arquitectos de la coalición, se hicieran cargo de la transferencia de la soberanía al pueblo iraquí después del 30 de junio.
Pocos creían que fuera posible, sin embargo: la bomba que hizo añicos la sede temporal de las Naciones Unidas en Bagdad, y liquidó a Sergio Vieira de Mello, selló la aversión de su secretario general, Kofi Annan (cuya cabeza se cotiza en oro en la lista de Al-Qaeda), a intervenir en forma directa sin invitación previa, más allá de la propuesta formulada al Consejo de Seguridad por su enviado especial a Irak, Lajdar Brahimi, para formar un gobierno provisional.
A su vez, la decapitación de Berg, mensaje de tono mafioso con sello terrorista, tuvo su correlato inmediato con otras escenas escabrosas: en Gaza, los integristas islámicos mostraban los trozos de seis soldados israelíes, como si de un festín caníbal se tratara, mientras las fuerzas de Ariel Sharon desplegaban sus tropas, como nunca en la historia, con tal de recuperarlos.
Fuentes de inteligencia han advertido, precisamente, que los prisioneros palestinos no reciben mejores tratos que los iraquíes y que, en realidad, todo pasa por una guerra no convencional entre grupos terroristas descentralizados, por un lado, y los Estados Unidos e Israel, por el otro.
La guerra, de ser así, comenzó antes de los atentados contra las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001. Antes de los Bush (padre e hijo) y antes de Bill Clinton y antes, tal vez, de Ronald Reagan, previendo el colapso de la Unión Soviética.
«Luchar y asesinar a los paganos donde quiera que se encuentren –dice el enmascarado que cita el Corán antes de cortar la cabeza de Berg–. La dignidad de los musulmanes de la prisión de Abu Ghraib vale el sacrificio de cuerpos y almas.»
Vale, más que todo, como llamado a los jóvenes a unirse a la jihad (guerra santa) y tomar la espada contra «el perro de Occidente», prometiéndole ataúdes y ataúdes con hombres asesinados de la misma manera.
Poco antes de la difusión del video del horror, mientras promediaba una jornada que no auguraba discusiones en público, Chirac y Blair se miraban cada tanto entre sí. Habían estado enfrentados por sus posiciones disímiles en el Consejo de Seguridad y no tenía caso reflotar las viejas rencillas, pero tampoco podían quedarse de brazos cruzados.
Como única solución del caos en Irak vieron una vuelta de tuerca hacia las instituciones, empezando por las Naciones Unidas. No convencidos, sin embargo, de que fuera el final de la guerra (de la otra guerra, digo) entre el terrorismo y los llamados infieles.
En su momento, Blair tuvo razón: advirtió con mayor convicción que Bush el peligro que suponía la convergencia de los Estados canallas (entre ellos, Irak, socio del eje del mal) y las armas de destrucción masiva con la irrupción del terrorismo. En su momento, Chirac también tuvo razón: no había indicios del presunto arsenal, según los inspectores de las Naciones Unidas; no había motivos, pues, para declarar una guerra insensata, por más que se tratara de tumbar a un dictador que oprimía a su pueblo.
Uno encabezó la cruzada de los decididos; el otro encabezó la cruzada de los descontentos. Resultado: perdieron los dos.
O, en realidad, perdimos los cabales frente a una disyuntiva aún peor que la guerra misma: no existe justificación alguna para los ritos macabros de los terroristas, pero tampoco existe justificación alguna para las torturas impartidas por aquellos que, como árbitros de los derechos humanos en el mundo, no han hecho más que inspirar la civilización, prometiendo democracia, por medio de la barbarie.
Entre los líderes árabes, hasta entre aquellos que bendijeron silenciosamente la guerra con tal de quitarse una espina como Saddam Hussein, provocaron indignación los elogios de Bush a su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, cuya sorpresiva aparición en la cárcel de Abu Ghraib sólo sirvió, si sirvió, para alentar a sus propias tropas y, en cierto modo, alentar a sus propios enemigos.
En especial, a Osama ben Laden. Ni él pudo haber imaginado que iba obtener mejor promoción para su causa que las fotos de la soldado Lynndie England mientras sostenía del cuello a un prisionero desnudo.
Más que Blair y Chirac, Voltaire tuvo razón: la civilización no suprime la barbarie; la perfecciona.
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