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Hayan estado en sus aguas territoriales o no, Irán quiso subir la apuesta frente a las inminentes sanciones de la ONU

Amonestado o no, Irán nunca consideró la posibilidad de suspender su programa de enriquecimiento de uranio. Prometió que no iba a usarlo para fabricar la bomba. Nadie le creyó. Y, por ello, puso a la comunidad internacional en un aprieto. En un aprieto mayúsculo: los Estados Unidos, encerrados en su “eje del mal”, siempre se mostraron más propensos a la guerra que a la diplomacia. Pesó Irak, sin embargo. Pesó Irak, con su rédito penoso, y pesó, también, Gran Bretaña, asociado con los máximos exponentes de la denostada “vieja Europa”, Francia y Alemania, en el intento de evitar otra confrontación. O de recuperar la cordura.

La captura de 15 marinos británicos en aguas territoriales iraníes, o no, puso en otro aprieto a la comunidad internacional. En otro aprieto mayúsculo: ¿cómo responder a un país soberano, bajo sospecha por su obsesión de obtener la bomba, ante una situación por la cual Israel, en circunstancias diferentes, pero parecidas en el fondo, emprendió dos guerras en un instante contra Hezbollah, en el Líbano, y contra Hamas, en Palestina, con resultados más dudosos que positivos? En su caso, por el secuestro, no la captura, de soldados.

En cada instancia de la ardua puja por la bomba, asistido por el repudio contra los Estados Unidos que desató la guerra contra el vecino Irak, el gobierno de Mahmoud Ahmadinejad avanzó un casillero tras otro con su prédica radicalizada contra ese país, Israel y compañía. Hasta halló un súbito aliado en su par petrolero Hugo Chávez, a la orden si de humillar a George W. Bush se trata. El hierro candente, en manos de Gran Bretaña, Francia y Alemania (G-3), pasó al Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) y, agotada su tarea, al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Ese ámbito, habitualmente dividido por la renuencia de China y Rusia a convalidar las pretensiones de los Estados Unidos y Gran Bretaña, debió intervenir de nuevo. Ahora, para facilitar la liberación de los marinos británicos, rehenes, en principio, de una estrategia fríamente calculada por la cual Irán, en offside (por el incumplimiento del Tratado de No Proliferación) y con tarjeta amarilla (por las inminentes sanciones del Consejo de Seguridad), gana tiempo mientras tiempo, precisamente, no les sobra a Bush ni a Tony Blair.

En noviembre de 2004, tras negociar con el G-3 y ser inspeccionado por la OIEA, Irán detuvo su programa de enriquecimiento de uranio; en enero de 2006 retiró los precintos y reabrió su planta subterránea de Natanz. Violó el pacto. En el Consejo de Seguridad, los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia convencieron a China y Rusia de desalentar la carrera por la bomba del gobierno de Ahmadinejad, regido por el ayatollah Alí Khamenei. De ahí, la resolución 1747. Quiso ser una advertencia, o una señal de alerta, en coincidencia con el acuerdo provisional con Corea del Norte para frenar sus apetencias nucleares.

Por un rato, el mundo pareció más seguro. El Consejo de Seguridad impuso sanciones económicas contra Irán si no atendía razones en un plazo perentorio; entre ellas, embargos sobre las compras de armas y restricciones financieras fuera de su país. Por un rato, el mundo pareció recobrar sus cabales con la diplomacia activa, enarbolada en las Naciones Unidas, en desmedro de la doctrina de las guerras preventivas.

La resolución, empero, no doblegó la voluntad de Ahmadinejad. Tan desacreditados están los líderes que tilda de enemigos, como Bush, Blair y el primer ministro de Israel, Ehud Olmert, que poco sorprendió la réplica del líder supremo, Khamenei, dispuesto a actuar fuera de la ley si los otros actúan contra la ley, como en Irak, y a responder dentro de la ley o fuera de ella contra toda medida que altere el programa de enriquecimiento de uranio. Lo planteó como una cuestión soberana.

Antes de las captura de los marinos británicos, Irán había puesto a la comunidad internacional en otro aprieto. En otro aprieto mayúsculo: cursó una invitación a ser bombardeado para impedir que obtuviera la bomba. A sabiendas, desde luego, del riesgo que significaba una guerra para los Estados Unidos y Gran Bretaña, después del fiasco de Irak, por su influencia entre los musulmanes chiítas y entre los productores petroleros. La excusa no era implantar la democracia, sino detener la cuenta regresiva. Lo entendió de ese modo Blair, más que Bush.

Propuestas hubo varias, pero ninguna satisfizo a Irán. Que enriqueciera el uranio en Rusia, no en su territorio. Que suspendiera el programa y negociara en forma bilateral con los Estados Unidos. Que construyera reactores de agua ligera, no aptos para uso militar, como sugirieron el Consejo de Seguridad y Alemania; iba a recibir, a cambio, respaldo para su ingreso en la Organización Mundial de Comercio (OMC) y ofertas de convenios de cooperación con la Unión Europea.

Todo conflicto internacional tiene un componente externo y un componente interno. El externo responde a una estrategia de desgaste, acorde con los preceptos del régimen de los ayatollahs, que supera en forma holgada los mandatos de Blair y de Bush. El interno responde a una estrategia de poder, también acorde con los preceptos del régimen de los ayatollahs, que pretende cerrar filas ante la presumible posibilidad de que los Estados Unidos y Gran Bretaña quieran desestabilizar al gobierno de Ahmadinejad, de lo cual Chávez supo advertirle por el conato de golpe de Estado en 2002 en Venezuela.

Irán, como Venezuela, es el país más pronorteamericano de su región. Siete de cada 10 iraníes tienen menos de 30 años. No vivieron la revolución islámica de 1979, inspirada en un profundo recelo contra los Estados Unidos. El reverdecer del nacionalismo y del populismo, basados sobre el supuesto derecho de tener la bomba, alienta la unidad nacional, así como las consignas contra los enemigos de siempre.

Bush y Blair se preguntan cómo ganar la guerra sin declarar la guerra. Y se preguntan cómo evitar la bomba sin tirar la bomba. Y se preguntan cómo recuperar a los marinos británicos sin rescatarlos. Y se preguntan cómo reaccionar después de las reacciones de la comunidad internacional, poco solidaria, en especial la Unión Europea mientras cumplía su cincuentenario, con el drama de 14 hombres y una mujer capturados en la delicada línea roja entre una guerra en ebullición (Irak) y una guerra en potencia (Irán).

Irán puso a la comunidad internacional en un aprieto. En un aprieto mayúsculo: la crisis externa consolida el frente interno y, como centra la atención en cuestiones puntuales de tratamiento urgente, permite mitigar sospechas sobre presuntos apoyos a la insurgencia en Irak, cercana a Al-Qaeda, y a partidos políticos con brazos armados, considerados terroristas, en las zonas más calientes de Medio Oriente.

La tensión juega a su favor, así como el tiempo y el precio del petróleo (en alza). Si no bombardean, Irán tendrá la bomba y, una vez que tenga la bomba, otros países querrán tener sus bombas, según el Plan A; si bombardean, Irán no tendrá la bomba, pero otros países utilizarán la posibilidad de tener la bomba en clave de extorsión, según el Plan B. En un caso o en el otro, el mundo parecerá más inseguro. Tan inseguro que unos y otros sólo tienen una alternativa: el Plan C (de canje).



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