Getting your Trinity Audio player ready...
|
Los desafíos del nuevo primer ministro son sofocar la intifada, restablecer la seguridad y reencarrilar el proceso de paz
Siembra un pensamiento y recogerás una acción; siembra una acción y recogerás un hábito; siembra un hábito y recogerás un carácter; siembra un carácter y recogerás un destino. A tono con la reflexión de William Thackeray, autor de La Feria de las vanidades y de El libro de los snobs, Ariel Sharon recogió un destino desde que ganó por abrumadora mayoría las elecciones del 6 de febrero. Precipitadas por la intifada (revuelta palestina). Que coincidió, el 28 de septiembre de 2000, con su visita a un sitio sagrado de Jerusalén para judíos y musulmanes. Semilla de cólera contenida durante generaciones.
El destino baraja las cartas, pero los hombres, no los oráculos, juegan con ellas. Y Sharon, primer ministro de Israel desde el miércoles, enfrenta los desafíos inmediatos de sofocar la intifada, de restablecer la seguridad interior y de reencarrillar el proceso de paz. El orden de los factores altera el producto.
Cualquier medida drástica, como bloquear el ingreso de palestinos por los 320 kilómetros del límite con Cisjordania, significaría el desmoronamiento del castillo de naipes en el cual, después del fracaso de los acuerdos de paz de Oslo, rubricados el 13 de septiembre de 1993, ha derivado la relación tensa, casi imposible, entre israelíes y palestinos.
Cualquier medida tenue, como negociar concesiones con Yasser Arafat en medio de la violencia, significaría el desmoronamiento del castillo de naipes en el cual, después del fracaso de Ehud Barak, elegido el 17 de mayo de 1999, ha derivado el nuevo gobierno, asentado sobre la unión con pinzas de siete partidos que, detrás del Likud, de derecha, alista en el gabinete desde la ortodoxia sefaradí del Shas, renuente al diálogo con los palestinos, hasta el laborismo, de centroizquierda, cuyo mártir, Ytzhak Rabin, terminó asesinado, el 4 de noviembre de 1995, por un extremista israelí.
Sharon, de 73 años, viene a barajar y dar de nuevo. Con un jugador tan veterano como él del otro lado de la mesa, de 71 años, que enfrenta sus propios dilemas. Presionado a no ceder ni un ápice por el grupo radicalizado Hamas y presionado, a su vez, por el anhelo de legar un Estado en ciernes. Y con un árbitro novato, George W. Bush, que valora el esfuerzo de su antecesor, Bill Clinton, pero, asimismo, carga con la cruz de la indiferencia hacia el conflicto que signó el gobierno de su padre. Al extremo de que el entonces secretario de Estado, James Baker, dejara todo librado al destino: «Cuando estén listos para la paz, llámennos», dijo, arrogante o derrotado. Y dictó el número de teléfono de la Casa Blanca.
Arafat es, a los ojos de Sharon, un asesino y un mentiroso, según expresó a principios de año. En el discurso de inauguración, no obstante ello, se mostró conciliador. Sharon es, a los ojos de Arafat, el mentor de la masacre de refugiados palestinos en Sabra y Shatila, cerca de Beirut, en 1982, mientras era ministro de Defensa, y de la muerte de 69 árabes por la voladura de 40 casas en Qibya, Cisjordania, que dijo que creyó vacías, en 1953, como represalia por el asesinato de una mujer israelí y de sus dos hijos, mientras era militar en funciones.
Quiere el destino que ambos se vean forzados ahora a rubricar un acuerdo político. Es la única vía posible frente a una escalada de violencia que cobra víctimas a diario. Por iras y por réplicas. Por piedras que no procuran sólo abollar tanques: el preludio de la asunción de Sharon ha sido la bomba que mató el domingo a tres israelíes y un kamikase palestino en Netanya, al norte de Tel Aviv.
A Sharon, del mismo palo que Benjamin Netanyahu, el palo en la rueda de Oslo, no le conviene el derrumbe de Arafat, y de su Autoridad Nacional Palestina, más propenso al diálogo, dentro de todo, que Hamas. Es, con Shimon Peres como prenda de paz, una forma de aventar el fantasma de una intervención internacional y de evitar la desconfianza de Bush. A Arafat tampoco le conviene el derrumbe de Sharon. Es, quizá, su última carta, de modo de no caer en el eterno paradigma de Medio Oriente: las oportunidades perdidas.
Lo urgente prima sobre la importante. Sharon, por más que reniegue de la cesión de los barrios árabes de Jerusalén y de la entrega de toda la Franja de Gaza y de un 95 por ciento de Cisjordania que barajaba Barak, admite que, quieran sus compatriotas o no, la creación del Estado palestino es inevitable. Por más que en la Knesset (parlamento) nunca haya votado por los acuerdos de paz. Hasta se ha negado a estrechar la mano de Arafat.
Lo cual, puertas adentro, provoca grietas en un gabinete de equilibrio delicado, armado como un castillo de naipes en apenas un mes. En él conviven, por ejemplo, el ministro Peres, premio Nobel de la Paz, artífice de Oslo mientras era ladero de Rabin y presidente provisional del Partido Laborista, y pares ortodoxos casados con la obsesión de expulsar a los palestinos. O de ir a la guerra.
Ninguno de ellos, moderados o no, comulga con una de las condiciones de Arafat: el retorno de cuatro millones de refugiados palestinos, esparcidos en Siria, en el Líbano y en los territorios ocupados, a un país cuya población ronda los seis millones. Un derecho, avalado en 1948 por las Naciones Unidas, que, hoy por hoy, implicaría la desaparición de Israel.
Jerusalén, según Sharon, será la capital eterna del pueblo judío. Muy bien, pero en el discurso de inauguración no precisó si será un bloque compacto, como pretende la derecha a la cual pertenece, o si contempla la posibilidad de que el sector oriental, conquistado y anexado en la guerra de 1967, sea devuelto a los palestinos. Punto vital, y estratégico, para Arafat, desde el momento en que será, en teoría, la capital del nuevo Estado.
El conflicto, durante la transición de Barak a Sharon, ha estado fuera de control. Con palestinos de rostros cubiertos que, alzados en piedras y en armas, procuraron mostrar al mundo la imagen de víctimas inocentes frente a un enemigo implacable. Un puñado de revoltosos contra un ejército. Es el juego perverso de los que mezclan las cartas, sembrando el caos y recogiendo la violencia. La intifada, por más que esté cargada de rencor, no es una reacción espontánea. Ni Arafat puede contenerla, pero, al menos, podría atenuarla, sembrando una esperanza y recogiendo una tregua.
Sharon no ganó las elecciones por un carisma excepcional ni por los desaciertos de Barak en su afán de sellar un acuerdo de paz definitivo, sino por un repliegue de los israelíes hacia el nacionalismo. O hacia el sionismo. Por la necesidad, en cierto modo, de estimular la inmigración. La vuelta a casa. De fortalecer las raíces, y la reconciliación, a pesar de las dudas que despierta la coalición gubernamental entre una izquierda que no dudó en tildarlo de promotor de la guerra y una derecha que no dudó en respaldarlo por su dureza.
Frente a la mesa, con las cartas echadas, no hay iguales. Hay un David y un Goliath. Que pueden ser iguales en apariencia, pero, en realidad, ninguno de los dos concibe esa idea. Y un árbitro invicto, Bush, que presume que no se puede poseer todo sin ser del todo poseído. El destino, en todos los órdenes de la vida, siempre depende de la siembra.
Be the first to comment