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Moderación y valor gobiernan el Cono Sur. En especial, después de la ajustadísima victoria de Ricardo Lagos en Chile. Un socialista remozado. Quizá más afecto a la tercera vía que promueven Bill Clinton y Tony Blair que sus inminentes pares de la Argentina, Fernando de la Rúa, y de Uruguay, Jorge Batlle. Quizá más a la izquierda que sus antecesores Eduardo Frei y Patricio Aylwin, democristianos. Quizá menos a la derecha que su rival, Joaquín Lavín, bendecido por Pinochet. Quizás en el mismo centro en el que confluye la mayoría de los presidentes de América latina, menos Fidel Castro, por razones prácticas, no necesariamente ideológicas.
La moderación de Lagos, no exenta de valor, está en sintonía con los perfiles de De la Rúa y de Battle. Cual respuesta, más que todo, a una demanda coincidente en los tres países: la defensa de la sociedad establecida, aunque imperfecta e injusta, de modo de evitar audacias, o vueltas de tuerca, que puedan alterar las reglas de juego. Eso no dice; eso no se hace; eso no se toca, en definitiva.
Es otro toque conservador en una porción considerable de América latina, signada por el Mercosur y por el vértice de la futura Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que pasó con éxito no menos de tres elecciones presidenciales en democracia. Prevalecieron, en todas ellas, las reformas estructurales de las economías en idéntico sentido: la apertura, la venta de los bienes innecesarios del Estado y la libertad de comercio. En ella se preservan. No sólo por iniciativa de los gobiernos, sino también por consenso.
Lo cual habla aún de una transición en medio otros cambios, bruscos, dinámicos, en los que priman los imperios multinacionales, más que los gobiernos nacionales, como consecuencia de las fusiones de compañías. Vertiginosas todas ellas: caso America Online con Time Warner, en Internet y en entretenimiento; caso Glaxo Wellcome con SmithKline Beechan, en productos farmacéuticos; caso AT&T con TCI y MediaOne, en telefonía y en televisión por cable.
Caso omiso de semejante fenómeno no pueden hacer los nuevos gobiernos del Cono Sur, por más que queden en la otra punta del mapa. Ni pueden soslayar, si pretenden sobrevivir, que el voto de los países occidentales ya no se ajusta a pautas clasistas, ni al eje capitalismo-socialismo, o libertario-autoritario, o moderno-tradicional. Que sigan usándose los motes derecha e izquierda no significa que estén tan separados como las manos cuando dicen amén.
En Chile no sorprendió tanto el triunfo de Lagos, el tercer hombre de la Concertación desde el final de la dictadura, como el desempeño de Lavín. O, si se quiere, el vuelco parejo hacia una derecha enlodada por la represión de los años de plomo que tuvo que vérselas, desde el 16 de octubre de 1998, con la arrogancia en paulatino descenso de Pinochet, detenido desde entonces en Londres.
El regreso, si cuadra, plantea otro dilema. Ya no para Lavín, sino para Lagos. Es el único de los últimos presidentes democráticos de Chile, el tercero, que no aplaudió el golpe de 1973. Lo padeció como exilado y, una vez en casa, como detenido.
Pero ahora, en su afán de lograr la unidad que pregona, debe mostrarse conciliador. Sobre todo, con las Fuerzas Armadas, capaces de desafiar a Frei con tal de que hiciera algo más que negociar con Gran Bretaña y con España la pronta devolución del bronce en vida. Como, por ejemplo, la ruptura de las relaciones con ambos países. Absurdo.
Lagos se hubiera visto más favorecido que Lavín con una vuelta súbita de Pinochet. No por amor, sino por espanto. O porque representó, más que al socialismo y a la izquierda, al mejor abogado defensor de Santiago: el gobierno de Frei.
Que invocó el principio de territorialidad (reñido con la Constitución desde el momento en que las convenciones internacionales están, como en la Argentina, por encima de ella) y las razones humanitarias (reñidas al comienzo con la realidad de un hombre de 84 años con achaques, pero en sus cabales).
Así como Lagos, socialista, venció a Lavín con el respaldo de la izquierda y de los independientes de siempre, en el Uruguay, Batlle, liberal, del Partido Colorado, venció con el respaldo del Partido Blanco a Tabaré Vázquez, socialista, coronando una victoria rosada. Menos diferencias hubo en la Argentina entre De la Rúa y Eduardo Duhalde.
En esta tortilla con ensalada de izquierdas y derechas revueltas, de amores y desamores diluidos como el vino derramado en el mantel, la mirada atlántica parece confundirse con el natural pacífico, como en los versos de Mario Benedetti.
En teoría, Lagos y Batlle están en las antípodas. En las antípodas de Castro, a lo sumo, ya que los dos, como De la Rúa, Fernando Henrique Cardoso y otros, comulgan con el mismo credo: pragmatismo político y apertura económica. Posiciones que también sustentan, con sus matices, Hugo Chávez en Venezuela y Alberto Fujimori en Perú. Candidatos a emperadores, por su insistencia en permanecer in aeternum en el poder, más que a presidentes.
Quizá lejos estén todavía de un debate a la europea sobre la tercera vía, cuña entre el capitalismo y el socialismo. O de uno a la francesa sobre la pérdida de la identidad nacional a causa de la globalización (sí a la economía de mercado; no a la sociedad de mercado). O de uno a la norteamericana, como en Seattle, por la desigualdad que acarrea.
Lejos no significa ajenos. Significa que no tienen apuro. O que, en casa, aún tienen asuntos por resolver. Que, como el caso Pinochet, no pueden ser barridos debajo de la alfombra. De nuevo.
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