Sur, paredón y después




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En la globalización, los capitales, los bienes y las mercancías tienen más libertad de movimiento que las personas

En su primer viaje al exterior como presidente de los Estados Unidos, George W. Bush comenzó a recorrer el sendero sinuoso de una gestión marcada por una prioridad: la lucha contra el terrorismo. Ese día, el 16 de febrero de 2001, aún invicto de atentados mientras visitaba a su par de México, Vicente Fox, en su rancho de San Cristóbal, Guanajuato, confesó con el pulgar hacia abajo que, como su padre, detestaba el brócoli, a pesar de las plantaciones del anfitrión de ese vegetal y de coliflor, y ordenó con el pulgar hacia arriba el primer ataque militar de su mandato. Contra Irak, premonitorio del eje del mal.

En la agenda de Fox, mimado en el exterior por haber terminado un año antes con la rutina de siete décadas del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en Los Pinos, figuraba un punto crucial: resolver la situación irregular de millones de mexicanos radicados sin permiso en los Estados Unidos y establecer las bases de un acuerdo migratorio que previniera el impiadoso récord de un muerto por día en el vano intento de trasponer la frontera. De trasponerla como mojados (indocumentados que cruzan a nado el río Bravo), carne de coyotes (mafiosos que prometen llevarlos a destino), desafiando el peligro de ser madreados (golpeados) por la patrulla fronteriza o por los minutemen (vigilantes civiles), o de ser rechazados por la migra (autoridades migratorias); en ese caso, roto el sueño americano, con la cruz de retacharse para su cantón (volver a casa) bajo una excusa falsa, la repatriación voluntaria, o de probar suerte al día siguiente.

Frente a esa realidad, Bush y Fox, rancheros de botas puntiagudas, coincidían como cuates (amigos) de toda la vida en que debían apuntalar con Canadá el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, las siglas en inglés) y, por esa vía, avanzar sin pausas hacia el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Era una de las premisas que iba a demorarse, o desdibujarse, por las guerras preventivas de los Estados Unidos contra el eje del mal. En el trato mano a mano con Fox aceptaba Bush la regularización migratoria de los mexicanos, de modo de asegurarse la seguridad interna.

En Midland, Texas, había asistido a la escuela pública con inmigrantes mexicanos, a los cuales, mientras regenteaba su fallida compañía petrolera, iba a contratar como trabajadores y, más adelante, cuando compró el equipo de béisbol Texas Rangers, también iba a darles empleo. Con algunos de ellos se entendía en spanglish, mezcla de español y de inglés habitual en el borde (de border, frontera). En el borde del caos, a veces.

Dedujo Bush en una ocasión: “Los seres humanos y el pescado pueden coexistir pacíficamente”. ¿Por qué no podían “coexistir pacíficamente” los norteamericanos y sus vecinos más próximos? Una cuñada mexicana, Columba, esposa de Jeb, gobernador de Florida, era, en cierto modo, una causa más para estrechar filas. Tanto ella como el llamado voto hispano, al cual recurrió su estratego de campaña, Karl Rove, para lograr que fuera reelegido en 2004.

Más de cinco años después de aquella visita de Bush a Fox, la globalización impuso sus reglas en la relación bilateral: en la frontera gozan de libertad absoluta de movimiento los capitales, los bienes, las mercancías y la correspondencia, no las personas. A tono con el rechazo a los inmigrantes en otros países, como Francia con su dilema interno en los alrededores de París y España con su dilema subsahariano enCeuta y Melilla, los Estados Unidos decidieron tender un muro triple de 595 kilómetros de extensión frente a México y, a su vez, aligerar la cacería de mojados de los 12.000 agentes de la patrulla fronteriza con 6000 refuerzos de la Guardia Nacional.

Dos días antes de la aprobación de la enmienda en el Senado, Bush quiso apaciguar los ánimos de la base conservadora, vital para las elecciones de medio término de noviembre, y de su cuate Fox. Tendió entre los dos extremos un puente. Un puente endeble: impedir el ingreso de nuevos indocumentados y blanquear a los que burlaron los controles. En Texas, mientras era gobernador, los hijos de los inmigrantes, más allá de que no tuvieran los papeles en regla, podían ir a la escuela pública.

En esos tiempos, a fines de los noventa, su par de California, Pete Wilson, republicano como él, aplicaba la Proposición 187, por la cual les negaba los servicios públicos. Y Pat Buchanan, precandidato presidencial en 1996, procuraba ganarse la simpatía del partido con dos planes: levantar un muro en los 3200 kilómetros de la frontera y, alentado por los sindicatos, expulsar a los mexicanos ilegales. “¿Hay algún José en la sala?”, ladraba en sus actos proselitistas.

Era música para los oídos de los minutemen, ciudadanos armados que, como vigilantes, patrullan las fronteras de California, Texas, Arizona y Nuevo México, persiguen mojados y denuncian a quienes les dan trabajo o los explotan como esclavos. En algunos casos no respetan un cartel tragicómico: “Prohibido cazar”.

La globalización, regida por la presunta libertad de movimiento, resultó ser víctima de una cruel contradicción: si la reunificación de Alemania y el final de la Unión Soviética eran motivos para alegrarse, ¿por qué los países más favorecidos por el reparto económico cercan la frontera Sur (antes era la frontera Este) ante el virtual riesgo de una invasión de aquellos que, a falta de oportunidades en sus países de origen, dejan detrás sus casas y sus familias en busca de un porvenir?

Del Muro de Berlín, erigido en 1961 y demolido en 1989, quedaron alambres de púas y vallas electrificadas en el límite absurdo, y vergonzoso, entre las dos Coreas. Fue el símbolo funesto de una época en la cual no pasaban las personas, ni la información, ni el viento. Después, Europa abolió controles hacia dentro y erigió paredones hacia fuera.

Todos los muros tienen una razón de ser. En general, una razón preventiva: desde la Gran Muralla en China hasta las ruinas del muro de Adriano, erigido para protegerse de los caledonios, predecesores de los escoceses, y el muro que tendió Israel frente a las narices de los palestinos. Los muros de la Guerra Fría, erigidos por el comunismo, impedían la salida; los muros de la globalización, erigidos por el capitalismo, impiden el ingreso.

En aquella reunión inicial, mientras Bush apartaba el brócoli de toda discusión, Fox tejió la posibilidad de una regularización masiva de los inmigrantes y de un reordenamiento del flujo de trabajadores por medio de ofertas concretas para tareas que, en realidad, los norteamericanos dejaron de hacer. Con el tiempo, la delgada línea roja, emblema de toda frontera geográfica, política, cultural o ideológica, se tensó por los atentados terroristas y por el rechazo de México a convalidar la guerra contra Irak en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Todos los muros, con sus razones de ser, son una cicatriz más o menos dolorosa que, en principio, protege a uno y repele al otro. Con muros, los Estados Unidos no hubieran sido concebidos. Ni los Estados Unidos, ni Australia, ni México, ni la Argentina, ni otros países generosos con los inmigrantes.

Nadie es profeta en su tierra. Uno de cada 35 habitantes vive fuera de su país, según las Naciones Unidas. Arnold Schwarzenegger, gobernador de California, nació en Austria; Henry Kissinger, ex secretario de Estado norteamericano, nació en Alemania; Juan Carlos, el rey de España, nació en Italia, y Sofía, la reina, nació en Grecia; George Orwell y Rudyard Kipling, conmovieron al Reino Unido, pero nacieron en la India; Albert Camus y Marguerite Duras, escritores franceses, nacieron en Argelia y en Indochina, respectivamente; Joseph Conrad, narrador de habla inglesa, nació en Polonia, y Julio Cortázar, escritor argentino, nació en Bélgica.

En todo el mundo, sólo dos palabras abren puertas: pull (tire) y push (empuje). Push, no Bush. Abren puertas, pero, que yo sepa, no derriban muros.



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