El cambio climático golpea el bolsillo

Macron gastó la bala de plata con el intento de aliviar el cambio climático por medio del aumento de los impuestos a los combustibles, resistido por los chalecos amarillos




El cambio climático pasó a un segundo plano en la protesta de los chalecos amarillos
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Detrás de los destrozos provocados por el movimiento de los chalecos amarillos en Francia, a raíz del incremento de los impuestos sobre los combustibles y de su consecuencia inmediata, la pérdida del poder adquisitivo, subyacía una estrategia de Emmanuel Macron vinculada con el cambio climático. Pretendía potenciar alternativas para rebajar las emisiones de dióxido de carbono (CO2), el principal gas de efecto invernadero, en paulatino y preocupante aumento. En 2018, las emisiones crecieron alrededor del 2,7 por ciento. Un récord en la historia de la humanidad que, más allá del resultado económico, hipoteca tanto el presente como el futuro.

Macron gastó la bala de plata con el intento de desalentar el consumo de combustibles fósiles por medio del aumento de los impuestos. La ira de la calle contra la llamada tasa al carbono llevó todo a foja cero mientras la COP24 (la cumbre del clima para aplicar las reglas del Acuerdo de París de 2015) debatía en la ciudad polaca de Katowice cómo instrumentar políticas ambientales viables. Sólo en ese país, Polonia, mueren 50.000 personas por año por respirar el aire más contaminado de Europa. El compromiso final reclama la necesidad de “cambios urgentes y sin precedente” para evitar que la temperatura del planeta aumente más de dos grados a finales de siglo.

La victoria de los chalecos amarillos, celebrada elípticamente por Donald Trump tras haberse apartado del “defectuoso” Acuerdo de París porque “eleva el precio de la energía para los países responsables mientras encubre a algunos de los más contaminantes del mundo” echó por la borda la oportunidad de Macron de demostrarles a sus pares que podía tomar decisiones difíciles si de combatir el calentamiento global se trataba. La claudicación, más allá del balazo en el bolsillo, va a contramano de la convicción del 94 por ciento de los franceses sobre la responsabilidad humana en ese fenómeno y del 73 por ciento sobre su impacto perjudicial, según la Encuesta Social Europea.

Tanto Alternativa para Alemania (AfD) como Donald Trump y Jair Bolsonaro, que tiene en sus manos la selva del Amazonas, creen que el cambio climático es una suerte de ardid

La retirada de Trump del Acuerdo de París tuvo como correlato en Francia el eslogan “Make our Planet Great Again” y la creación del Alto Consejo para el Clima. Una forma de contrarrestar del otro lado del Atlántico la reducción de fondos para la investigación climática en organismos federales de Estados Unidos. La violencia en París y otras ciudades dejó en un segundo plano las alarmas ambientales. La duda: ¿cómo ponerles precio a las emisiones, de modo de desalentarlas? Sólo el 12 por ciento de las emisiones del planeta están gravadas, según el Fondo Monetario Internacional (FMI).

El combustible en Francia no sólo mueve vehículos. También se utiliza para la calefacción hogareña, sobre todo en las zonas rurales. Macron, elegido en mayo de 2017, pretendía cobrar impuestos para reducir el déficit, más allá de su discurso ecologista. La supresión del impuesto a las grandes fortunas, así como otras medidas impopulares, derivó en las protestas. Un reflejo de la fractura social en la cual Macron se ganó a pulso el mote de presidente de los ricos. Cuando asumió el gobierno, según el centro de investigación Pew Research Center, el mundo pensaba que los problemas primordiales eran el terrorismo, asociado al Daesh, ISIS o Estado Islámico, y el cambio climático. El primero subsiste. El segundo se ha visto relegado por los ciberataques y los refugiados.

En vísperas de las elecciones europeas de 2019, los verdes pretenden capitalizar un filón que no contemplan los partidos de ultraderecha. Tanto Alternativa para Alemania (AfD) como Trump y Jair Bolsonaro, que tiene en sus manos la vital selva del Amazonas, creen que el cambio climático es una suerte de ardid. Que las lluvias sean diluvios en India, que un huracán arrase diques y represas en Estados Unidos o que un tifón barra islas enteras en Filipinas no es más que un castigo divino. El hombre no tiene arte ni parte. En una década, 21 millones de personas se vieron forzadas a abandonar sus hogares por desastres naturales. El triple de los desplazados por las guerras en todo el mundo.

En India, tras la peor sequía en 140 años, el número de suicidios de agricultores creció en forma proporcional con el aumento de la temperatura, según la Universidad de California. La inseguridad alimentaria pasó a ser un daño colateral en las guerras de Siria y Yemen. En sociedades esencialmente agrícolas, como las africanas, un estudio estimaba en 2013 que la violencia interpersonal aumentaba un 4 por ciento y los conflictos intergrupales un 14 por ciento «por cada variación de una desviación típica en el clima hacia temperaturas más cálidas o lluvias más extremas».

Las pérdidas por las olas de calor, las sequías, las inundaciones, los huracanes y los incendios forestales, calculadas por las compañías de seguros como los principales riesgos del planeta, desvirtuaron la ligazón entre la fortaleza de la economía y las emisiones de CO2 procedentes de los combustibles fósiles y de la industria. En los últimos años, el crecimiento del PBI mundial se concentró en un 60 por ciento en China, Estados Unidos, Europa e India. La temperatura de la Tierra está 1,1 grado centígrado por encima del promedio preindustrial. Algo nunca visto. De llegar a 1,5 o 2, la situación sería dramática. Estamos en el umbral.

Jorge Elías

Twitter:@JorgeEliasInter



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