Dios no atiende en Buenos Aires




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En la Argentina suele decirse que Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires. Es una ironía sobre la toma de decisiones, propia de la capital en desmedro de las provincias. Jorge Bergoglio, oriundo de Buenos Aires, ha pasado a ser el líder espiritual de 1.200 millones de fieles, algo menos que la población de China en coincidencia con la asunción del nuevo presidente de ese país, Xi Jinping. Todo el mundo deposita ahora en el papa la esperanza en vislumbrar una iglesia mejor tras las miserias de la pederastia, entre otras. Si Juan Pablo II era una respuesta contra el comunismo en Europa del Este, ¿qué significa un papa como Francisco para América latina?

En “el fin del mundo”, como él mismo llamó a la Argentina, muchos aún se frotan los ojos sin salir de su asombro. La consagración de un papa argentino, latinoamericano y jesuita, cada atributo por primera vez, no es fácil de asimilar. El país está sumido en una profunda polarización, advertida en sus homilías. A la presidenta Cristina Kirchner le achacan cierta frialdad en su salutación, exaltando su origen latinoamericano y omitiendo su nacionalidad argentina tras acallar los abucheos de los suyos en un acto público realizado horas después del anuncio vaticano. En contraste, Barack Obama optó por llamarlo “el paladín de los pobres y de los más vulnerables”.

La comparación en sí incluye características personales de cada presidente. Determinados rasgos, como la sensibilidad, no brotan de la noche a la mañana ni se compran en la farmacia. En la Argentina, nueve de cada diez personas creen en Dios y el 77 por ciento se declara católico, según una encuesta hecha por cuatro universidades y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). La división de la sociedad por razones políticas y los desencuentros de los Kirchner con Bergoglio cuando era arzobispo de la ciudad de Buenos Aires no debían sombrear algo tan trascendente como su proclamación papal.

Con anteojeras ideológicas, todo se ve empañado. Sobre sus hombros, algunos sacerdotes cargan la cruz de haber colaborado con la dictadura militar. Lo han acusado a Bergoglio desde un sector afín al gobierno de presunta complicidad con jerarcas de esos años, como si los políticos que retornaron con la democracia, en 1983, y la sociedad en general no la hubieran tenido. Esa presunción pudo haber influido en la escasa simpatía que le tributaba el difunto presidente Néstor Kirchner, seguro del rédito que iba a obtener por enfrentarse a la Iglesia, uno de los pilares del poder constituido.

Con la designación de Bergoglio, el Vaticano dio un giro abrupto de Europa a América, señal del cambio en el orden mundial. Antes, todas las miradas se habían desviado hacia Asia por su despegue económico. Los Estados Unidos han dejado de ejercer ahora la hegemonía adquirida tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, bendecidos por Juan Pablo II. La mención del “fin del mundo” en el primer contacto público de Francisco supone, quizás, el final de una institución eurocéntrica con preminencia italiana y una apertura hacia la región que concentra el mayor número de católicos y que, por sus desatinos, está perdiéndolos en forma alarmante.

Europa, ensimismada en sus crisis y dilemas, ha dejado de ser el centro de gravedad del planeta. La rápida reacción de Obama ha sido el día y la noche incluso con el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, lento en darse cuenta de que habían nombrado al primer papa iberoamericano en la historia. Los cardenales norteamericanos contribuyeron a su elección con la premisa de un reparto más justo en un mundo signado por la desigualdad. Nada es casual: en los Estados Unidos, los hispanos son en su mayoría católicos y se perfilan como la primera minoría.

El Vaticano, tras el legado del papa emérito de Benedicto XVI, pareció ponerse a la altura de las circunstancias. De seguir esta tendencia, más trascedente que los tejemanejes de los gobiernos de turno en su afán de adaptarse al nuevo paradigma y llevar agua para su molino, el giro también podría darse en organismos internacionales poco eficaces, como el Fondo Monetario, siempre dirigido por un europeo, y el Banco Mundial, siempre presidido por un norteamericano. Bergoglio, obispo de Roma, no es Dios ni atiende más en Buenos Aires, pero es el indicio del cambio.



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