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Ni Brasil, buque insignia de la región, ha podido desterrar el flagelo de la corrupción
Poco antes de ganar las presidenciales de Brasil, Dilma Rousseff sorteó un escándalo mayúsculo. Erenice Guerra, su mano derecha y sucesora en el cargo de jefa de ministros del gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva, se vio obligada a renunciar bajo la sospecha de haber participado de una firma de cabildeo que manejaban sus parientes y que habría ayudado a compañías privadas a obtener contratos y préstamos bancarios estatales para proyectos de obras públicas. Parte del dinero recaudado iba a ser volcado en campañas políticas. El presunto tráfico de influencias a punto estuvo de manchar la reputación de la ahora presidenta electa.
En estos ocho años, Brasil alcanzó el octavo lugar entre las economías más poderosas del planeta y, a su vez, adquirió un rol influyente en el concierto internacional. Lula actuó en sintonía con el legado de Fernando Henrique Cardoso, más allá de las discrepancias entre ambos. Con la renuncia de Guerra, el primer gobierno en la historia del Partido de los Trabajadores termina con una estadística desfavorable. Dos de sus tres jefes de ministros, o de la Casa Civil, debieron alejarse por presuntos actos de corrupción. En 2005, José Dirceu, antecesor de Rousseff, no pudo rebatir las denuncias por compras de votos.
“La mayoría de los residentes de América latina ve al Estado como un pasivo, más que como un pasivo, en el momento de comenzar un negocio –dice Gallup–. El 66 por ciento de los consultados en 20 países señala que sus gobiernos no facilitan los permisos ni los trámites. A la cabeza de la lista figura la Argentina, que ha tenido dificultades para atraer capitales foráneos por la imprevisión y la intrusión de su gobierno. Incluso en Brasil, siete de cada diez personas afirma que el gobierno dificulta las inversiones por el exceso de burocracia.”
Es la otra cara de la prosperidad latinoamericana, deformada por pedidos de sobornos de funcionarios gubernamentales que, en esencia, encarecen y dificultan las inversiones. ¿Es, también, el precio de la bonanza? Entre 2009 y 2010, Brasil ha reducido de 152 a 120 los días necesarios para montar un negocio, así como los trámites, de 18 a 16, según el Banco Mundial. En la Argentina, en el mismo período, han bajado de 32 a 27 los días y se han mantenido en 15 los trámites. Persiste en ambos casos una compleja madeja burocrática que se presta para ser aceitada con métodos poco transparentes.
En no mejor situación se encuentran México, Ucrania, Rusia y la India. En cada uno de los 183 países auscultados por el Banco Mundial, la apertura de un negocio se topa con obstáculos de diversa índole, como los permisos de construcción, la contratación de trabajadores, la protección de los inversores, el registro de propiedades, el comercio exterior, el cumplimiento de contratos y el pago de impuestos. Un buen resultado implica un ambiente favorable para establecer una compañía y, en virtud de la seguridad jurídica, la certeza de que no cambien las reglas de buenas a primeras.
Están entre los mejores Singapur, Nueva Zelanda y Hong Kong y entre los peores Venezuela, Bolivia y Zimbabwe. “Las prácticas corruptas vacían las arcas de los Estados, arruinan el libre comercio y espantan a los inversores –predican las Naciones Unidas–. El Banco Mundial estima que la corrupción puede reducir la tasa de crecimiento de un país entre 0,5 y 1 por ciento por año. Según las investigaciones del Fondo Monetario, la inversión en países corruptos es un cinco por ciento menor que en los otros.”
Observa Robert Klitgaard, profesor de Harvard, que los esfuerzos por terminar con esta lacra suelen resumirse “en freír unos pocos peces gordos”. Si son pescados. América latina “percibe que hay progreso en la reducción de la corrupción –indica Latinobarómetro–. Si bien el importante aumento de percepción se produjo entre 2004 y 2007, cuando aumentó de 26 a 39 por ciento, desde entonces está más bien estancado, alcanzando un 37 por ciento en 2010, con un leve descenso respecto del 2009”.
En medio de la campaña electoral brasileña no pasó inadvertida la destitución del gobernador del Distrito Federal, José Roberto Arruda, acusado de repartir aparentes beneficios extras por obras públicas en ejecución. La corrupción contamina gobiernos, pero, a su vez, depende de la voluntad de los particulares. “De cada diez personas, ocho sostienen que los partidos políticos son corruptos o sumamente corruptos –señala Transparencia Internacional–. La administración pública y los legisladores se ubican inmediatamente después en la categoría de instituciones corruptas.”
La facilidad para hacer trámites, llámese “coima” o “mordida”, se decanta en la sociedad, pendiente de la posibilidad de valerse de ella. Los pobres pierden más que los ricos con estas tropelías. Un don nadie con sello de goma se arroga la facultad de beneficiar a tal o cual con una promesa vaga: “Lo podemos arreglar”. Y, paradójicamente, termina siendo un alivio frente a la burocracia estatal, en ocasiones tramada como una invitación a quedar atrapado en la telaraña de la corrupción.
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