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En Irak, los ejércitos privados cambiaron radicalmente el concepto de la guerra
En septiembre de 2007, las autoridades iraquíes responsabilizaron a la compañía Blackwater, especializada en contraterrorismo y combates urbanos, de la muerte de 11 civiles en Bagdad. Como si fuera novedosa la participación de ejércitos privados en la guerra, un comité de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos convocó de urgencia a sus miembros. Uno de ellos presentó un informe inquietante: Blackwater, cuyos contratos con el gobierno norteamericano superaban los 1000 millones de dólares, había estado involucrada desde 2005 en 195 tiroteos en Irak.
Sus empleados sólo podían abrir fuego en defensa propia. Eso adujeron los abogados frente a los cargos presentados por la policía iraquí. Citado a declarar en el Capitolio, el dueño de Blackwater, Erik Prince, antiguo militar de elite y generoso contribuyente del Partido Republicano, recordó que 30 de sus hombres habían muerto en Irak por haber protegido a diplomáticos norteamericanos. Con un sentido pésame y una indemnización a los deudos terminó el incidente.
Blackwater, según observa el investigador Jeremy Scahill en un libro sobre la compañía, es “el ejército de mercenarios más poderoso del mundo”; tiene 20 aviones de guerra y más de 20.000 soldados, o empleados, en su plantilla.
Esta es la otra cara de Irak. Es la otra cara de una guerra fundada en la mentira en cuyo quinto aniversario no mostró George W. Bush signos de arrepentimiento ni de remordimiento. Es la otra cara de una guerra desastrosa, valuada por el economista Joseph Stiglitz en billones de dólares, en la cual la estremecedora cifra de muertos, heridos, presos y exiliados no compensa el doloroso tránsito de un Estado totalitario a un Estado fallido ni la ominosa proliferación de la amenaza terrorista en todo el mundo. Es la otra cara de una guerra dentro de la guerra en la cual los ejércitos privados hacen su negocio en un alarmante limbo legal.
En letra muerta cayó la Convención Internacional de las Naciones Unidas contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios, de 1989. El derecho internacional sólo reconoce dos actores en una guerra: los combatientes y los civiles. Los otros, por más que peleen como Rambo y sobrevivan como Terminator, violan la Convención de Ginebra, de 1949. Sus actividades, como “personas reclutadas para un conflicto armado por un país distinto del suyo y motivadas por la ganancia personal”, están prohibidas, en realidad.
Pero Bush no se inmuta. Tanto es así, según Rolf Uesseler, autor de La guerra como negocio, que, en Irak, “los nuevos mercenarios son, en tamaño, la segunda fuerza armada después de la norteamericana y representan una cantidad de hombres mayor al resto de las tropas de la coalición juntas”. El subtítulo de su libro, escrito con pulso crispado por haber comprobado que alemanes como él prestan servicios a compañías encubiertas, advierte: “Cómo las empresas militares privadas destruyen la democracia”.
Se suponía que la guerra contra Irak, cual resguardo ante las temibles armas de destrucción masiva en poder de Saddam Hussein, amigo y aliado de Osama ben Laden, iba a consolidar la democracia en ese país y el vecindario, no a destruirla. Consolidó la política de Donald Rumsfeld al frente del Pentágono: “Todo lo que no forme parte del ejército debe ser delegado”.
La reducción de un tercio del personal militar y los recortes del presupuesto contribuyeron a recurrir a aquello que, según Uesseler, inventó el ex marine británico Tim Spicer, condecorado por la reina por sus proezas en Malvinas, Irlanda del Norte, Chipre y Bosnia. Contribuyeron a recurrir a los ejércitos privados, caros a los nobles sentimientos del vicepresidente norteamericano, Dick Cheney, ex directivo de una firma insigne de la reconstrucción, Halliburton, e ideólogo de la privatización de las fuerzas armadas.
Mercenarios hubo siempre. Irak es apenas uno del medio centenar de países en los que actúan. En la última década, sin embargo, proliferaron tantas compañías del ramo que podrían alterar el equilibrio entre la esfera pública y la privada. En Corporate Warriors (Guerreros Corporativos), Peter Singer señala una sutil diferencia entre los mercenarios de los sesenta, animados por la revista Soldier of Fortune (Soldado de Fortuna), y los actuales, animados por amasar fortunas. Un soldado que deserta se expone a ser juzgado por un consejo de guerra; un empleado que renuncia se expone a dejar de percibir entre 500 y 2000 dólares por día.
En cinco años, la guerra dividió a Europa; impidió invertir más esfuerzos en estabilizar Afganistán y en arrimar a israelíes y palestinos; alentó a Irán y sus aliados, Hezbollah y Hamas, a envalentonarse contra aquellos que se les pusieran delante, y lejos estuvo de derrotar a Al-Qaeda. Coherente, Bush supeditó las libertades civiles, violadas como los derechos humanos en Abu Ghraib por los ejércitos privados, a la ayuda brindada “al pueblo iraquí para establecer una democracia en el corazón de Medio Oriente”. Blackwater, Halliburton y otras sociedades de responsabilidad limitada, muy limitada, nunca olvidarán la gesta.
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