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La inestabilidad laboral, atribuida a la inmigración, requiere más realismo que rigor
En algún rincón secreto guardan los países, incluso los más pobres, una abominable reserva de xenofobia. La mantienen oculta. Lejos está de ser políticamente correcta, así que procuran disimularla hasta que, como en Francia, una minoría étnica que está en offside se ve obligada a retornar a sus países. Les caben las generales de la ley a los gitanos, tsiganes o gypsies: son repatriados a Rumania y Bulgaria por haber permanecido en el país más de tres meses sin trabajar. La mayoría acepta el boleto de ida y los 300 euros para reanudar su vida. Dentro de poco podrán volver a Francia, si quieren, por encontrarse dentro del espacio Schengen de la Unión Europea (sin controles policiales de identidad).
El gobierno de Nicolas Sarkozy, asediado por el rechazo de los sindicatos a su decisión de elevar en dos años la edad de jubilación, aduce que las expulsiones de los gitanos responden a la lucha contra el delito. Es el pretexto que usa, antes que él, Silvio Berlusconi. En ambos casos no prima la imaginación, sino el rigor. Los franceses de la comunidad gitana de Orleáns atacan la gendarmería después de la muerte en un tiroteo de uno de los suyos. Eso ocurre el julio y, en medio de convulsiones similares en un país que aún padece la repulsa de los hijos de los inmigrantes nacidos en su suelo por sentirse discriminados, la única respuesta es el envío de los gitanos al remitente.
Poco efecto tiene la reprobación del Parlamento Europeo. Señala Sarkozy que respeta la ley. Son repatriaciones “individuales, voluntarias y supervisadas por un juez” hacia países que, aunque tengan problemas económicos, están regidos por el sistema democrático, según el ministro francés de Inmigración, Eric Besson. En Rumania, los gitanos (dos millones, 10 por ciento de la población) son la minoría más marginada y despreciada.
Con las expulsiones de los gitanos, aunque sean odiosas por un lado y legales por el otro, Sarkozy recobra autoridad e iniciativa frente a índices flacos de adhesión popular. Está más cerca de Berlusconi y Vladimir Putin que de José Luis Rodríguez Zapatero y Barack Obama.
De los 500 millones de ciudadanos europeos, 10 millones son gitanos. Italia empieza a ficharlos y tomarles las huellas digitales desde 2008. En Alemania, unos 10.000 que no tienen permiso de residencia pueden ser echados de un momento a otro. En el Reino Unido, la ocupación de tierras privadas representa un enorme desafío para las autoridades. En Suecia, ocho de cada 10 viven de los fondos de desempleo. España es, en la Unión Europea, el que más fondos comunitarios ha comprometido para programas de integración.
En estos años 2000, llamados “años nada” en algunos círculos, se consolidan en todo el planeta una clase media urbana por primera vez en la historia más voluminosa que la rural y, a su vez, una inquietante legión de gente con hambre y sin empleo. El gobierno británico es el primero en advertir que acierta Marx en vaticinar que la burguesía “ha desempeñado un papel absolutamente revolucionario” en la historia. La clase media es el motor de las economías.
A ese sector intentan contentar Sarkozy y Berlusconi cuando aplican el rigor sin imaginación con los gitanos, así como Obama cuando anuncia una inversión millonaria en infraestructura y rebajas de impuestos para crear empleo. Son las cicatrices de la crisis de 2008.
En Japón, el camino estándar durante décadas empieza con la graduación en la universidad y continúa con el empleo vitalicio en una sola compañía. La reducción salarial del 12 por ciento en la última década lleva al replanteo de ese modelo con segundos y terceros empleos.
Tanto en la Unión Europea como en los Estados Unidos, las plazas se achican. Los nativos se aferran a lo suyo como si temieran ser desplumados por forajidos provenientes de otras latitudes. La nueva clase media necesita reservarse alrededor de un tercio de sus ingresos una vez asegurada la provisión de alimentos y vivienda. Es el sector que, aunque sea buena la situación económica de su país, está dispuesto a emigrar.
Le espera la abominable reserva xenófoba que guardan en algún rincón secreto los países. Fluye, a veces, como el disparador de polémicas. Es el caso de Thilo Sarrazin, directivo del banco central alemán (Bundesbank): asegura que los inmigrantes musulmanes son menos inteligentes que los alemanes de otras ascendencias y que los judíos y los vascos tienen un gen que los diferencia del resto de la humanidad. Promueve de ese modo su nuevo libro, Alemania se suprime. Es tan polémico su planteo como las expulsiones de gitanos decididas por Sarkozy y Berlusconi.
Ante las críticas, Sarrazin está dispuesto a perder su empleo. La mayoría de los europeos piensa igual que él, convencida de que ha propiciado una “discusión necesaria”. O un miedo innecesario para encerrarse en sí misma y, frente al mundo, decir adiós.
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