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Los cargos contra el ex asesor del vicepresidente Cheney desnudan la obsesión por la guerra contra Irak
Bush cultiva una máxima de Texas: el que se atreve, gana. Con ella arribó a Washington, DC, después de las amañadas elecciones de 2000. Estaba convencido de que iba a dar una lavada de cara a la Casa Blanca y de que en el Capitolio, con mayoría propia, los suyos iban a hacer mejor papel que Newt Gingrich, ex presidente de la Cámara de Representantes. Su Contrato con América turbó a Bill Clinton desde comienzos de 1995 hasta que renunció, a fines de 1998. Renunció para no ser echado. En cuatro áreas admitió después que habían fracasado los republicanos: corrupción, consultores, competencia y carisma.
En aquel momento, Clinton había despojado a los republicanos del ideario de uno de sus próceres: Ronald Reagan, el primer presidente, después de Richard Nixon, con el cual tuvieron la sensación de que ocupaban la Casa Blanca. Reagan solía decir que los demócratas combatían la pobreza y ganaba la pobreza. Clinton, el demócrata más exitoso desde Franklin Roosevelt, pasó a ser tan conservador como Reagan desde que clausuró la era del gobierno grande y, con ello, el fin del Estado de bienestar. De él, Gingrich llegó a pensar: “Somos hombres muertos; a este tipo no hay forma de ganarle”.
Y no había forma de ganarle hasta Al Gore, vicepresidente de Clinton durante sus dos períodos, sorprendió a todos, y se sorprendió a sí mismo, con su derrota frente a Bush, el tercer presidente con el cual los republicanos tuvieron la sensación de que ocupaban la Casa Blanca. Un presidente accidental, según The Economist. Tenía una agenda limitada de la cual no se apartaba: impuestos, educación, seguridad social, escudo antimisiles y Medicare (servicio médico). Más accidental que él, en realidad, había sido su padre, víctima de la economía; de otro texano, Ross Perot, y de Clinton cuando pretendió ser reelegido.
Hasta el 11 de septiembre de 2001, poco importaba que Bush fuera un metodista renacido (cristiano que asegura haber tenido una experiencia trascendente), que leyera la Biblia antes que los periódicos y que empezara las reuniones de gabinete con una oración. En un país en el cual siete de cada 10 personas creen que Dios influye en sus vidas, nada de raro tienen esas características. Como nada de raro tiene que el indicio para saber si alguien vota a los republicanos no es el resumen de sus cuentas bancarias, sino la frecuencia con la que asiste a los servicios religiosos.
Los atentados modificaron en forma dramática la agenda. El presidente accidental se convirtió en el presidente de la guerra. Y ya no hubo vuelta atrás. Hubo, sin embargo, una voz que no dejó de alentarlo en esa cruzada que, con tono religioso, llamó lucha del bien contra el mal. Era la voz del vicepresidente Dick Cheney, director y accionista de Halliburton antes de asumir el cargo. Esa compañía, con sede en Texas, proveyó combustible, agua, alimentos, lavandería y otros servicios a las tropas norteamericanas en Irak, Kuwait y Afganistán. La oposición demócrata del Congreso objetó el contrato, de unos 17.000 millones de dólares.
El que se atreve, gana. ¿Cómo no iba a atreverse Cheney? Y, por idéntica razón, ¿cómo no iba a atreverse su jefe de gabinete, Lewis “Scooter” Libby, alias spin doctor (doctor en desinformación), con la intención de desacreditar al embajador Joseph Wilson, enviado por la CIA a Níger, en febrero de 2002, para averiguar si el régimen de Saddam Hussein estaba comprándole uranio enriquecido para sus armas de destrucción masiva? No halló ni repelente de mosquitos.
Bush, no obstante ello, insistía en alentar la guerra contra Irak por las armas de destrucción masiva y por las conexiones de Hussein con Osama ben Laden. Wilson publicó su verdad el 6 de julio de 2003 en The New York Times. Ocho días después, el periodista conservador Robert Novak reveló que en la Casa Blanca circulaba un rumor: que Wilson había sido enviado a Níger por su esposa, Valerie Plame, agente encubierta de la CIA en el Departamento de Estado. ¿Era un caso de nepotismo? Plame voló por los aires.
El fiscal especial Patrick Fitzgerald siguió una pista: las relaciones de Libby con varios periodistas. Entre ellos, con Judith Miller, del Times. La puso entre las cuerdas. Había escrito que Hussein adquiría tubos de aluminio para enriquecer uranio. Era falso. El gobierno norteamericano negó esa información. Ella se rehusó a revelar sus fuentes. Estuvo 85 días en prisión por ello. Cuando recuperó la libertad, las adhesiones que había cosechado trocaron en reproches por haber hecho propaganda de la guerra. Maureen Dowd, también columnista del Times, la llamó: “Mujer de destrucción masiva”. La lapidó.
El caso Watergate, por el cual cayó Nixon, dejó una enseñanza: la humildad. Clinton sorteó el escándalo Monica Lewinsky, por el cual a punto estuvo de caer, por una razón casi vulgar: ninguno de sus inquisidores republicanos (Gingrich y Henry Hyde, entre ellos) habían sido perfectos. Bush, con su aire de vaquero fanfarrón tan usual en Texas, nunca creyó que alguno de los suyos fuera tocado.
Su meta era darle una lavada de cara a la Casa Blanca y no repetir los errores de Gingrich, acorralado por denuncias de corrupción. Libby, declarado culpable de mentiras, perjurio y obstrucción de la justicia, pudo ser apenas el primer peldaño de una escalera hacia Cheney por haber manipulado la inteligencia y por haber desacreditado a los críticos de la guerra. Sobre todo, a Wilson. Y, por extensión, a Plame, cuya carrera de espía quedó trunca.
Filtrar el nombre de un agente encubierto es un delito federal. ¿Quién filtró el nombre de Plame? Libby pudo ser uno. Apenas uno. Las sospechas involucran a su jefe directo, Cheney, y a Karl Rove, asesor de Bush. Involucran, también, a Bush, bajo cero en popularidad, pero, a la vez, no faltan quienes acusan al fiscal Fitzgerald, comparado con Eliot Ness, de hacer subir al estrado las diferencias políticas en lugar de abocarse a la investigación del caso y descubrir al soplón.
En algunos aspectos, la visión de los Estados Unidos como un país liberal que ha sido secuestrado por Bush y sus neocons sólo pertenece a Michael Moore. Fuera de Nueva York, Miami, Los Ángeles y otras ciudades turísticas, el norteamericano medio se opone al control de armas y al aborto en cualquier circunstancia; rechaza injerencias de instituciones como las Naciones Unidas (de ahí, el apoyo a la guerra contra Irak), y apoya la pena de muerte.
Se trata de Una nación conservadora, como el título del libro de John Micklethwait y Adrian Wooldridge (originalmente, The Right Nation). En ese país, en el cual la mitad de las familias reza antes de las comidas, Bush aterrizó de casualidad. Ni de casualidad fue reelegido en 2004. Su rival demócrata, John Kerry, insinuaba una vuelta a los sesenta. A los tiempos en los cuales los liberales creían que ya era hora de incorporar algo de la vieja Europa. La vieja Europa que había sido denostada antes de la guerra contra Irak.
Gingrich se miraba al espejo y se veía como Charles de Gaulle, Thomas Edison, Winston Churchill, el duque de Wellington o Ulysses S. Grant. Creía que, con arrogancia, iba a imponer aquello que llamó la revolución republicana, iniciada, en verdad, por el senador Barry Goldwater, malogrado candidato presidencial en 1964. Lo derrotó Lyndon Johnson, pero, por ser de Arizona, orientó al partido hacia el Oeste y pulió la filosofía del gobierno mínimo. La filosofía que ensayó Reagan y que, curiosamente, aplicó un demócrata como Clinton.
Bush se mira al espejo y se ve como Bush. Infalible. Ejecutivo. El que se atreve, ¿gana? Texas es famoso por sus mansiones, sus magnates petroleros, sus burbujas especulativas y los catálogos de Neiman Marcus. Y es famoso por dos de los tres presidentes considerados republicanos: uno, Nixon; el otro, él. Uno pagó el precio del Watergate; el otro, con el caso Libby, comenzó a pagar otro precio. El precio de Irak, tal vez.
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año no tan bueno para nuevos negocios con la economia actual