Se dobla, pero no se rompe




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Más allá del acercamiento de Vázquez a Bush, los otros países no renunciaron al bloque por sus acuerdos con los EE.UU.

En rigor, Hugo Chávez nunca perdonará a George W. Bush. Sobre todo, desde que denunció que había estado detrás del efímero golpe de Estado de abril de 2002, razón del silencio norteamericano frente a la condena de la Organización de los Estados Americanos (OEA), y que, en realidad, había pretendido deshacerse de él. Liquidarlo. Frente a ello, el primer embajador de los Estados Unidos en Caracas de la era bolivariana, John Maisto, propuso una fórmula conciliadora: reparen en sus manos, no en su boca; es decir, no juzguen sus palabras, sino sus acciones.

Era la única forma de evitar que la confrontación pasara a mayores. El entonces secretario de Estado, Colin Powell, no creía en ello: entendía que la democracia perdía su esencia cuando un líder elegido por el pueblo usaba métodos cercanos a la autocracia. De ahí, su renuencia a aplicar la fórmula de Maisto y su rechazo a admitir la resaca de disgustos que cosechó en la región el aliento de sectores duros de los gobiernos de los Estados Unidos a los regímenes de facto en las décadas del setenta y del ochenta, con su secuela de terror, y al Consenso de Washington en la década del noventa, con su secuela de exclusión.

Más allá de las agresivas relaciones diplomáticas con Venezuela, los Estados Unidos no dejaron de ser su primer socio comercial en América latina: compran alrededor del 70 por ciento de su petróleo. Las transnacionales norteamericanas, a su vez, invierten sin temor en el país caribeño. ¡Chévere! En el Palacio de Miraflores, sede del gobierno, el representante de Chevron-Texaco no recibe menores atenciones que Fidel Castro, Evo Morales, Ollanta Humala o Daniel Ortega.

El Chávez real no es el Chávez mediático. El Chávez real, vestido por una firma italiana que confecciona sus trajes en Nueva York, usa corbatas Pancaldi y Hermés, y relojes Cartier, Boucheron y Rolex; ese Chávez gasta millones en consultoras norteamericanas para mejorar su imagen en Washington. El Chávez mediático luce ropa de color rojo furioso, como su boina de paracaidista y la bandera del Movimiento V República, de modo que la revolución bolivariana tenga un signo de identidad; ese Chávez, aupado por las masas, no vacila en mandar al quinto infierno a Bush cada vez con mayor frecuencia y estridencia.

¿Qué Chávez se coló en el Mercosur y proclamó la muerte de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) por los tratados de libre comercio de Perú y de Colombia con los Estados Unidos? En principio, el mediático. ¿Cómo reaccionó el otro, el real, frente a la posibilidad de que Tabaré Vázquez, huésped de Bush, siga el camino emprendido por Alejandro Toledo y Álvaro Uribe? En Puerto Iguazú, mientras desenredaba la madeja del gas con Morales, Néstor Kirchner y Luiz Inacio Lula da Silva, no emitió juicio. Ni pío dijo, seguro de que la política va por un lado y los negocios van por el otro.

Que Tabaré haya planteado a coro con su par de Paraguay, Nicanor Duarte Frutos, el desprecio de los socios mayores del Mercosur a sus hermanos menores no implicó, al menos en las acciones, que Uruguay las manos tuvieran más fuerza que la boca. Lo denunció desde adentro, no desde la vereda de enfrente. Demasiado alto había subido el tono de la discusión con Kirchner por la instalación de las plantas de celulosa (materia prima del papel) en Fray Bentos.

Tan alto que la Argentina, no satisfecha con las palabras de Tabaré acerca del impacto ambiental de las plantas, recurrió por primera vez en la historia a la Corte Internacional de La Haya. Tan alto que, si de una disputa entre chicos se tratara, ambos, incapaces de resolver el asunto entre ellos, vulneraron el código de convivencia más arraigado del Río de la Plata: se acusaron mutuamente frente al policía de la esquina, el dueño del quiosco que regala caramelos y la gorda que no devuelve las pelotas que caen en su jardín. En el barrio, razones al margen, hubieran sido excomulgados.

¿Le hubiera perdonado Chávez a Toledo, Uribe o Vicente Fox que recurriera a Bush en busca de solidaridad para una disputa personal? Con un discurso más en sintonía con la línea Ricardo Lagos que con la suya, Tabaré se sintió reconfortado con el eco que recogió en Washington. Del Mercosur no se desafilió. A propósito: ¿acaso por fidelidad, o amor, al bloque regional la Argentina de Kirchner renunció a ser socia extra OTAN de los Estados Unidos, el Brasil de Lula se negó a copresidir el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) o el Paraguay de Duarte Frutos temió represalias por haber concedido inmunidad a los marines en su territorio?

El Mercosur se dobla, pero no se rompe. En algún momento, tras la voladura de las Torres Gemelas, los satélites del Pentágono trastabillaron sobre sus ejes y viraron hacia la izquierda. Hacia una presunta, y temible, izquierda. Algunos cientistas políticos, empeñados en crear paradigmas de los estornudos de Vladimir Putin y en seguir la pista de Osama ben Laden en Groenlandia, no acertaron en precisar la fecha, pero convinieron en que el fenómeno estalló por el grito de guerra preventiva de Bush: “Están con nosotros o están contra nosotros”.

Una mala interpretación simultánea hizo pensar a varios líderes de América latina, tan alérgicos al neoliberalismo del cual jamás se desentendieron como al inglés que jamás aprendieron, que aquella frase no era una advertencia, sino una pregunta: “¿Están con nosotros o están contra nosotros?”. Creyeron que debían responder sí o no, como si hubiera sido una elección entre Pepsi o Coca-Cola. Casi todos prefirieron no dañar el orden multilateral, regido por las Naciones Unidas. Enhorabuena.

De México a la Argentina, sin embargo, brotaron como hongos consignas contra los Estados Unidos. No de los pueblos, como antes, sino de los gobiernos. El rechazo encontró fuentes de inspiración en los latigazos permanentes de Chávez contra Bush. El incesante aumento del precio del petróleo favoreció su estrategia de expansión en áreas vitales: la franja andina, apuntalada por su primer discípulo, Morales, y su segundo candidato, Humala, y el Caribe, custodiado por su mentor, Castro, y su tercer ojo, Ortega.

Después de la IV Cumbre de las Américas, realizada en Mar del Plata, Chávez concluyó que era hora de actuar. Show time, se dijo. Lula y Kirchner hallaron en sus petrodólares, en alza gracias a las guerras preventivas, el filón para enderezar sus economías. En su afán de evitar las recetas magistrales del Fondo Monetario Internacional (FMI) no insistieron en convencer a Tabaré. Concluyeron que era más fácil entenderse con Bush, aunque fuera en inglés. El Mercosur no era más que una marca registrada.

Bush, empero, empezó a mostrar síntomas de debilidad por el revival de Vietnam en Irak y por la insoportable levedad de sus dos últimos años de gobierno. En la jerga norteamericana, como un lame duck (pato rengo). El ALCA, desfavorable para el Mercosur, resurgió en los acuerdos bilaterales de los Estados Unidos con México, América Central, Chile, Perú y Colombia. Resurgió y, en cierto modo, repercutió en bloques que alguna vez parecieron ser más compactos que el Muro de Berlín.

Lejos de todo, Bush impuso silencios, u omisiones, en donde la región adquirió rasgos populistas dignos de mediados del siglo XX. Con silencios, u omisiones, celebró en reserva el efímero golpe contra Chávez y con silencios, u omisiones, ignoró las sucesivas crisis que afectaron tanto a los países más pobres, Haití y Bolivia, como a los que se presumían ricos, Brasil y la Argentina.

Lejos de Bush, sin adherir ni condenar a las guerras preventivas, Kirchner pintó a Tabaré como la versión latinoamericana de Mahmoud Ahmadinejad o de Saddam Hussein, aliados de Chávez. Estamos en peligro, pues: Uruguay tiene armas de destrucción masiva, la Argentina atesora petróleo y Brasil, el sexto reservorio de uranio del planeta, realiza pruebas de enriquecimiento en Resende, cerca de Río de Janeiro, pero, a diferencia de Irán, respeta el tratado de no proliferación nuclear, coopera con los inspectores de las Naciones Unidas y no amenaza a sus vecinos. ¿Estamos en peligro? Por fortuna, las manos nunca son más rápidas que la boca.



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