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Francia y Holanda, más allá de las banderías políticas, coincidieron en emitir un poderoso mensaje a sus dirigentes
Tomen nota, muchachos: la gente habla un idioma y ustedes hablan otro. O un dialecto. Si no, el proceso de ratificación de la Constitución europea hubiera sido un aburrido trámite administrativo de compilación de tratados en lugar de la sangría, y la jauría, en la cual terminó en dos de los seis países fundadores de la Unión: Francia y Holanda. En ambos casos, los costos políticos excedieron ampliamente los beneficios de inventario.
Detrás del non francés y del nee holandés afloraron los miedos (en especial, el miedo a la virtual incorporación de un país tan extraño a Europa como Turquía) y, con ellos, los discursos xenófobos de una dirigencia rancia que, en su afán de asustar a la gente con la pérdida de la identidad y de la soberanía, no ha reparado en el presupuesto de violencia. Sobre todo, en un continente marcado desde los atentados de Atocha.
En medio siglo de integración, la Unión Europea sufrió daños colaterales, no, como ahora, un suicidio consensuado. El miedo acompañó todo el proceso. El miedo, en el comienzo, a la expansión de la Unión Soviética, con su régimen autoritario, su economía centralizada y su falta de libertad; de ahí, la construcción de un bloque basado sobre el mercado, el progreso y la generosidad. El miedo, nunca ausente, se trasladó después a la inmigración y la inseguridad, más allá de los cambios culturales. El miedo, pues, flamea con la próspera bandera azul de estrellas doradas: la bandera de la federación del miedo, según José Manuel Durão Barroso, presidente de la Comisión Europea.
El miedo despertó los nacionalismos; llevados a extremos, causantes de las peores tragedias que hemos padecido. Y condujo la mirada hacia el ombligo en detrimento de otro valor de la Unión Europea, la solidaridad. En 1992, el tratado de Maastricht no tuvo mejor acogida que el referéndum de la Constitución, pero no hubo un rechazo tan pronunciado. Es decir, el rechazo en sí, y al sí, no ha sido coyuntural, sino estructural.
En Francia, cuyo mayo del 68, ha sido una negación del orden, la negación del orden, justamente, primó sobre determinados sectores que, por la globalización, quedaron al margen. Entre ellos, el movimiento obrero, absorbido por el modelo republicano de libertad, igualdad y fraternidad después de haber cerrado filas con la patronal.
En ese trance, el discurso sindical cedió espacio frente al discurso político, como en la mayoría de los países desarrollados y no tanto. No hubo más defensa que la preservación del empleo frente al aumento del desempleo. Empleo para los franceses, desde luego, no para los inmigrantes. Frente a la apertura, difuminadas las fronteras, la respuesta no ha sido absurda: non. Por un prejuicio adquirido desde la cuna: a ver si nos invaden los turcos o los marroquíes.
En ese trance, a su vez, los políticos se han distanciado tanto de la gente que no vacilaron en emplear el léxico de la catástrofe: la derecha y la izquierda más radicales, no radicalizadas, han coincidido en hacer campaña por el voto negativo en ambas consultas. En su idioma o en su dialecto, como los otros.
¿Qué ha cambiado? Nada. La Unión Europea no dejó de ser la Unión Europea. Pasó antes. En 1954, la Comunidad Económica del Carbón y del Acero quiso avanzar hacia la ampliación. Los seis miembros fundadores (Francia, Alemania, Holanda, Italia, Bélgica y Luxemburgo) aprobaron el tratado de creación de la Comunidad Europea de Defensa. Después, la Asamblea Nacional francesa dijo que no.
Que no dijo también Dinamarca a Masstricht, en 1992, por una diferencia mínima: 50,7% en contra y 49,3% a favor. Lo aprobó un año después, con un 58 por ciento de los votos, gracias al derecho de no formar parte de la Unión Económica y Monetaria. En 2000, empero, dijo que no al euro. Como Irlanda al tratado de Niza, aprobado en 2000 con el consentimiento escaso de los entonces 15 miembros de la Unión.
Esta vez fue al revés. La Asamblea Nacional francesa había aprobado el 25 de febrero los tratados de la Constitución por 730 votos contra 66. ¿Qué necesidad tenía Jacques Chirac de someterlos a un referéndum? Necesidad de gloria, diría yo, después de haber mostrado músculos frente a Bush antes de la guerra contra Irak. En Alemania, el Bundestag dijo que sí, por 569 votos contra 23, el 12 de mayo; Gerhard Schröder, demolido poco después en las elecciones regionales de Renania del Norte-Westfalia, sabía mejor que nadie que el resultado no iba a ser el mismo en una consulta popular.
Los pueblos europeos no tienen un pasado común, sino un pasado compartido. Fue claro en las sucesivas conmemoraciones del 60° aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial: los rusos decían que comenzó en 1941, dos años después que los británicos y los polacos. En el discurso de Vladimir Putin, el Ejército Rojo libró, y ganó, la Gran Guerra Patriótica que terminó el 9 de mayo de 1945. A los ojos de los lituanos, los estonios y los letones, la victoria no significó liberación alguna, sino la transición de un régimen totalitario a otro.
Suele ser más fácil ponerse de acuerdo sobre el futuro que sobre el pasado. Como no se pusieron de acuerdo sobre el pasado, George W. Bush trazó su versión libre: dijo, desafiando a Putin, que el pacto de Yalta, firmado en 1945 por Franklin Roosevelt, Josef Stalin y Winston Churchill, continuaba la injusta tradición de los acuerdos de Munich y de Molotov-Von Ribbentrop con su secuela de anexión y ocupación soviética de los países del Báltico durante casi medio siglo.
Frente a ello, los europeos no se irritaron. Ni se inmutaron, vamos. No por el juicio de Bush, sino por no haberlo expuesto antes. Por no haber sido alguno de ellos capaz de replantearse su historia en lugar de ceder la palabra, o el privilegio, al presidente de los Estados Unidos. Esa actitud recurrente provocó, entre otros errores, el mayor de los últimos tiempos: no haber resuelto solos, sin la venia y el apoyo norteamericanos, el dilema planteado por la limpieza étnica de Kosovo. Necesitaron un padrino, Bill Clinton, para deshacerse de Slobodan Milosevic, un déspota apañado por Boris Yeltsin.
En el voto negativo de Francia y Holanda, entonces, confluyeron el miedo, la indignación y la impotencia frente a un proyecto común, más que compartido. Proyecto que, por poco estimulante y atractivo, sumió a la gente en la discusión de una prosa legalista y burocrática más práctica que las píldoras para vencer el insomnio.
Entre los políticos, presos de su idioma o de su dialecto, vino la purga: Dominique de Villepin por Jean Pierre Raffarin como primer ministro de Francia, como si Chirac no hubiera tenido nada que ver. Dijo, al menos, que había tomado nota. ¿Tomaron nota ustedes, muchachos? El primer ministro de Holanda, Jan-Peter Balkenende, dijo que había que escuchar a la Europa de los ciudadanos. Es la misma Europa que reprobó la guerra contra Irak frente a las narices de José María Aznar y de Tony Blair, y la misma Europa que ponderó la posición de Chirac y de Schröder. Es la misma Europa cuyos 25 miembros no tienen un idioma ni un dialecto común, sino compartido: en Francia y Holanda no votaron por Europa, precisamente, sino por sí mismos. Dime que no.
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