Cuarteto para trío y orquesta




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Sharon y Abbas, alentados por Bush, acordaron transitar la hoja de ruta, mientras Arafat, desplazado, ponía reparos

Algo demorado, George W. Bush tendió la hoja de ruta sobre la mesa. Hasta el 24 de junio de 2002, a cinco meses de los comicios en los cuales los republicanos iban a alzarse con la mayoría de número en ambas cámaras del Capitolio, no quiso saber nada de Medio Oriente. O, acaso, inmerso en la campaña electoral y en las guerras preventivas, o viceversa, confió en que los asesinatos selectivos ordenados por Ariel Sharon, en respuesta a la intifada (sublevación palestina), podían recortar en forma drástica el poder de Yasser Arafat.

Un escollo, o palo en la rueda, tildado de terrorista por Bush. Relegado en una curva, o en la banquina, de la hoja de ruta por ser sospechoso de apañar a los cabecillas de Hamas, la Jihad Islámica y otras facciones. Responsables de los atentados suicidas contra israelíes desde septiembre de 2000. Responsables, por ello, del pozo profundo (tranquilos, folks, no es de petróleo) en el que cayeron los acuerdos de paz, terminando por Oslo, modelo 1993. Prólogo del apretón de manos, medio forzado, entre Arafat y el finado Yitzhak Rabin en presencia de Bill Clinton.

La última esperanza. U otra oportunidad perdida. Entre bambalinas, Shimon Peres, ministro de Relaciones Exteriores de Israel, y Mahmoud Abbas, vocero del Departamento de Asuntos Exteriores de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), firmaban ese día, 13 de septiembre de 1993, la Declaración de Washington. El destino iba llevar a uno a suceder al entonces primer ministro israelí, asesinado por un extremista que había sido su guardaespaldas, e iba a llevar al otro, convertido en primer ministro de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), a sacar de quicio a su líder histórico.

Abbas, alias Abu Mazen (Abu, padre en árabe; Mazen, el nombre de su primogénito, fallecido de un paro cardíaco en junio de 2002), había sido el arquitecto del lado palestino de Oslo. Es decir, del reconocimiento mutuo de la OLP y del Estado de Israel, así como de la instalación de un poder palestino autónomo en Gaza y en Jericó. Emulo de otros acuerdos, como el suscripto en 1995 en el balneario egipcio Taba y firmado en Washington, llamado Oslo II, por el cual se extendió la autonomía palestina a los núcleos urbanos de Cisjordania y el control a tres zonas de los territorios ocupados en la guerra de 1967.

Chino básico para Bush, renuente a involucrarse, como su padre hasta que tendió el puente después de la primera Guerra del Golfo, y más renuente aún a vincular el conflicto, caracterizado por fanáticos religiosos capaces de inmolarse por la causa, con la voladura de las Torres Gemelas. Hasta que, en tren de recomponer su maltrecha imagen externa, reunió, o juntó, a Sharon y Abbas frente a la mesa en Aqaba, Jordania, la tierra de Lawrence de Arabia, desplegando la hoja de ruta hacia la creación del Estado palestino, en 2005. Aceptada por todos, finalmente.

Obra de un cuarteto (los Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia) para un trío (Bush, Sharon y Abbas) que ha contado con los peores auspicios de Arafat, relegado por primera vez de las negociaciones de paz; de los colonos israelíes, opuestos a la concesión de Sharon de liberar las tierras que ocupan, y de los grupos terroristas, opuestos a la decisión de Abbas de desarmarlos. Otro trío, casualmente, había sellado la suerte de Saddam Hussein en las islas Azores (Bush, Tony Blair y José María Aznar).

Este trío, sin embargo, no impone plazos. Los tiene vencidos: la hoja de ruta establecía, para el 31 de mayo, una declaración inequívoca de la ANP sobre el cese el fuego y el derecho de Israel a existir. Abbas pidió más tiempo. Arafat, al tanto de todo por teléfono, no hizo más que dudar de la palabra de Sharon, empañando el brillo tenue de la cumbre.

De ella Blair, por ejemplo, no quiso sacar lustre de “optimismo instantáneo” después de 32 meses y monedas de violencia. Sobre todo, mientras algunos grupos terroristas palestinos se entrenaban al mismo tiempo con rifles de asalto y morteros en el sur de la Franja de Gaza, proclamándose “mártires a la espera”.

Bajo las narices de Arafat, ausente con aviso frente al ascenso concertado de uno de sus colaboradores dilectos desde que ingresó en Al Fatah, en 1965. Cerca de Jalil al-Wazir (Abu Jihad) y de Salah Jalaf (Abu Iyad), sus lugartenientes. En tareas más relacionadas con la organización, el proselitismo y la tesorería que con los atentados terroristas. No terminó muerto, como ellos, al menos. Ni gozó de popularidad, remiso siempre ante la posibilidad de exagerar con la retórica belicista de los palestinos. Cara a los oídos de las altas cúpulas.

Tan cara como los atentados que coincidieron con los preparativos de la cumbre: dos ataques contra civiles israelíes, en los cuales murieron tres y 17 resultaron heridos, en ocasión del arribo a Medio Oriente del general Anthony Zinni, enviado de Bush, y cuatro ataques simultáneos, en los cuales murieron 34 personas, en ocasión de la visita del secretario de Estado, Colin Powell, a Arabia Saudita; después, a su regreso a Washington, hubo otros en Marruecos contra objetivos judíos y occidentales.

Sometido a fortísimas presiones externas e internas, asediado en su propio cuartel de Ramallah por tanques israelíes, Arafat aceptó dar el paso al costado. Sharon pudo haberlo matarlo, obligado a rendirse o mandado al exilio. En marzo propuso a Abbas como primer ministro, sacándolo de su discreto segundo plano. Estaba en el candelero como su eventual delfín, en realidad, así como Ahmed Qurei (Abu Ala), presidente del Consejo Legislativo de Palestina. Pero quedó él, aprobado puertas afuera por señales de legitimidad. En especial, por su prédica: desmilitarizar la intifada. Cara a los oídos de Sharon y de Bush.

En campaña, en su caso, por reflotar la imagen, deteriorada por sus afanes bélicos y por sus debilidades petroleras. En los Estados Unidos, aunque en el plano doméstico no esté nada mal, Blair goza de mayor popularidad que él, según el Pew Research Center. Otro tanto, no menos previsible, sucede en el mundo árabe: Osama ben Laden es pasión de multitudes, dicta la encuesta, hecha en 30 idiomas en 20 países.

Salvo en Israel, Bush mete miedo. En países aliados como Kuwait más de la mitad de la gente está preocupada por el excesivo poder de los Estados Unidos. Corregido y aumentado por la falta de evidencias sobre el quid de la cuestión en Irak: el paradero del supuesto arsenal de armas químicas. Más aún en países de población musulmana: siete de los 10 sondeados temen que sus líderes corran la suerte, o la desgracia, de Saddam.

De ahí que, después de haber intentado mostrarse conciliador con Jacques Chirac en la cumbre del G-8 realizada en Evian, Francia, la hoja de ruta señala dos caminos para Bush: uno, mejorar el pésimo concepto que tiene en el mundo árabe; el otro, tal vez más importante, exhibir interés en solucionar el dilema de Medio Oriente ante la comunidad judía de los Estados Unidos. Los comicios, en los cuales buscará la reelección, quedan a la vuelta de la esquina: noviembre de 2004.

Tanto Bush como Sharon han aceptado tarde, mal y con enmiendas la hoja de ruta. Que entre los palestinos, empezando por Arafat, tampoco ha generado más entusiasmo que una cita con el dentista. Es el kilómetro cero, empero. De un camino de kilómetros y kilómetros que siempre comienza con el primer paso. Hasta que, toco madera, baja y se pierde.



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