México me atormenta; Buenos Aires me mata




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Fox y Kirchner, asediados por los secuestros, debieron responder con planes urgentes que no figuraban en sus agendas

Por fortuna, América latina está casi libre de pecado: no ha sido blanco de atentados terroristas en más de una década, excepto las voladuras de instituciones judías en Buenos Aires en 1992 y en 1994. Esa circunstancia, auspiciosa por un lado, implica un severo desafío por el otro: la región está fuera de la agenda estratégica de centros de poder que, desde la demolición de las Torres Gemelas, no reparan en otra cosa que no sea la seguridad, más que la defensa.

Debe arreglárselas sola, pues, si de convulsiones internas se trata. En especial, si no afectan a terceros países, como los secuestros extorsivos o, en casos extremos, las guerrillas urbanas. Colombia, con su guerra vitalicia, no ingresa dentro de los cánones del terrorismo internacional, así como Perú con sus resabios de Sendero Luminoso; en la triple frontera, a su vez, no deja de ser un enigma el presunto respaldo que recibirían grupos fundamentalistas.

De ahí, el reto para gobiernos latinoamericanos que no han dado prioridad a la seguridad en sus respectivas gestiones, por más que las tasas de delincuencia hayan ido en aumento. En la Argentina, Néstor Kirchner se vio sorprendido por el reclamo masivo a raíz del siniestro asesinato de Axel Blumberg, el muchacho de 23 años que intentó vanamente escapar de sus captores; en México, Vicente Fox se vio sorprendido por el reclamo masivo a raíz de la tragedia de los hermanos Gutiérrez Moreno, liquidados después de que su familia pagó el rescate.

En ambos casos, con un año en el cargo uno y cuatro años en el cargo el otro, la respuesta ha sido casi la misma: lanzar sendos planes de urgencia con la convicción de que una depuración de las fuerzas de seguridad, cual lavaje de estómago, iba a reportar enormes beneficios en la lucha contra el crimen organizado.

En ello radica el problema, precisamente: en que el crimen está más organizado que los Estados y en que, por más que sean bandas de pocos miembros que actúan en un perímetro aparentemente limitado, en algún momento establecen contacto con organizaciones dedicadas a faenas diversas, como el tráfico de drogas o de armas. La red pasa a ser internacional. Y, con la complicidad de algunos dentro de las fuerzas de seguridad, explosiva. Lo cual no significa que abracen causas terroristas, razón por la cual en América latina mete más miedo una sombra al acecho a cualquier hora que una cara sospechosa en un avión comercial, como en los Estados Unidos, o una mochila olvidada en un vagón de ferrocarril, como en España.

¿Qué es peor? Una situación no es consuelo de la otra, desde luego. Ni empareja realidades: África supo del terrorismo por los atentados contra las embajadas norteamericanas en Kenia y en Tanzania en 1998; los Estados Unidos sucumbieron en 2001; Europa permaneció invicta hasta 2004, y, en el ínterin, con las guerras contra el régimen talibán en Afganistán y contra los bigotes de Saddam en Irak de por medio, Asia no tuvo respiro.

En ese lapso, y aun antes, América latina perseveró en su paradójico afán de no hacerle daño a nadie y de hacerse daño a sí misma. Quedó clavada en la globalización, pero mientras tanto comenzaron a fracasar las fórmulas mágicas. Por ejemplo, el crecimiento económico iba a ser el paraguas de la inestabilidad social. Falso. Al punto que han caído gobiernos por factores sociales, no por indicadores económicos. Y han tambaleado otros por plegarias no atendidas o, por lo menos, no respondidas.

No respondidas, a su vez, han sido las demandas internas de seguridad. Y los reclamos populares, como las movilizaciones surgidas del dolor de Juan Carlos Blumberg, el padre de Axel, o de la impotencia de los mexicanos frente a la tragedia de los Gutiérrez Moreno, se vieron distorsionados o desvirtuados por etiquetas ideológicas. Que uno, con su lágrima fácil, reflotaba el programa de la derecha, mancillada por el gobierno de Kirchner. Que los otros, con sus duelos recurrentes, reflotaban la pelea entre Fox y su mujer, Marta Sahagún, del centroderechista Partido Acción Nacional (PAN), con el alcalde del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, del centroizquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD), para las elecciones presidenciales de 2006.

En México, en donde el gobierno federal invierte 1000 millones de dólares por año en seguridad, López Obrador quedó mal parado: dio la espalda a las 400.000 personas que colmaron el domingo 27 de junio las calles de su propia ciudad, manipuladas, según él, por la derecha, Fox y los medios de comunicación. Una actitud desconcertante, o pueril, capaz de terminar con su carrera política.

Más por ineficacia que por paranoia, detrás de todo reclamo no contemplado por el gobierno de turno aparece ahora en América latina el fantasma de una mano negra vinculada con intereses políticos. Sobre todo, por el único parámetro aceptado como eje de una gestión: la popularidad. En una comida con allegados, López Obrador llegó a admitir: «Si los sondeos me dicen que golpear al presidente Fox me da popularidad, lo hago; si me dicen lo contrario, no lo hago».

Detrás de todo, entonces, prevalece la teoría del complot. En el caso de López Obrador, golpeado por un tesorero que recibía dinero en un video exhibido por televisión; una conjura de Fox, George W. Bush y el ex presidente Carlos Salinas de Gortari, según él. O por René Bejarano, su ex secretario privado y ex jefe de campaña, mientras embolsaba fondos para preservar a un empresario de medio pelo que enlodó a media cúpula del PRD; otra conjura de la derecha, según él. O por la embajadora de España en México, Cristina Barrios, «mentirosa y deshonesta» por haber denunciado el secuestro y el asesinato de cinco empresarios de su país en el Distrito Federal; otra conjura más de la derecha, según él.

La lectura o la mezquindad política ha dejado de lado el problema central: los 438 secuestros por año, según cifras oficiales, o los 3000 que denuncian organismos privados, por los cuales las agencias especializadas en México han incrementado sus ingresos de 800 a 1000 millones de dólares desde 2001 hasta 2004. Período en el cual brotaron como hongos las firmas dedicadas a la protección ciudadana: de 2332 a 5140.

Así y todo, el dilema continúa. Y, a pesar de la promesa de Fox de solucionarlo en un plazo récord de dos meses, no cesa. En particular, en la percepción de la gente, cada vez más asustada con videos espeluznantes en los cuales los secuestradores intiman a las familias con golpes de puño y amenazas contra hijos o padres maniatados.

En todo el mundo hay 10.000 secuestros por año, de los cuales la mayor parte ocurre en Colombia, México y Brasil, según el Centro de Política Exterior (CPE), de Londres. En América latina, el promedio ronda los 22 por día. Cifra engañosa si uno tiene en cuenta que muchos no se denuncian por miedo a las represalias y que, en ocasiones, prevalece la sospecha de la mediación dolosa de las fuerzas de seguridad.

Sobre el terrorismo, clave en la agenda internacional, la encrucijada es otra: ¿cómo deshacerme de ti si no te tengo? En otras palabras, ¿cómo deshacerme de un flagelo que, por fortuna, no me afecta si no puedo deshacerme de otro que, por desgracia, no sé cómo enfrentar?



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