Rutas palestinas




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La violencia desatada en los países árabes llevó a Bush a advertir que la guerra contra el terrorismo continúa

Indicios, o sospechas, había. Colin Powell, empero, decidió seguir viaje. O la hoja de ruta, otro ensayo de paz para Medio Oriente. En Riad, Arabia Saudita, estallaron las bombas. No de estruendo. Ni de bienvenida. De terror: en el filo entre el lunes y el martes dejó huella Al-Qaeda de su supervivencia a los bombardeos en Afganistán. Siete muertos, sobre un saldo lamentable de más de 30 en tres atentados simultáneos contra barrios residenciales, eran norteamericanos. Otros 40 muertos, o más, iban a cobrar, cuatro días después, ataques simultáneos de igual estofa contra blancos occidentales en Casablanca, Marruecos, firme aliado de la coalición que derrocó a Saddam.

Entre los escombros quedaban los mensajes. O las advertencias: rechazo a la guerra, y la posguerra, en Irak; oposición a la política de doble rasero (de contentar a unos y otros) de la casa real saudita, en particular, y de los gobiernos árabes, en general, y reivindicación de la causa palestina (abrazada por Ben Laden después de la voladura de las Torres Gemelas) frente a los asesinatos selectivos de Sharon.

Tomó nota Bush, consternado. La guerra continúa, dijo. Sin recordar, quizá, que él mismo había dictado, y firmado, el acta de defunción de Al-Qaeda. Y de Ben Laden. Y, también, de Saddam, intimando al líder de Siria, Bashar al-Assad, a cooperar con la causa. Plazo, 24 horas. En especial, después de haber tildado a su país de “nación forajida” y de “Estado terrorista” por apañar a Hezbollah, en el sur del Líbano, y a la Jihad Islámica, en el centro de Damasco.

Repuso Dick Cheney, el vicepresidente: la única forma de afrontar esa amenaza es exterminándola. Sobre todo, si corren algún riesgo los pozos de petróleo, aclaremos. Area sensible de un gobierno sensible. Que, en su afán aparente de exportar democracia al mundo árabe, mete miedo. Y exalta los ánimos, y los odios, en clases medias más acostumbradas a ver por televisión los entierros de los llamados mártires palestinos, entre mujeres de luto y máscaras de Hamas, que las miserias que, en nombre de Alá, provocan en Israel. O las réplicas de las tropas norteamericanas contra aquellos que se resisten a la ocupación de Irak.

Alerta, pues: con la democracia, despojada de su poder de seducción, se come y se educa. Un médico a la derecha, por favor: 15 de los 19 suicidas del 11 de septiembre eran de origen saudita. Powell, con su accidentada visita a Riad, quiso dejar en claro que el gobierno del príncipe heredero Abdullah, gobernante de facto desde el derrame cerebral del rey Fahd en 1995, ha colaborado poco y nada con la causa. Como Siria. E Irán, uno de los ejes del mal.

Persuadidos todos de la suerte, o de la muerte, de Saddam. Un cadáver político que, con sus flirteos con unos y con otros, ha contribuido a su propio funeral, desnudando la trama del doble mensaje por el cual los terroristas peligrosos, señalados por Bush, no son más que jóvenes descarriados, a los ojos de los gobiernos árabes, y los asesinatos selectivos, ordenados por Sharon, no son más que las respuestas inequívocas a las agresiones permanentes.

Vivo retrato detrás del cual los Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia han trazado, el 30 de diciembre de 2002, la hoja de ruta. Llena de peajes hasta 2005, plazo para la creación del demorado Estado palestino. Sin Arafat, excluido por Bush y Sharon a pesar de los reclamos de Javier Solana, alto representante de la política exterior europea, por sus silencios recurrentes desde que se reanudó la intifada (sublevación palestina). Con Mahmud Abbas, alias Abu Mazen, primer ministro de la Autoridad Nacional Palestina, aparentemente más dispuesto que él a sellar la paz.

O, por añadidura, las concesiones. Para las cuales, en principio, necesita legitimidad interna. Punto flojo, sin embargo. Por el cual trastabilló  Arafat, en circunstancias parecidas, como correlato de la primera Guerra del Golfo, en 1991. Más de una década después, con atentados terroristas cada vez más enfocados contra los Estados Unidos desde el intento frustrado de demoler las Torres Gemelas en 1993, la presión de Blair con tal de resolverlo, no tanto de Bush, choca contra las suspicacias.

Asimiladas por los gobiernos árabes, tan cerca de Arafat como en su momento de Saddam, como una amenaza de ocupación, o de sometimiento, después de Irak. Semilla del discurso agresivo, y sofocante, de Ben Laden en contra de los infieles, dándole la razón a la sinrazón. Es decir, al choque de las civilizaciones dictado, y afirmado, por Huntington.

Reprobado por Bush, pero galvanizado por Cheney y Rumsfeld con tal de llevar hasta las últimas consecuencias la doctrina de seguridad nacional, o de la guerra preventiva, de modo de mantener a raya a los gobiernos que no hacen lo que digo ni lo que hago. Ni pueden, o quieren, contra las bandas terroristas que, como Al-Qaeda, osan recibir a Powell con bombas, no de estruendo ni de bienvenida, mientras Mazen, a su vez, goza de simpatía cero, como la tolerancia, entre los cabecillas de Hamas y de los Mártires de Al-Aqsa (rama de Al-Fatah, la organización política de Arafat).

Menudo dilema en las curvas de la hoja de ruta, negociada a la sombra de atentados terroristas y asesinatos selectivos. Exaltados los odios, y los ánimos, ante las cavilaciones de Sharon, inclusive, antes de asumir  márgenes de riesgo en las banquinas. Emergente de las elecciones anticipadas en enero, de modo de contar con la legitimidad de la que, entre los palestinos, carece Mazen. Que no han logrado acallar, por ejemplo, a Netanyahu, renuente a los acuerdos de paz desde que era primer ministro.

Arrasados, esos acuerdos, por la violencia instaurada, e instalada, como idioma común desde septiembre de 2000. ¿Cómo discute una democracia fortalecida, a pesar de sus rencillas domésticas, con una autoridad constituida sin respaldo popular? Arafat, por más que no sea el que fue o el que quiso ser, ha sido desplazado por obra y gracia de Bush y Sharon.

Vocación de apaciguar los ánimos, y los odios, no tiene. ¿La tienen Bush y Sharon? Los árabes dudan. De uno escuchan democracia y entienden petróleo; del otro escuchan paz y entienden guerra. En uno vislumbran parcialidad hacia el otro. Y viceversa. Hasta la princesa Haifa al-Faisal, esposa del embajador saudita en Washington, ha sido acusada de haber ayudado sin saberlo a los terroristas del 11 de septiembre.

Asediado Powell, en su prédica occidental y cristiana, por valores religiosos y políticos extraños. Diferentes, sólo en Riad, por la influencia de ulemas wahabíes (uno de los grupos más estrictos del islam) en la casa real. Reticentes a aceptar la medicina occidental, democracia en el vademécum, como cura de todos los males mientras ven por televisión la guerra santa, presente en sus oraciones. Más propensos a rezar por Arafat que por Mazen en coincidencia con el disenso entre los Estados Unidos y la Unión Europea. A causa de Irak, casualmente, como los atentados en Marruecos. En marcha, no obstante ello, con una hoja de ruta tan errática como las sospechas, o los indicios, de la guerra dentro de la guerra. Que continúa, según Bush, como un camino largo que baja, y se pierde, hacia la intifada, globalizada.



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