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El eje del debate, más allá de las causas, pasa por la legitimidad de quienes imparten justicia, empezando por los Estados
Entonces, ¿la tortura es legal? Menudo dilema para el presidente de la guerra, como se definió a sí mismo George W. Bush, y una sociedad, la norteamericana, apegada a las leyes y el derecho. Menudo dilema, también, para los gobiernos que creyeron en las razones de la guerra y los gobiernos que no creyeron en ellas: con las excepciones de España y Grecia, la Europa ampliada reprobó en sus primeras elecciones parlamentarias a los partidos de Tony Blair, Silvio Berlusconi, Jacques Chirac y Gerhard Schröder. Linchados resultaron todos, como los alcaldes que han sido asesinados en los pueblos aymaras de Bolivia y Perú por causas diferentes.
Menudo dilema, pues: ¿la tortura es legal? Si de elecciones se trata, sí, parece, cual castigo frente a políticas domésticas no necesariamente vinculadas con la suerte de Saddam ni con los ritos bárbaros de Al-Qaeda, los carceleros de Abu Grhaib o los indígenas del Altiplano. Es legal y, como la guerra, es preventiva la tortura: es, en definitiva, una vacuna contra el terrorismo, según un manual de la CIA editado en 1983 y actualizado en 2002. Que desde 1987 rija la Convención contra la Tortura, y que los Estados Unidos sean sus signatarios, no concierne al presidente de la guerra. De la nueva guerra, en realidad, batida a duelo con otro dilema: la legitimidad.
La mayoría de los europeos de a pie rechazó la guerra antes de que fuera declarada: en la España de José María Aznar, en la Gran Bretaña de Blair y en la Italia de Berlusconi en vano gritaron más alto que sus líderes con tal de que no cometieran el error de invadir Irak mientras, del otro lado del Atlántico, otra mayoría, tan apegada al derecho y las leyes como ellos, extendía un cheque en blanco al presidente de la guerra. El límite no era la legitimidad, sino la oportunidad, más allá del derecho y de las instituciones internacionales. Que por algo existen.
Existían, perdón, hasta que el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, admitió que hay detenidos fantasmas, miembros de Al-Qaeda y del régimen taliban exentos de los beneficios de las convenciones de Ginebra, como la asistencia de la Cruz Roja, y hasta que Richard Perle, director del Consejo de Defensa de los Estados Unidos, proclamó: «Gracias a Dios, las Naciones Unidas han muerto». Gracias a Dios, y agrego a todos los santos, no han muerto del todo. Ni han muerto del todo las impresiones de Francis Fukuyama sobre el final de la historia como correlato de la Guerra Fría.
Las democracias liberales iban a vivir en armonía relativa. La lucha antiterrorista con métodos terroristas, empero, ha equiparado Estados nacionales con grupos marginales. El degüello de civiles norteamericanos vino a ser la represalia por la tortura de prisioneros iraquíes y, salvando las distancias, la justicia comunitaria en el Altiplano vino a ser la represalia por la injusticia social.
Frente a ello, en un mundo guiado por uno solo, aquellos que debían ser sus socios han comenzado a dudar por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial de la legitimidad y de la legalidad de los Estados Unidos, por más que el presidente de la guerra sea una mera circunstancia política en un momento determinado de la historia. Un demócrata como Al Gore o como John Kerry pudo haber calzado sus botas: hubiera actuado del mismo modo frente a la indignación de una sociedad apegada a las leyes y el derecho que, de pronto, se vio vulnerada por los atentados.
El liderazgo norteamericano hasta Bush era aceptado por los europeos al margen de las discrepancias transatlánticas sobre el carácter, la cultura, el chicle y las hamburguesas. O por la renuencia frecuente a aceptar las reglas del derecho internacional que ellos mismos ayudaron a redactar y de las instituciones internacionales que ellos mismos ayudaron a crear.
En más de medio siglo, las Naciones Unidas, empezando por su Consejo de Seguridad, tuvieron tanta injerencia en los sucesivos gobiernos europeos como el sermón del domingo en la vida de un agnóstico. Tampoco tuvieron injerencia en los sucesivos gobiernos norteamericanos, propensos a declarar guerras sin permiso, como los otros, y a promover intervenciones militares y derrocamientos clandestinos de regímenes de apariencia ilegítima en países subdesarrollados.
En esos casos primó la tortura como método antiterrorista. A diferencia de Irak, impartida por nativos, fueran militares o civiles. Mano de obra desocupada, después, que, con tanto conocimiento adquirido, en algo debió ocuparse cuando Fukuyama creyó oportuno evangelizar la democracia liberal, despojándola de replanteos sobre sí misma. Había espacio para conflictos dentro de Occidente y para roces con otras culturas, no para evaluar entre la espada y la pared una disyuntiva tan básica como la civilización (lo legal y lo legítimo) o la barbarie (la tortura, el degüello y el linchamiento).
¿La tortura es legal?, insisto. Sí, parece, pero debemos cuidar las formas. Y condenar a soldados sin instrucción que, fieles al manual de la CIA, aterraban a los prisioneros de Abu Grhaib, así como a los criminales de Al-Qaeda que degollaron a civiles y los aymaras que molieron a palos y pedradas a alcaldes presuntamente corruptos en pueblos dejados a la buena de Dios.
Sin Guerra Fría ni amenaza totalitaria, el paradigma debía cambiar. El liderazgo norteamericano necesitaba una baza más firme que la democracia política y el liberalismo económico por puro contagio. La seguridad, quebrantada por los atentados terroristas, pasó a ser un dilema más urgente que la legitimidad y la legalidad.
Libres de pecado no están los gobiernos europeos, hayan creído en las razones de la guerra o no. En los noventa no supieron arreglárselas en los Balcanes y, después, necesitaron colaboración para ampliar sus fronteras. Desde la Segunda Guerra Mundial no han podido solos: de los Estados Unidos dependieron para anexar países en Europa Central y Oriental.
«La mente liberal moderna se siente ultrajada ante la idea de que la única potencia mundial pueda actuar sin otra restricción que su propio sentido de autocontención –esgrime el gurú neoconservador Robert Kagan–. No importa cuántas habilidades diplomáticas pueda tener un presidente de los Estados Unidos, el espíritu de la democracia liberal retrocede ante la idea de una dominación hegemónica, aun cuando ésta se ejerza para bien.»
Para bien o para mal, la guerra contra Irak, en la cual falso ha sido el enemigo y falsa ha sido la victoria, promovió el dilema. Tan legal es la tortura como justificar el fin (intervenir un Estado soberano sin razones válidas) y justificar los medios (sumar aliados en gobiernos capaces de arriesgar su capital político). Ni el fin justifica los medios, ni los medios justifican el fin. Sobre todo, si el imperio del bien emula con ritos bárbaros al eje del mal. Y termina envuelto en una guerra sucia al margen de la ley.
¿Es legal la tortura?, entonces. Menudo dilema. Como el dilema usual en América latina: tememos más a la policía que a los asaltantes y, por ello, o por un rechazo casi patológico al derecho y las instituciones, nos horrorizamos frente al linchamiento de alcaldes corruptos, pero en el fondo, y en secreto, como en la era de las dictaduras, pensamos que algo habrán hecho para merecer el castigo. En el ideario popular nos traiciona el pequeño enano pinochetista, peleado a muerte con la humanidad que nos queda.
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