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El retiro de las tropas de Irak responde a los deseos de los españoles, pero también responde a los del terrorismo
Hubo un tiempo en el que había tiempo. Tiempo para asimilar nuevas realidades. Nuevos paradigmas, sobre todo. Como la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989. Desde entonces, o desde la disolución de la Unión Soviética, en 1991, transcurrió la llamada década boba. Hasta el 11 de septiembre de 2001, más allá de conflictos, guerras, violencia, corrupción, mentiras e injusticias, la premisa era la metáfora de Francis Yukuyama: el fin de la historia. Es decir, la expansión global de la democracia política y de la libertad económica.
Había tiempo, en ese tiempo, para asimilar neologismos absurdos como limpiezas étnicas, bombardeos higiénicos y daños colaterales. No imperaba todavía una jihad, o una guerra santa, en la cual, dos guerras preventivas después de la voladura de las Torres Gemelas, el margen de maniobra frente al terrorismo iba a hacerse estrecho, cual callejón hacia el suburbio de la duda.
Tan estrecho iba a hacerse ese margen, o ese callejón, que, como consecuencia de otra fecha clave, el 11 de marzo de 2004, un gobierno que no supo administrar la crisis derivada de los atentados en cadena contra su red ferroviaria pagó en 72 horas un costo no adquirido en ocho años de gestión: 202 muertos por haber denostado el rechazo popular a participar de la cruzada de los Estados Unidos y de Gran Bretaña contra el régimen de Saddam Hussein.
En las 72 horas siguientes, José Luis Rodríguez Zapatero, elegido sorpresivamente presidente de España, asumió, a su vez, otro costo. Un costo heredado, tal vez, por el impacto de los atentados: la promesa de repatriar el 30 de junio a los soldados de su país destinados a Irak, en tanto no medie un mandato del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, dejando a su merced a las tropas hondureñas, salvadoreñas, nicaragüenses y dominicanas que están bajo sus órdenes en la Brigada Plus Ultra.
Era la respuesta que esperaba la gente después del horror en Madrid. ¿Era la respuesta adecuada? Era la respuesta que esperaba, también, Al-Qaeda. Tal ha sido el afán de Zapatero de poner taco y media suela sobre las narices de José María Aznar que hasta el rival de George W. Bush en las elecciones de noviembre, John Kerry, le pidió prudencia. Que recapacitara, de modo de no ceder ante las demandas explosivas y brutales del terrorismo.
En esas 72 horas, en las cuales tampoco hubo tiempo para asimilar el nuevo paradigma, estalló un hotel en Bagdad. Y murieron civiles extranjeros. Horas después, en vísperas del primer aniversario de la guerra, se sucedieron otros atentados. Hasta ese momento, cual rutina, estaban dirigidos a blancos más o menos precisos.
Quizá la ira desatada, correlato de la masacre en Madrid, haya sido, como cualquier acción terrorista, una forma poco elegante de desvirtuar la convicción de Bush de un mundo más seguro gracias a la invasión y, en forma coincidente, de dar una lección a aquellos infieles que, como los españoles, han tolerado y alentado el caos bajo el bigote tupido de Saddam.
En un tiempo con tiempo escaso, o sin él, las elecciones de España, agendadas antes de los descarrilamientos, depararon dos vertientes: una, que ganó Al-Qaeda, doblegando al Partido Popular de Aznar, y la otra, que ganó la democracia, convocando multitudes a las urnas como una expresión de rechazo al vano intento del gobierno de retacear la información. Flaco favor para Mariano Rajoy, favorito en las vísperas, al que contribuyó él mismo cuando tachó de antidemocrático el reclamo de la gente por conocer la verdad. Un reclamo surgido de correos electrónicos y de mensajes telefónicos, no de una convocatoria política, frente a la vana insistencia de acusar a ETA y perjudicar a los socialistas de Zapatero.
La grandeza de la democracia no se basa sólo sobre la posibilidad de elegir gobiernos, sino, también, sobre la posibilidad de amonestarlos. Vamos mal, empero, si una masacre deriva en un cambio de gobierno. Más aún si el nuevo gobierno anuncia al día siguiente de la victoria que cede, en el fondo, ante el chantaje del terrorismo. Ergo, retira a las tropas de Irak.
¿Ganó Al-Qaeda, entonces? Perdió Aznar por haber actuado solo, casi a ciegas, frente a su gente y frente a socios tan caros de la Unión Europea como Francia y Alemania. Y perdió el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas; en esta ocasión, por haber rubricado una resolución precipitada, y errónea, en la cual compró la tesis gubernamental de la autoría de ETA. Otro error en un tiempo sin tiempo en el cual su tiempo quedó detenido en el tiempo.
El tiempo pareció no transcurrir para Zapatero, sin embargo. Habló de un gobierno de cambio; Cambio era, precisamente, el programa de Felipe González, formado en la escuela socialdemócrata del italiano Pietro Nenni, del sueco Olof Palme y del alemán Willy Brandt.
Habló Zapatero, también, de recomponer las relaciones con Alemania y con Francia mientras los otros socios europeos de Bush están en apuros: Blair, tocado por el manejo de la información de inteligencia con la cual quiso justificar la guerra, y Silvio Berlusconi, jaqueado por problemas económicos y legales domésticos, más allá de los temores de ambos por eventuales represalias en sus respectivos países.
En el tiempo de González, manchado su gobierno por señales de corrupción, manchado el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) por el escándalo de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), su fervor antiatlantista trocó en paciencia atlantista. En 1991 participó de la primera Guerra del Golfo. Antes había dado el gran paso: integrar a España, adoptando como Norte el europeísmo quebrado por Aznar. De Helmut Kohl obtuvo la bendición por haber apoyado la reunificación de Alemania, herramienta utilizada para negociar ayudas y subvenciones de la Unión Europea.
En el tiempo de Zapatero, las circunstancias son otras. Al-Qaeda dejó en España su macabra tarjeta de visita en Europa. No era ETA, pues. Era un indicio de otros indicios. En 1985, una bomba detonó en un restaurante cercano a una base militar de los Estados Unidos en Torrejón; mató a 18 personas e hirió a otras 100. Reivindicó el atentado el misterioso grupo Jihad. A secas, Jihad, no Jihad Islámica. Estaba dirigido a soldados norteamericanos, no a civiles españoles.
En los noventa, células de grupos islámicos comenzaron a trasladarse a Gran Bretaña, Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Holanda y España. Desde esos países procuraron deslegitimar al régimen militar de Argelia. Detrás de ellos estaba Osama ben Laden, padrino del Grupo Islámico Armado (GIA). Algunos de sus miembros pasaron después por los campos de entrenamiento de Al-Qaeda en Sudán.
En 1997 hubo una crisis entre ellos y nació el Grupo Salafista por la Predicación y el Combate (GSPC), vinculado a Al-Qaeda. En Europa, en espera de un timbrazo, hallaban refugio en forma discreta. Dos meses antes de los atentados en Nueva York viajó a España uno de sus mentores, Mohamed Atta, sin motivo aparente. Aún transcurría el tiempo en el que había tiempo.
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