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En el gobierno norteamericano despertó tanta ilusión la intervención en Haití como un tratamiento de conducto. Frente al slogan demócrata ABB (Anybody But Bush, cualquiera menos Bush), otro desplazamiento de tropas, sin indicios de terrorismo ni de petróleo, lejos estaba de ser una prioridad. Era, más que todo, un compromiso ineludible por la cercanía geográfica frente a la incapacidad de Aristide de sofocar el caos hasta las elecciones de noviembre. De ahí, la elegante invitación de Powell: te vas o te matan.
Au revoir, Aristide, por segunda vez en su historia, rumbo a un exilio menos dorado que Nueva York en los noventa. Pagó el precio de haber hecho trampa en las elecciones de 2000 con la moneda más corriente de las democracias latinoamericanas: la abrupta interrupción de los períodos presidenciales frente a la impotencia de instituciones débiles, como los congresos y los tribunales, para contener insurrecciones populares. En boca de otro ex, Sánchez de Lozada, el precio del neoparlamentarismo. Expresado, en la Argentina de De la Rúa, con las cacerolas batientes y, cual bis, la violencia.
Dos mil marines en Haití, con otros tantos efectivos franceses, canadienses, australianos y chilenos, tardíos cascos blancos argentinos (después de algunas vacilaciones) y elocuentes promesas brasileñas han reforzado las prevenciones contra el peor correlato para Bush: una crisis de refugiados en Florida, como el Marielito cubano de 1980 con Carter en la Casa Blanca, en momentos en que la política de inmigración norteamericana es tan simpática como un dolor de muelas a las tres de la mañana. Pero, al mismo tiempo, distrajeron su atención de un problema tan odioso como una cita de urgencia con el dentista a esa hora: impedir que el nuevo JFK (John Forbes Kerry), católico de Massachusetts como Kennedy, hilvane un discurso más sólido que el latiguillo ABB.
En Irak, no en Haití, la política de ocupación norteamericana, después de haber librado una guerra con excusas más débiles que un hilo dental y de haber empeñado la firma en contratos de reconstrucción del país y de explotación de recursos antes de tirar el primer misil, consiste en una fórmula más o menos explícita: me duele si me quedo y me muero si me voy.
En Haití no hay rédito; en Irak no hay salida. Las tropas norteamericanas deben custodiar el tránsito hacia una democracia flaca, tres cuartos de cogote, después de haber extirpado de raíz el unicato de Saddam, y proclamar al mismo tiempo el propósito de una pronta retirada. Utópica, por ahora. En especial, si la mano negra de Al-Qaeda ha estado detrás de los atentados del Día de la Ashura (en memoria del asesinato del imán Hussein, nieto de Mahoma) en santuarios de Bagdad y de Kerbala, así como en Queta, Paquistán, en los cuales hubo más de 200 muertos. Chiitas, casi todos.
La rivalidad étnica con los sunnitas abona aún más la fórmula: solos no pueden. Y abona, a su vez, la respuesta de Bush a la cruzada de posguerra de Kerry después de haber apoyado la guerra, como senador, en el Capitolio.
¿Era más fácil hallar agua en Marte que armas en Irak? Seguramente, pero, como están las cosas, ni otro JFK en la Casa Blanca ordenaría el regreso de las tropas en tanto no haya un mínimo de seguridad para los inversores. Y para los iraquíes, desde luego. Una decisión de ese tipo sería tildada de fracaso, como Vietnam.
Con el estigma cargan todos. Y no ha habido demócrata norteño capaz de ganar las elecciones desde Kennedy en 1960. Sólo han llegado a ser presidentes Carter y Clinton, demócratas sureños. No por el acento, sino porque ambos, entre otros atributos, supieron captar el voto de los negros (no necesariamente emparentados con Aristide) y de una clase media que, descendiente de inmigrantes que arribaron en el siglo XX, no de próceres de la Guerra de Secesión, ha ido trasladándose hacia los polos industriales del Sur. Atlanta, entre ellos.
Kerry arrasó con los sureños John Edwards y Wesley Clark en las primarias. Y arrasó, también, con el favorito, Howard Dean. El favorito y, también, el osado: el único que sacó partido del clima antibélico y convenció a muchos, no a los suficientes, de que la crítica contra la política antiterrorista de Bush no era una traición a la patria ni una adhesión al terrorismo. Lo resumió en las siglas ABB.
Los republicanos escogieron, mientras tanto, la ciudad de Nueva York para su convención partidaria. Pensaban que Bush iba a coronar los márgenes de popularidad que alcanzó después de los atentados contra las Torres Gemelas. Ya no están tan seguros. Ni están tan seguros de que todo gire alrededor de la seguridad después de haber soslayado cuestiones caras a la izquierda norteamericana (los liberals, con los cuales comulga Kerry), como la educación, la atención social, la igualdad de derechos o el medio ambiente.
Cuestiones, todas ellas, no debidamente atendidas desde el 11 de septiembre. Desde que gobierna Bush, en realidad. Del ABB, remozado desde el supermartes, se ha apoderado por un rato Kerry, reflotando el ala progresista de su partido en desmedro de los centristas de Clinton (representados en las primarias por el general Clark).
En el medio persiste el discurso moral entre el bien y el mal, de trasfondo religioso, que cala como un implante en las encías de los conservadores norteamericanos. Siempre han estado más pendientes de la seguridad que de otros asuntos. Y han hallado su razón de ser en los atentados de 2001, circunstancia dramática, inusual e inaudita por la cual el antídoto militar, comenzando con Afganistán, reemplazó a la receta diplomática, terminando con las Naciones Unidas.
En el ideario demócrata, la seguridad refiere políticas contra el desempleo, el analfabetismo, la destrucción del medio ambiente, la desigualdad, las epidemias y la desnutrición. No contempla, por falta de precedente, la réplica frente a una agresión en territorio propio, sino, a lo sumo, las intervenciones dispuestas por Clinton en Haití, echándole el primer salvavidas a Aristide, y en Kosovo, echándole la primera ancla a la Unión Europea.
La nueva intervención en Haití ha molestado a Bush como una caries, pero terminó reportándole beneficios inesperados: coincidió con una resolución del Consejo de Seguridad, con una súbita recomposición de las relaciones con Chirac y con un virtual acuerdo con Schröder para la transición hacia la democracia en Irak bajo el paraguas de las Naciones Unidas.
De Haití, no de Irak, los marines saldrán cuanto antes. Sobre todo, porque, como ocurre en cada sitio que pisan, las señales de una virtual invasión terminan provocando iras en la gente. Les pasó a los franceses en Argelia y a los británicos en la India, entre otros episodios. Nos pasa a todos, creo yo, en el consultorio del dentista.
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