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La ruptura del bipartidismo tradicional no data del referéndum del domingo, sino de los últimos comicios presidenciales
En las democracias europeas, la derecha y la izquierda tienen identidades definidas, o perfiladas, desde la caída del Muro de Berlín. En ellas, la derecha libra las decisiones a la lógica de los factores de poder y rechaza las intervenciones estatales; la izquierda, a su vez, libra las decisiones a los reclamos de los actores sociales, rehusándose a aceptar la lógica de los factores de poder, y promueve, desde el Estado, la justicia y la igualdad.
¿En qué disienten la derecha y la izquierda frente a estos trazos (gruesos, desde luego)? En leyes migratorias, a veces; laborales, otras; impositivas, otras. ¿En qué más? Sobre todo, en el molde sobre el cual pretenden construir la Unión Europea, procurando una cuota de equilibrio social frente a la apertura de las economías. La discusión no pasa por la inclinación hacia un proyecto o el otro, sino por la búsqueda de ese equilibrio frente a un espectador, o un socio con participación en la alianza atlántica (OTAN), que preserva el centro del pensamiento liberal: los Estados Unidos.
No tan maduros en su contenido, en las democracias latinoamericanas abrevan los intereses de la derecha y de la izquierda con letra y música europeas, más que norteamericanas. Sin rasgos tan definidos, o perfilados, sin embargo, razón por la cual un socialista como Ricardo Lagos está más a la derecha que un peronista como Néstor Kirchner, un sindicalista como Lula o un militar como Hugo Chávez. En el ideario popular, no obstante ello, están a la izquierda. O, definitivamente, son de izquierda.
Los orígenes políticos de los líderes no influyen tanto como las circunstancias. Y las circunstancias, en coincidencia con el severo rechazo de la gente al Consenso de Washington (reformas de los años noventa, resumidas en privatizaciones), se traducen, desde la crisis argentina, en desconfianza. En desconfianza, en especial, hacia los factores de poder.
En Uruguay, esos factores de poder iban a ser, por medio de inversiones extranjeras, capaces de oxigenar y de reactivar la Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland (Ancap), monopolio estatal de importación, exportación y refinamiento del crudo y de exportación de sus derivados desde 1931, que atesora deudas e incertidumbres.
La privatización parcial de Ancap, más allá de que el Estado preservara la mayoría accionaria con una compañía paralela que iba a planificar su futuro, provocó pavor. Seis de cada 10 uruguayos dijeron que no a la ley derogatoria, sometida a juicio de la ciudadanía por un recurso constitucional que consiste en la recolección de firmas (un cuarto de los habilitados para votar) antes de que se cumpla un año de su aprobación. En términos políticos, seis de cada 10 uruguayos dijeron que sí a Tabaré Vázquez, líder del izquierdista Encuentro Progresista-Frente Amplio (EP-FA), cual plebiscito para el gobierno de Jorge Batlle casi un año antes de las elecciones presidenciales, previstas para el último domingo de octubre de 2004.
En principio, no ha sido un desvío de ruta, sino una demora: en 2006, por el estándar de libre tránsito del Mercosur, no habrá monopolios como Ancap. Los opositores a la ley, victoriosos en el referéndum del domingo, reunieron 640.000 firmas. Muchas firmas, digamos. Que hicieron a priori vanas las campañas de los ex presidentes Julio María Sanguinetti, colorado, y Luis Lacalle, blanco, intentando no quedar pegados a Batlle, colorado, por causas de fuerza mayor. O de preservación política.
Vázquez, derrotado en 1994 por Sanguinetti y en 1999 por Batlle (esa vez, por un súbito acuerdo entre colorados y blancos, los partidos tradicionales, en la segunda vuelta), rechazó la virtual privatización o venta de Ancap, pero no se ha mostrado reacio a una asociación con capitales privados. Tres de sus senadores habían sido partícipes de la redacción de la ley, considerada algo así como la dilapidación del patrimonio nacional en la campaña previa. El debate, pues, volverá al parlamento en un círculo vicioso a plazo fijo. Y dale que va.
¿Era votar contra la ley o era votar contra el gobierno? Un candidato en potencia, a menos de un año de las elecciones, no iba a desaprovechar la oportunidad de medir el pulso, o su pulso, aquilatando el 40 por ciento de los votos que obtuvo en 1999 con márgenes de popularidad que no han variado sustancialmente en cuatro años de recesión con un aumento sustancial, y temible, del desempleo.
La señal hacia el mundo ha sido otra cosa: Uruguay desalienta las inversiones. Alienta, en realidad, a los vecinos de la otra orilla cercanos al proyecto de Vázquez que se aprestaron a celebrar el sabor del Encuentro. O de un eventual triunfo en las elecciones de 2004, tejiendo de ese modo una malla supuestamente afín con Kirchner, Lula, Lagos, Nicanor Duarte Frutos en Paraguay y, en tren de agrupar gobiernos nacionales y populares, Evo Morales en Bolivia. Y dale que va, también, hasta Chávez en Venezuela y Lucio Gutiérrez en Ecuador, deshaciéndose de la vieja guardia en la cual han encasillado a Batlle por los reparos que puso, por ejemplo, para la incorporación de Venezuela en el Mercosur.
Antes del referéndum, mientras las encuestas bendecían a Vázquez, todo indicaba que una victoria por más de un 50 por ciento, más allá del desgaste natural en la carrera hacia las elecciones de 2004, iba a echar por tierra las aspiraciones de colorados y blancos. Más de un 60 por ciento ha confirmado ahora que la derrota del bipartidismo no data del domingo, sino de 1999, y que la tendencia hacia la izquierda, con sus matices en cada país, no es un fenómeno sobrenatural en América latina.
Es la respuesta, si se quiere, a los sondeos de opinión que vienen advirtiendo sobre la desconfianza hacia las recetas de los noventa (o hacia los factores de poder) y hacia los políticos tradicionales. Sin que ello signifique el descrédito de los partidos en sí: el Frente Amplio está consolidado desde antes de que Vázquez ganara la intendencia de Montevideo, en 1989.
¿Que se vayan todos? En la Argentina, la condena a los políticos no ha inhibido a algunos (señalados en protestas públicas como responsables de la crisis) para insistir en brindar servicios al país: han reincidido como legisladores. Volvieron todos, pues.
Con casi un año de Lula en Brasil y casi siete meses de Kirchner en la Argentina, el Consenso de Buenos Aires, fina crítica del Consenso de Washington, se ha visto fortalecido, en cierto modo, por los reveses de los proyectos norteamericanos en las cumbres de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en Cancún y del Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en Miami, revitalizando el multilateralismo vía Naciones Unidas y las relaciones extracontinentales con Rusia, China, Sudáfrica e India en coincidencia con las dificultades que implican las vísperas de un año electoral en los Estados Unidos.
Ni Lula ni Kirchner ni Lagos ni Duarte Frutos ni Vázquez, ni Morales (si llegan a ser presidentes) pueden ceñirse, empero, a posiciones antagónicas con el realismo y con el interés nacional, más allá de las demoras o de los plebiscitos. En las democracias latinoamericanas, a diferencia de las europeas, la derecha y la izquierda no han fraguado identidades definidas, o perfiladas, sino, más que todo, necesidad de preservarse a sí mismas, como a sus gobiernos, frente a los referéndum (caso Venezuela), los cortes de rutas (caso Bolivia) y las caceroladas (caso Argentina), capaces de suplir de mala manera la falta de equilibrio y el papel de instituciones que, a los ojos de la misma gente que desconfía del capital, terminan convirtiéndose en refugios ventajosos.
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