Durmiendo con el enemigo




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Supongamos que un vecino del edificio golpea a la mujer frente a los hijos. Nos consta por el escándalo, en su departamento, y por el carácter de él. Agresivo, generalmente. ¿Qué podemos hacer? Ignorarlo, llamar a la policía o, armados de valor, tocar el timbre. Si vamos solos, quizá todo siga igual y nos ganemos, de puro comedidos, un enemigo que usa el mismo ascensor que nosotros. Si vamos acompañados (por los miembros del consorcio, digamos), quizás el hombre acepte razones y empiece a respetar las normas más elementales de la convivencia. Todo sea con tal de que ella, la mujer, no resulte herida. O más herida aún.

Supongamos ahora que el vecino es Fujimori, que el edificio es América latina y que la mujer es la democracia. La mujer puede ser bonita o no tanto, pero no deja de ser mujer. A secas. Así como la democracia, fuerte o no tanto, no deja de ser democracia. A secas, también. En este caso, la mujer, o la democracia, es víctima de los arrebatos de un presidente que, cual marido obstinado en su afán de preservar el dominio sobre ella a golpes, y autogolpes, no repara en los años oscuros durante los cuales era más fácil llegar al sol que a su corazón ni, mucho menos, en la mirada atónita de los hijos y en los oídos perplejos de los vecinos. ¿Qué podemos hacer, entonces?

El vecino, Fujimori, no goza de buena reputación en Washington. La comisaría del barrio global, convengamos. Que puede actuar de oficio. En la nuez de Bill Clinton quedó atascado, cual carozo, un pedido vano: que permitiera que Lory Berengson, una norteamericana en prisión en el Perú por haber pertenecido a la guerrilla, fuera atendida por la Cruz Roja. Denegado, obtuvo como respuesta en la mismísima Casa Blanca.

Con esa actitud indócil, Fujimori cosechó más odios que amores en Washington, por más que, con un chaleco antibalas y un walkie-talkie, haya capitaneado, al estilo Chuck Norris, la liberación de 71 de los 72 rehenes en la residencia en Lima del embajador del Japón, país del cual desciende. Había sido tomada por la banda marxista Tupac Amaru el día del cumpleaños del emperador Akihito. Un símbolo en sí mismo.

Fujimori puede tener las mismas ambiciones hegemónicas que, en su momento, supo abrigar Carlos Menem, pero, a diferencia de él, no cultivó relaciones carnales con Washington, sino descarnadas. De ahí que, después de las elecciones signadas por el estigma del fraude y por una interpretación dudosa de la letra constitucional con tal de seguir en el poder, el retiro de la misión de la OEA por la falta de garantías para la segunda vuelta haya sido una señal. Que derivó de inmediato en una advertencia. Preocupante, como dijo Clinton, significa algo más que eso en la política norteamericana. Significa trampa. A secas, como mujer y como democracia.

En situaciones de emergencia, en casa o fuera de ella, los norteamericanos aprenden desde chicos a teclear el número telefónico 911 (policía, paramédicos, bomberos). En situaciones de emergencia, en casa o fuera de ella, los latinoamericanos aprenden desde chicos a evitar a la policía y, si tienen un balde o una manguera cerca, hasta a los bomberos.

Sospechan, en definitiva, que detrás de las desgracias propias esté la larga sombra ajena (policías, paramédicos y bomberos al mismo tiempo), como sucedía en los tiempos en los cuales la mujer, o la democracia, era esquiva. O que en cada problema encuentre Washington una oportunidad, procurando confirmar de ese modo la teoría conspirativa que dicta que la globalización viene a ser algo así como la versión refinada del imperialismo.

En Washington, entrenados para atender el 911, llegaron a evaluar sanciones unilaterales contra el Perú por la ilegitimidad de las elecciones. Fue una amenaza, de modo de medir el pulso de la región. Pero notaron que estaban solos en su cruzada. Sacaron la tarjeta roja; mostraron la amarilla. Descafeinaron las iras, dejando todo en manos de la OEA. Organismo en el que, si se quiere, confían un poco más que en las Naciones Unidas después de haberlas salteado en Kosovo.

En el consejo permanente de la OEA, el consorcio, presionó Washington, desde la terraza, con tal de aplicar la Resolución 1080. Que, rubricada el 5 de junio de 1991, resuelve convocar a los ministros de relaciones exteriores en caso de que se interrumpa en forma abrupta o irregular el proceso institucional, o el ejercicio del poder de un gobierno elegido democráticamente en alguno de los países miembros.

Vara que no midió con el mismo rigor el golpe de Estado en el Ecuador, en enero, ni otros atropellos recientes en varios departamentos y pasillos del edificio. Ha sido usada sólo contra el régimen militar de Haití. Y lleva a Fujimori, ciego y sordomudo como un bis de Shakira, a preguntarse: “¿Se interrumpió el gobierno democrático en el Perú? No. ¿Se violó la ley electoral o la Constitución? No. ¿Por qué debería la OEA aplicar sanciones, simplemente porque el líder de la oposición no acepta el proceso?”.

Mal que nos pese, Fujimori es el más coherente de todos mientras el pretendiente de la mujer, o de la democracia, Alejandro Toledo, se deshace en promesas y, paradójicamente, desea lo peor para su país con tal de tener una nueva oportunidad.

Es un amante despechado: está pendiente del resultado de una misión que evaluó con las peores calificaciones la actitud de Fujimori, pero, a la vez, no puede hacer mucho más frente a los cabildeos de los miembros del consorcio, como el Brasil y la Argentina, y el rechazo de México, en especial, a cualquier atisbo de intervención extranjera. Por principios, por un lado. Y en defensa propia, por el otro, después de las siete décadas en las cuales el Partido Revolucionario Institucional (PRI) conservó el poder por las buenas y por las malas.

Está condicionado, al igual que Venezuela, por sus próximas elecciones presidenciales, el 2 de julio en su caso. En las cuales nada vaticina presunciones de fraude, pero, como suele suceder en países no familiarizados con las alternancias democráticas, el gobierno propone y el aparato (del partido) dispone.

Con las artimañas de Fujimori, el edificio se ha convertido en un conventillo. En el cual también hay ruidos molestos en Colombia (por la guerrilla, el narcotráfico y los paramilitares), en Venezuela (por las tácticas de Hugo Chávez), en Bolivia (por el caos social), en el Ecuador (por el correlato del golpe), en el Paraguay (por Oviedo), en Chile (por Pinochet), en la Argentina (por las crisis provinciales) y en el Brasil (por los reclamos del Movimiento de los Sin Tierra).

Supongamos que el consorcio, fiel al dogma de la no intervención unilateral ni multilateral, decida entonces que la democracia peruana, una adolescente con hijos, se las arregle como pueda con Fujimori. Así como Chile debió arreglárselas como pudo, a contramano del mundo y del sentido común, con la defensa de Pinochet durante su cautiverio en Londres. Sólo la Argentina estuvo de su lado. O en contra de la extraterritorialidad de las leyes, por más que se tratara de crímenes de lesa humanidad contemplados en convenciones que, en teoría, están por encima de sus constituciones. Letra muerta, a veces.



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