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Antes de los atentados, la seguridad era el bien más caro y más perecedero del mundo; ahora, parece inalcanzable
De tanto olfatear sin suerte armas químicas y biológicas en Irak nos olvidamos de otras, las convencionales, vilmente disimuladas en mochilas corrientes antes de detonar en las entrañas de trenes repletos de gente de a pie. Nos olvidamos de los arsenales nucleares que proliferan en países aliados, no enrolados en el eje del mal, cuyos líderes dan frecuentes palmadas en los hombros de George W. Bush. Y nos olvidamos de los secretos que el científico paquistaní Abdul Qadeer Khan, padre de la bomba atómica islámica, supo transmitir a gobiernos poco confiables, como Irán, Libia y Corea del Norte.
Nos olvidamos del 11 de septiembre de 2001, como si el calendario se hubiera detenido sólo en los Estados Unidos por capricho de Bush. Nos olvidamos de los traumas del día después, empezando por el miedo y la inseguridad. Y nos olvidamos de la mayor amenaza del planeta, Saddam Hussein, por la cual, a falta de un Osama ben Laden en miniatura como trofeo de la guerra de Afganistán, sufrimos amnesia desde el comienzo de la otra guerra, el 20 de marzo, hasta su captura, el 14 de diciembre.
Nos olvidamos, también, de la desprolijidad de los sabuesos de inteligencia norteamericanos y británicos en satisfacer la demanda de la alta política de ambos países en la conveniencia de convertir a un déspota como Saddam en una mala copia de Ben Laden por su arraigada y absurda costumbre de recurrir al subterfugio, cerrando palacios y armarios frente a las narices de los inspectores de armas de las Naciones Unidas.
En casi nueve meses de gestación, la búsqueda de Saddam pasó a ser la obsesión de Bush, el más afectado y urgido hasta entonces por la voladura de las Torres Gemelas, mientras los otros líderes de las Azores, Tony Blair y José María Aznar, lidiaban con sus respectivas sombras: la sombra de la sospecha por sus afanes bélicos, uno, apodado Bliar (por liar, mentiroso), y la sombra de una campaña proselitista centrada en la lucha contra ETA y el terrorismo, el otro, empeñado en la victoria de su delfín, Mariano Rajoy, en las elecciones de hoy.
En España, sin embargo, las redes del terrorismo habían dejado de ser monopolio del separatismo vasco desde mayo: hubo tres muertos en un atentado suicida contra la Casa de España, en Marruecos. Fue una señal. Una alarma temprana, tal vez. Algo iba a suceder. ¿Dónde, cuándo? Si la CIA y el FBI juntos no pudieron prever los atentados de 2001, ni pudieron pulir el discurso de Bush sobre las armas de Saddam, quién iba a culpar a Aznar de los atentados en Madrid. Del otro 11, jueves. Ni martes, como el anterior, ni 13, como el maléfico del calendario. En vísperas de las elecciones, símbolo de la democracia, como símbolo del capitalismo eran las Torres Gemelas.
Ben Laden declaró en 1998 (tres años antes de los atentados en Nueva York) la guerra contra los llamados cruzados y judíos: expuso entonces, en una carta, que la misión de matar a los norteamericanos y sus aliados civiles y militares era el deber individual de todo musulmán en cualquier país que fuera posible.
La España de Aznar dejó de ser cualquier país desde el momento en que incorporó el léxico del eje del mal: engarzó la lucha contra ETA con la estrategia antiterrorista mundial. Soslayó la resistencia de socios continentales como Francia y Alemania, que nunca creyeron que Saddam fuera la mayor amenaza del planeta. Quebró, en definitiva, el bloque que alguna vez pretendió ser la Unión Europea.
Puertas adentro, mientras tanto, ETA tocaba y contaminaba, como toda banda terrorista. La revelación de una entrevista reservada con Josep Lluis Carod Rovira, líder de Esquerra Republicana (ERC), socio de los socialistas en el gobierno tripartito de Cataluña, tocó y contaminó al candidato José Luis Rodríguez Zapatero. Hasta el jueves 11 primaba, en la campaña, la agenda antiterrorista de ambos partidos.
Descarrilaron 200 vidas en Madrid y, con ellas, creció una certidumbre como consecuencia de más de tres décadas de rutina violenta de ETA (850 víctimas desde 1968) y del hallazgo reciente de un vehículo repleto de explosivos: el ministro del Interior, Angel Acebes, se apresuró a señalarla. Poco antes, su par británico, Jack Straw, y el jefe de la agencia policial de la Unión Europea, Juergen Stobeck, habían dejado entrever que era obra de Al-Qaeda. El vocero del partido ilegal Herri Batasuna, Arnaldo Otegi, ligado al separatismo vasco, insistía en negar su participación. En su discurso inmediato, Aznar no habló de una ni de la otra, sino de terrorismo a secas.
Y ahí quedamos, ignorantes como los inspectores de armas en Irak. Sin certeza alguna de que el golpe más grande del terrorismo en Europa haya sido cometido por ETA (perjudicial para los socialistas), por Al-Qaeda (perjudicial para los conservadores), por ambos en una alianza diabólica (ni ETA necesita a Al-Qaeda, ni Al-Qaeda necesita a ETA, en principio) o por alguna otra corporación del horror (y ya estamos viendo terroristas en cada estación).
En Irak, no hallado el arsenal de destrucción masiva, el trío que había decidido la guerra en las Azores hizo aquello que no pudo hacer con Al-Qaeda en Afganistán: debilitar a la insurgencia sunnita por medio de la caza de su líder, Saddam. Es decir, descabezarla, aplicando la única estrategia antiterrorista más o menos razonable en una batalla irracional.
Bala de plata se llama: consiste en apuntar a la cima, de modo de debilitar la base. No es nueva: en los años sesenta, los Estados Unidos apoyaron a las autoridades bolivianas con tal de liquidar al Che Guevara y, con él, los focos guerrilleros de orientación marxista que pretendían crecer en América latina bajo el ala de la exitosa revolución cubana; en los años noventa, la caza de Abimael Guzmán significó un golpe decisivo para Sendero Luminoso en Perú. En otros casos fracasó: la fuerza aérea israelí pudo haber decapitado en 1986 a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Túnez, pero Yasser Arafat escapó; el arresto de la cúpula de ETA en 1992, en Francia, a cargo de autoridades de ese país y de España, no reportó más beneficios que un intervalo de su mañosa hostilidad.
Las bandas terroristas tocan y contaminan, pero, a veces, son usadas con fines políticos de corto plazo, como ocurrió con la tregua alcanzada por Rovira con ETA u otros pactos de mala entraña en países también jaqueados por atentados. Pactos de corto plazo y miserables, todos ellos.
Doscientos muertos y 1400 heridos después, haya sido ETA, Al-Qaeda, ambas u otra sociedad anónima, no han hecho más que emparejar el calendario de Europa, atrasado respecto del norteamericano. Y, de ese modo, reforzar la seguridad, restringir libertades, fomentar el odio de grupos radicales, cerrar fronteras, temer represalias contra inmigrantes, revivir la intolerancia y repasar, 912 días después de la tragedia de las Torres Gemelas, la lista de horrores, errores y olvidos.
Permiso: yo me bajo en Atocha.
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