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Con premeditación y alevosía, el bug (bicho) del milenio metió la cola en las computadoras del  Perú. E hizo estragos: alteró, acaso definitivamente, las matemáticas convencionales. Tanto que desde el lunes 27 de diciembre, fecha clave no sólo por haber sido la víspera del último Día de los Inocentes en los años que empezaban con 19, uno más uno ha dejado de ser dos. Es, ahora, tres.

Ni la tecnología japonesa, a la cual recurre habitualmente Alberto Fujimori en honor a sus mayores, ha podido evitar el llamado efecto Y2K. Capaz de sumir a los peruanos, chip to chip, en el insondable túnel del tiempo. Y de tratar de convencerlos de que su presidente no transita por el segundo mandato de cinco años, tope que establece la Constitución cuya reforma impulsó él mismo en 1993, sino por el primero. Lógica menemista, convengamos.

Es decir, 2000 menos 1990 no es diez, sino cinco. Lo cual confirma que Winston Smith, el sufrido protagonista de la novela 1984, de George Orwell, no era más que un ignorante por haber escrito clandestinamente en el diario íntimo que preservaba de la mirada del Gran Hermano: “La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados”.

Por sus pasos contados venía la treta de Fujimori con tal de no ceder un milímetro de poder frente a una oposición que, en números y en letras, no llega a hacerle sombra. Ni la fecha que eligió para anunciarlo por televisión ha sido casual: entre Navidad y Año Nuevo, período, no necesariamente de gobierno, que la gente dedica más a pensar en sí misma que en un asunto tan lejano, y cercano a la vez, como la ambición mezquina de un presidente popular por su mano de hierro, no por sus gestos democráticos. Escasos, por cierto.

Fujimori, apodado el Emperador, plantea el asunto del mismo modo con el cual se ha manejado en la década que lleva en el gobierno. Sin posibilidad de negociación ni de peros. Sin distinguir entre la inflación y el déficit (reducidos por él), el narcotráfico (doblegado por él), Sendero Luminoso (descabezado por él), el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (vencido por él) o la oposición política (vapuleada por él).

Todos los méritos que puede tener su gobierno, como el reencarrilamiento de la deuda externa, las privatizaciones, la eliminación de las intervenciones estatales en la economía y la radicación de capitales extranjeros, se ven ahora en una disyuntiva frente a las elecciones de abril. Tal vez sea una copia burda de la que pretendió imponer sin éxito Carlos Menem en la Argentina: yo o el pasado, yo o la desestabilización, yo o la fuga de capitales. Yo o el caos, en definitiva.

Pero el caos ya se desató en el Perú. Con indignación en las calles, en particular de los candidatos presidenciales Alberto Andrade, alcalde de Lima, por Somos Perú, y Luis Castañeda, ex director de Seguridad Social, por Solidaridad Nacional. Impotentes, con baja aceptación en las encuestas mientras continúen cada uno por su lado, frente a los afanes de Fujimori, atornillado en el cargo por más que jure que no se considera indispensable ni insustituible.

Del asunto nadie quiere hacerse cargo. En los Estados Unidos, Fujimori no goza de  simpatía, pero, según sus funcionarios, los peruanos son los únicos que pueden tallar en él. ¿Qué más podían decir, expuestos, como siempre, a ser tachados de entremetidos?

Democracia y libertad económica es la fórmula Washington. Una respuesta, en tierra de caudillos, frente a regímenes comunistas, abolidos por la realidad (salvo en Cuba), y a dictaduras militares, abolidas por su ineficacia.

En el tránsito, sin embargo, hay una grieta. Que separa presidentes duros de oposiciones cerradas en medio de un creciente descontento entre la gente, no conforme aún con la idea de que el Estado deja de ser algo así como su padre sustituto. Un presupuesto equilibrado y un crecimiento sostenido no alegran de inmediato a los desplazados por los ajustes. En especial, si temen perder su trabajo y no conseguir otro. O si ya están desempleados. Quedan fuera del sistema.

El problema es que Fujimori quiso demostrar que la única forma de encarar reformas drásticas en América latina responde al modelo Pinochet. Es decir, un presidente fuerte, aunque haya sido elegido en forma democrática, debe adquirir rasgos de autócrata con tal de instaurar su plan. Con sello y firma en el Perú, el fujishock, en aras de aplicar políticas macroeconómicas ortodoxas.

En números y en letras no necesariamente cambiados ha reportado buenos resultados después del desgobierno de Alan García, pero tuvo un costo enorme para la democracia en sí: el cierre del Congreso, en abril de 1992, como si se tratara de un golpe de Estado.

No por nada quedó como una medida extrema que, en algunos casos, brotó de boca de otros presidentes con tono de amenaza: el autogolpe ante la resistencia a aprobar tal o cual ley. Es un pésimo ejemplo a pesar de la estabilización y del crecimiento que obtuvo el Perú como correlato de ello.

La concentración de poder debería llevarse de los pelos con la apertura de la economía. En teoría, al parecer. Pero Fujimori, ajeno a la política hasta que derrotó en 1990 a Mario Vargas Llosa, tan outsider como él, estaba dispuesto a divorciarse no sólo de su mujer, Susana Higuchi, sino también de los vicios de los partidos tradicionales. Fue demasiado lejos.

Tan lejos como quiere llegar ahora, obstinado en no dejar el poder. Quizá tema que quien venga después, ya tildado de improvisado y de neopopulista, reforme la Constitución de 1993 (en particular, por propiciar la economía de mercado, la iniciativa privada y la intervención estatal). Quizá tema juicios severos una vez que esté fuera del gobierno (el Ejecutivo influye hoy en forma excesiva en las decisiones del Poder Judicial, según organismos vinculados con los derechos humanos que también protestan por el absurdo hostigamiento de periodistas y de todo aquel que no piense como él). O quizá tema que, en realidad, uno más uno siga siendo dos.



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