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Fue una de sus definiciones del ultimátum previo a los bombardeos o, acaso, un aporte más a la confusión general
Nunca más vivo el pensamiento de Chamberlain, aquel primer ministro británico que, por confiar en Hitler, contribuyó sin querer al estallido de la Segunda Guerra Mundial: “Para hacer la paz se necesitan al menos dos, mas para hacer la guerra basta uno solo”. Ese solo, Bush, acompañado por Blair y por Aznar en la cumbre previa a los espeluznantes bombardeos contra Bagdad, bastó para redondear su doctrina con tono de ultimátum: “La guerra no implica certezas, con la excepción de la certeza del sacrificio”.
Certeza habitual desde los atentados terroristas, obsesivo el discurso de Bush en reflejar miedos en lugar de optimismos. Halloween en lugar de Hollywood, digamos. Por una causa justa al comienzo: el dolor gratuito provocado por un puñado de maniáticos suicidas. Por una causa injusta después: el pánico, también gratuito, esparcido ante la incapacidad abrumadora de los mejores espías del mundo de prevenir la tragedia, primero, y de terminar con Ben Laden, después.
Certeza del sacrificio, o falta de toda certeza, implica el virtual desenlace de esta nueva etapa de la guerra contra el terrorismo. Apenas otra etapa, no la batalla final, siguiendo el hilo de las promesas de Bush, por más que del final de un arquetipo de la tiranía como Saddam se trate mientras Ben Laden, vivo o muerto, ha quedado tan fuera de foco como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, vivo o muerto.
La segunda etapa, después de Afganistán. Con impacto de noche de brujas, no de película clase B. Y, a la vez, la segunda grieta en el Consejo de Seguridad después de Kosovo. Con una diferencia: la alianza atlántica (OTAN) era entonces, en 1999, un solo bloque, como la Unión Europea. Desde que Blair decidió jugar codo a codo con Bush dejó de serlo. Aznar vino después. Como otros. Superados, en algunos casos, por los acontecimientos, más allá de los clamores populares de toda laya, aquí, allá y un poco más allá, en contra del funeral de una era. Por errática y despiadada que haya sido.
De eso somos testigos, calcinada la Guerra Fría al fragor, y al calor, de los misiles en busca de un solo hombre, Saddam, mientras arrasan con todo a su paso, sembrando muerte y, al mismo tiempo, reciclando odios. Por más que, como dijo Bush, los Estados Unidos y otras naciones no hayan hecho nada para merecer o suscitar la amenaza de atentados contra su territorio. Ni los previos.
Pero la amenaza en sí choca contra la casualidad, más que contra la causalidad. Y da la casualidad que, asumida la unipolaridad a la fuerza, no deja de ser particularísima la receta de solución de conflictos: “El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no ha estado a altura de sus responsabilidades, de modo que nosotros nos pondremos a la altura de las nuestras”, sermoneó Bush. Y, con tono pastoral, aconsejó a los iraquíes que no destrozaran pozos de petróleo y que no obedecieran órdenes de usar armas de destrucción masiva. En ese orden.
¿Cuáles eran las prioridades, entonces? Ojo, muchachos: primero, el petróleo; después, las armas.
En cuestión de meses, esas prioridades han ido variando en el Consejo de Seguridad. La madre de todas las batallas diplomáticas, encarada por Colin Powell, era exigir el desarme de Saddam por sus presuntos lazos con Al-Qaeda. Después apareció la demanda de un cambio de régimen, no contemplada en la manoseada resolución 1441. Y después, con el fervor propio de un paciente de dentista, Bush en persona habló de la democratización de Medio Oriente y de la defensa de los derechos humanos mientras vapuleaba a Hans Blix, el jefe de los inspectores, juzgándolo por su ineficacia en remover como era debido las arenas de Irak, y no lograba convencer a aliados como Canadá, México, Chile, Turquía y demás de la necesidad de evitar el suicidio por no atacar después de haber sido atacado.
Hasta de Blair prescindió Bush mientras pulseaba con Chirac por la preeminencia de uno o del otro, más que por la unipolaridad o la multipolaridad en forma respectiva, y procuraba entender de qué lado estaba, ¿está?, Putin, bajo cuyos pies descansa el segundo nido nuclear de la Tierra. Conclusión: las papas francesas han pasado a llamarse papas libertad a lo largo y a lo ancho del territorio de los Estados Unidos por decisión del Capitolio.
¿Trivialidad? No tanto si reparamos en el discurso, o el ultimátum, de Bush. En él ha legitimado la guerra contra Irak en las facultades otorgadas por el Congreso de su país. Es decir, el ámbito en el cual republicanos y demócratas, elegidos por la cuarta parte de los norteamericanos inscriptos para votar, debaten la suerte de todos. No en el Consejo de Seguridad, relegado como un anciano enfermo a la habitación de servicio.
Saddam, con su cooperación en baja y su prontuario en alza, terminó siendo el gran aliado de Bush. No santo de la devoción de nadie, supongo, pero, no obstante ello, candidato a mártir árabe, vivo o muerto, en esta cruzada de matices religiosos en la cual, toquemos madera, mataron en forma simultánea, y sin nexo aparente, al primer ministro de Serbia. Mal presagio si reparamos en el crimen del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, en Sarajevo, detonante de la Primera Guerra Mundial.
¿La tercera será la vencida? Dios nos guarde. Por lo pronto, Bush confía en exceso en su poder militar y en su justificación moral al frente de una coalición escasa con Blair, Aznar y los otros. Que, como en toda guerra, tallará después, haciéndose cargo de los destrozos, y de los beneficios, en una región de por sí explosiva. Y peligrosa. Por las consecuencias, también. No para los Estados Unidos en particular, sino para todos en general. Relegados, sin embargo, al papel de espectadores atormentados, caso América latina.
Certezas, salvo la certeza del sacrificio, tampoco tiene Blair: “La historia no nos descubre el futuro con tanta claridad”, dijo a sus parlamentarios. ¿Entonces? Tesis: los enemigos son invisibles, como Ben Laden. Hipótesis: los regímenes brutales son visibles. Conclusión: terminemos con ellos, pues, y rompamos de ese modo con medio siglo de doctrina militar preventiva en contra de males mayores, subestimando a las Naciones Unidas, Francia, Alemania y todos aquellos que, en la guerra entre el bien y el mal, no están con nosotros. O, tal vez, están contra nosotros. Y llamemos papas libertad a las papas francesas.
Para Bush y Blair, Chirac y Schröder y, por extensión, Putin y las Naciones Unidas no aprendieron de los errores previos a la Segunda Guerra Mundial. Entre Saddam y Hitler no encuentran diferencias. Pero, curiosamente, aplican métodos, o recetas, reñidos con el sentimiento de la mayoría de la gente, desconfiada de sus palabras y de sus fines. Que, al parecer, provienen de los alertas de los mismos espías que, más legítimos que el trabajo de Blix y compañía, no pudieron prever las tragedias originales ni, después, dar con Ben Laden.
Tres hombres solos en una isla perdida del Atlántico, las Azores, no representan más que una imagen patética. La imagen de la impotencia. No pudieron con otro, Saddam, absurdamente fortalecido en su ceguera de poder. Esos tres hombres, de los cuales bastó uno solo para declarar la guerra, han azorado al resto de los mortales. No con la orden de atacar, sino con el fracaso. ¿El fracaso de la diplomacia? Toda guerra es el fracaso de la razón. El bien más valioso y, a la vez, más perecedero del mundo. Sacrificado, como las certezas. ¿Chamberlain? En paz descansa.
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