Hipocresía a plazo fijo




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Es el estrepitoso final de los regímenes árabes, antes confiables, ahora despreciables

Lejos de las ambiciones de un hombre humilde como Mohamed Bouazizi estaba apurar el derrocamiento de un déspota que se hacía llamar “el líder”, “el iluminado”, “el salvador”, “el combatiente supremo”, “el sol que brilla sobre los tunecinos” y “la ambición que nutre al pueblo”. La mera mención de Zine el Abidine Ben Alí acarreaba un deseo reservado al profeta Mahoma: “Que la paz esté con él”. Eso ocurrió hasta que el 14 de enero, por primera vez en 23 años, los imanes omitieron en la oración que Alá preservara su salud y la de su familia. Era un indicio del cambio: los tunecinos le habían perdido el respeto, si no el miedo, pilar del principio de autoridad entre los árabes.

Bouazizi, vendedor de frutas y verduras en la plaza de un ignoto pueblo de Túnez, había perecido 10 días antes. Tenía 26 años. Estaba harto de los abusos. Lo amenazaba a menudo la policía, entrenada en sobornos. La mañana decisiva, el 17 de diciembre, se rehusó a soltar un céntimo. Le confiscaron su carro y, entre burlas, recibió una bofetada de una agente municipal. Que una mujer golpee a un hombre supone la peor ofensa para un árabe. En un rapto de ira, frustrado, se echó encima gasolina. Ardió en gritos. Lo internaron en el hospital con severas quemaduras. Lo visitó antes de morir el denostado rais Ben Alí, envuelto en sus propias llamas por las protestas masivas contra la arrogancia, la prepotencia y la corrupción de su régimen.

Era su ocaso. Su esposa, Leila Trabelsi, huyó a Dubai con todo el dinero y el oro que pudo en su jet privado, llamado “avión de compras” en honor a su graciosa debilidad por el despilfarro. La hija y el yerno optaron por guarecerse en una suite de Euro Disney, cerca de París.

La rebelión en Túnez inspiró a otros pueblos árabes, también sometidos al yugo de regímenes vitalicios. Decenas de hombres humildes como Bouazizi decidieron inmolarse en Arabia Saudita, Argelia y Mauritania. En Egipto, escenario de la siguiente convulsión, un comerciante apeló a ese doloroso método en demanda de pan subsidiado por el Estado. No era importante el pan, sino la dignidad.

La mecha alcanzó a Jordania y Yemen, obligados a retroceder casilleros frente a los reclamos de su gente. La mayoría de esos regímenes, antes confiables y ahora despreciables para los Estados Unidos y sus aliados, ha beneficiado a las elites sin reparar en las clases medias y populares. Uno de cada tres egipcios menores de 30 años no tiene trabajo. Los egresados universitarios apenas vislumbran el progreso. No protestan por el pasado; temen por el futuro.

“El terrorista suicida dirige su ira hacia un supuesto enemigo externo; la inmolación revela una desesperación similar dirigida hacia sistemas que aplastaron la esperanza”, acierta en señalar The New York Times.

No hay “chivo expiatorio occidental”, sino “árabe culpable interno”. El árabe culpable interno soporta  desde siempre autocracias arrogantes y mafiosas, blindadas por soldados y matones. Cuentan esas autocracias con el aprecio mutuo y, mientras destilan veneno contra Occidente e Israel, se valen de ambos para obtener beneficios personales. La mayoría nunca ha disimulado su doble rasero: recibe ayuda para repeler a los terroristas y, en reserva, procura mantenerlos a raya dentro sus territorios.

El cambio, abonado por el indecoroso final de Ben Alí, tuvo su correlato en Egipto, donde despojó de legitimidad al régimen de tres décadas de Hosni Mubarak, prometido a su  hijo Gamal como si fuera hereditario.

Los pactos con el diablo suelen terminar mal. Durante décadas, los gobiernos norteamericanos y europeos supusieron que eran aceptables esos regímenes. Un cable diplomático de los Estados Unidos de febrero de 2010, filtrado por WikiLeaks, consigna que el Departamento de Estado había advertido a las autoridades egipcias sobre el uso indiscriminado de la ley de emergencia. Es la excusa de la represión desde el asesinato del presidente Anwar el Sadat, antecesor de Mubarak, en 1981. Le permite a la policía realizar arrestos arbitrarios y limitar las libertades. ¿Por qué un blogger inofensivo estuvo detenido durante más de un año? “Por su propia seguridad”, respondió el régimen.

En las revueltas no priman el sesgo antioccidental ni la proclamación religiosa ni la reivindicación de la causa palestina, sino los excesos del pasado y la incertidumbre del futuro. El ayatollah Alí Khamenei, guía supremo de Irán, alienta a los egipcios a derrocar a Mubarak e instaurar un “régimen popular basado en la religión” islámica e inspirado en el estrenado en su país en 1979. Israel teme ese desenlace: “Mire lo que pasó en Gaza –señala su presidente, Shimon Peres, en referencia a Hamas–. Si tras las elecciones tenemos una dictadura religiosa extremista, ¿para que sirven esas elecciones democráticas?”.

Los iraníes tuvieron su revuelta en 2009. Quisieron probar que la reelección de Mahmoud Ahmadinejad había sido fraudulenta. Fracasaron. Tuvieron, también, su mártir: Neda, una muchacha acribillada en Teherán. Tenía 26 años, como el tunecino Bouazizi. Le había perdido el miedo, si no el respeto, a la autoridad.



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