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Política

El ocaso de un converso

En los ochenta, Muammar Khadafy estaba acusado de violar los derechos humanos y patrocinar el terrorismo; Saddam Hussein también sometía a los suyos, pero compensaba su crueldad manteniendo a raya a Irán. Era entonces un aliado de Occidente. Tres décadas después, uno pende de un hilo a raíz de la marejada de protestas árabes que barrió las dictaduras de Túnez y Egipto; el otro ha muerto colgado como correlato de la “guerra contra el terror” declarada con puras mentiras por George W. Bush, Tony Blair y compañía. En su momento, Khadafy resultó tan útil contra Irán como las dictaduras militares latinoamericanas contra el comunismo. Si Ronald Reagan se había atrevido a llamarlo “perro rabioso” al bombardear Trípoli en 1986, Blair no vaciló en abrazarlo en 2004, en la misma ciudad, por su apoyo a “la guerra contra el terror”. Compañías petroleras británicas y alguna que otra norteamericana firmaron de inmediato lucrativos contratos con Libia. Casualmente, Khadafy usó como carta de resarcimiento su renuncia al programa nuclear. Era, según él, un hombre nuevo, pero, en la (leer más)

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La imaginación al poder

Algunos gobiernos todavía no han alcanzado a percibir los cambios en el mundo árabe Superado el primer impacto de las revueltas árabes, una broma comenzó recorrer Europa: si quieres saber qué países serán los siguientes en estallar, fíjate dónde pasan sus vacaciones los ministros franceses. Entre Navidad y Año Nuevo, la ministra de Asuntos Exteriores, Michèle Alliot-Marie; su pareja, el ministro de Relaciones con el Parlamento, Patrick Ollier, y sus padres se desplazaron desde la ciudad de Túnez hasta las playas de Tabarka, en plan de descanso, en el jet del millonario Aziz Miled, socio del cuñado del dictador tunecino. En esos días, el primer ministro,  François Fillon, estuvo en Asuán, invitado por el gobierno egipcio. Tras el derrumbe casi en estéreo de Zine el Abidine Ben Alí y Hosni Mubarak, Nicolas Sarkozy se tomó la cabeza con las manos. Los padres de la ministra Alliot-Marie aprovecharon esos días en Túnez para comprar acciones de un emprendimiento inmobiliario de Miled. La casualidad resulta bochornosa, pero, hasta ese momento, eran aliados inevitables de Occidente ambos regímenes (leer más)

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La tormenta perfecta

Mubarak cayó bajo el peso de la corrupción y la represión que instauró como sistema En junio de 2009, durante su histórico discurso en la Universidad de El Cairo, Barack Obama mencionó apenas tres veces la palabra democracia. Las suficientes. La primera, al referirse a la guerra contra Irak, para diferenciarse de su antecesor, George W. Bush, y señalar que “ninguna nación puede imponer o debe imponer a otra sistema de gobierno alguno”. La segunda para aporrear a “algunos que defienden la democracia sólo cuando están fuera del poder y, una vez que llegan a él, son despiadados en la represión”. Y la tercera para instar a sus pares a “respetar los derechos de las minorías” y aclararles que “las elecciones por sí solas no constituyen una democracia auténtica”. Era para alquilar balcones si el anfitrión, Hosni Mubarak, hubiera acusado recibo de sus palabras, pero, convencido de que era más cómodo para Obama conciliar con un déspota como él que apuntalar una rebelión en cadena en el mundo árabe, ni se mosqueó. No veía entonces (leer más)

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Hipocresía a plazo fijo

Es el estrepitoso final de los regímenes árabes, antes confiables, ahora despreciables Lejos de las ambiciones de un hombre humilde como Mohamed Bouazizi estaba apurar el derrocamiento de un déspota que se hacía llamar “el líder”, “el iluminado”, “el salvador”, “el combatiente supremo”, “el sol que brilla sobre los tunecinos” y “la ambición que nutre al pueblo”. La mera mención de Zine el Abidine Ben Alí acarreaba un deseo reservado al profeta Mahoma: “Que la paz esté con él”. Eso ocurrió hasta que el 14 de enero, por primera vez en 23 años, los imanes omitieron en la oración que Alá preservara su salud y la de su familia. Era un indicio del cambio: los tunecinos le habían perdido el respeto, si no el miedo, pilar del principio de autoridad entre los árabes. Bouazizi, vendedor de frutas y verduras en la plaza de un ignoto pueblo de Túnez, había perecido 10 días antes. Tenía 26 años. Estaba harto de los abusos. Lo amenazaba a menudo la policía, entrenada en sobornos. La mañana decisiva, el 17 (leer más)