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El arresto de Menem es otro eslabón de una cadena en la que están engarzados Kohl, Mitterrand y Fujimori
La paz más desventajosa es menos redituable que la batalla más justa. Sobre todo, para los traficantes de armas. Gente poco escrupulosa que pacta con un gobierno democrático o con una dictadura militar y, con tal de hacer su negocio, se vale de los rasputines de turno. Encargados, a su vez, de convencer al zar de que el matrimonio es la única guerra en la cual los enemigos duermen juntos. En las otras prima el engaño. Como en la política. Y, por ello, no ha habido una sola escaramuza que no fuera santa. Por Dios y por la patria, cual juramento presidencial.
Demandantes, en última instancia, de haber caído en la tentación de obtener ganancias de las desgracias ajenas. Tan ajenas para la Argentina, al parecer, como Croacia y la desintegración yugoslava, por más que tropas nacionales nutrieran el pelotón de los cascos azules de las Naciones Unidas, y el conflicto fronterizo entre el Ecuador y el Perú, por más que el país sea garante de la paz desde el Protocolo de Río de Janeiro de 1942.
Boomerangs que dieron en la frente de Carlos Menem, detenido por la presunción de haber sido el jefe de una asociación ilítica que vendió arsenales a Croacia, entre 1991 y 1993, a pesar del embargo internacional que regía entonces, y al Ecuador, en 1995, a pesar de la deuda de gratitud con los peruanos por su respaldo al régimen de Galtieri para una causa perdida como la guerra de las Malvinas.
El arresto de Menem, el primero en la historia argentina de un ex presidente constitucional imputado en un proceso penal sin fisuras de la democracia, degradó su pretendida luna de miel con Cecilia Bolocco en Siria (la tierra de sus mayores y del traficante de armas Monzer Al Kassar) en una modesta luna de hiel con Armando Gostanian en Don Torcuato.
Y, también, engarzó otro eslabón en una larga cadena de ocasos de políticos por sospechas de corrupción. Vinculadas, algunas de ellas, con los dividendos siempre jugosos del tráfico de armas, llamado mercado de la muerte, en el cual suelen tallar más los intermediarios, como apoderados, que ellos mismos.
Adiós a las armas es, a veces, adiós al honor. Como sucedió en Alemania. Helmut Kohl, el canciller vitalicio que derribó el Muro de Berlín y abrazó la causa de la Unión Europea, perdió en 2000 la presidencia honoraria de la Unión Cristiana Democrática (CDU) desde el momento en que sus propios auditores financieros admitieron que, en complicidad con el ex presidente francés François Mitterand (jaqueado en 1988 por financiar su campaña con facturas falsas), nutrió las arcas partidarias de millones de marcos de origen turbio en vísperas de las elecciones de 1994.
Provenían del traficante de armas Karlheinz Schreiber, ligado con el entonces tesorero de la CDU, Walther Leisler Kiep. El ministro de Defensa, Gerhard Stoltenberg, había rechazado la entrega de 36 tanques Fuchs a Arabia Saudita. Que, finalmente, Kohl autorizó tiempo después. O después de que el dinero estuviera acreditado. No en beneficio propio, sino del partido, mientras la gente no padecía, como en América latina, los rigores del desempleo y de la pobreza como consecuencia del ajuste económico.
Abismal diferencia con el Perú. Y, sobre todo, con Fujimori, exiliado en Tokio desde que una triangulación de armas procedente de Jordania, desviada hacia los dominios de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), estalló en más escombros que la unificación alemana, rubricada por Kohl, sobre el poder en las sombras, o la sombra del poder, Vladimiro Montesinos, jefe de facto del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), demoliendo 10 años de corrupción y mentiras que prometían ser 15.
Fue una suculenta partida de fusiles AKM Kalashnikov calibre 7.72, fabricada en Rusia y regada con paracaídas en la selva colombiana, por la cual Montesinos, desaparecido en acción después de cambiarse el rostro en la Venezuela de Hugo Chávez, amigo de él, de las FARC, de Menem, de Fidel Castro y de Saddam Hussein por igual, percibió 15 millones de dólares gracias a los oficios de Sarkis Soghanalian Kopelian, miembro de una legendaria familia armenia de traficantes de armas de curiosa nacionalidad turca y no menos curiosa foja de servicios en la CIA.
Fue, asimismo, el final de una carrera que comenzó en el ejército, con el grado de capitán, con una traición a la patria: suministrar información a la CIA sobre las armas que el dictador Juan Velasco Alvarado estaba comprándole a la Unión Soviética en su afán de declararle la guerra a Pinochet. La misma patria por la cual no vaciló en alentar a Fujimori en la guerra contra el Ecuador en coincidencia con la pelea interna contra Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru.
Escenarios todos ellos a los cuales han ido a parar toneladas de chatarra bélica importada, o triangulada, desde Bielorrusia, Ucrania y otros países. Que, aniquilado el terrorismo doméstico, encontró uno nuevo: la zona de despeje de las FARC, en el sur de Colombia. En especial, desde que el Congreso de los Estados Unidos aprobó, durante la gestión de Bill Clinton, el aporte de 1300 millones de dólares para el plan con el cual Andrés Pastrana se propone eliminar los cultivos de hoja de coca y, con ellos, el caos de guerrillas de izquierda y de paramilitares de derecha.
Montesinos, hijo de un comunista al cual debe sus nombres Vladimiro Illich como tributo a Lenin, supo que la CIA formal le había bajado el pulgar, así como el gobierno norteamericano, pero la CIA paralela, cuya existencia confiesan los agentes retirados y reciclados, no dejaba de reconocerle méritos por la lucha contra la guerrilla y el narcotráfico peruanos. Exportados a Colombia, en realidad.
El Doctor o Doc a secas, motes que debe al título de abogado con el cual superó su expulsión del ejército en 1977 por traición a la patria, advirtió entonces que, como los cabecillas de las FARC, la prolongación del conflicto en Colombia iba a ser una enorme fuente de recursos mientras, como mera pantalla, movilizaba tropas hacia la frontera con tal de impedir una presunta penetración de guerrilleros en el territorio peruano.
Era fácil: un tercio de los generales de división y de los brigadieres del Perú se había graduado con él, en 1966, en la Escuela de Oficiales de la Escuela Militar de Chorrillos. Entre otros discípulos tuvo brevemente a Chávez, entonces un oficial de grado menor en plan de recibir instrucción en el exterior con el cual trabó amistad.
Que no imaginaba que iba ser presidente de Venezuela. Ni que Menem iba a ser el primero en procurar limpiar su pasado golpista frente a Clinton poco después de que ganara las elecciones. Ni que Montesinos y Al Kassar iban a tener documentos argentinos. Ni, mucho menos, que los débiles tienen un arma no triangulada: los errores de los que se creen fuertes.
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