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Cunde el síndrome Fujimori: de mañas y de artimañas procura valerse el dictador serbio con tal de seguir en el poder
Perdido por perdido, Slobodan Milosevic no sabe, o no puede, perder. Por más que, ciego en su nacionalismo, en su orgullo y en su demagogia, sea un perdedor nato. En especial, frente a la NATO, siglas en inglés, y en el espejo, de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), después de que ardió Kosovo, en marzo de 1999, al fuego de pasiones sordas, de democracias en coma y de economías rengas que derivaron en espantosas limpiezas étnicas y, como correlato de ellas, en penosas caravanas de refugiados (por los misiles más que por la represión serbia) y en daños colaterales (tan absurdos como la voladura de la embajada china en Belgrado).
En los Balcanes, en donde despuntó el siglo XX con su primera guerra mundial, empezó, y terminó, la carrera política de Milosevic. Quebró en 1987, mientras era un burócrata en ascenso de la Liga Comunista de Belgrado, la prohibición de hablar de diferencias étnicas que había implantado el mariscal Tito entre 1945 y 1980. Es decir, el principio de hermandad y de unidad. Un maquillaje efectivo: estaba prohibido hablar. O, como en toda dictadura, hablar más de una vez.
Desde entonces, empeñado en el sueño de fundar la Gran Serbia, Milosevic no cesó en su afán de venganza contra los albaneses. Fomentó la violencia y la discriminación entre los suyos. Y, curiosamente, obró un milagro: un grupo de forajidos, el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), no mejor calificado que las guerrillas latinoamericanas de los años 70 por el gobierno norteamericano, terminó siendo prenda de paz en una provincia signada por las miserias de la guerra.
En ella, o por ella, objetivo geoestratégico de Europa en el cual siempre pusieron el ojo los Estados Unidos, perdió Milosevic otro trozo de Yugoslavia, bajo el control de la OTAN, después de las sucesivas independencias de Eslovenia, de Croacia, de Macedonia y de Bosnia-Herzegovina en los 12 años que lleva en el gobierno. Un récord. Perdió todo, menos la obsesión de poder. Le queda Montenegro, pronta a decirle adiós. Y, bueno, Serbia. ¿Serbia? Tras el resultado adverso, y atenuado, de las elecciones del domingo pasado, tampoco puede ufanarse de ello.
Ganó Vojislav Kostunica. Con más del 50 por ciento de los votos, como advirtieron la Unión Europea, los Estados Unidos y las Naciones Unidas. Pero Milosevic, con mandato hasta junio de 2001, no sabe, o no puede, perder. Y baraja para la segunda vuelta, el 8 de octubre, forzada y forzosa, la llamada alquimia electoral (maquinaria del fraude). Como el Partido Revolucionario Institucional (PRI), de México, en sus peores tiempos. Como Fujimori, también, en vísperas de su derrumbe por méritos propios.
Es como el desenlace de Kosovo: perdimos, pero gané. O perdimos la guerra (todos), pero, mírenme, gané (yo). En las elecciones perdió Milosevic, huérfano ahora de los respaldos de la Iglesia Ortodoxa Serbia, decisivo antes del cese el fuego y después de él, y del ultranacionalista Vojislav Seselj, serbio a ultranza que comulga con el nacionalsocialismo de Hitler y con el fascismo de Mussolini mientras, rareza al fin, comparte la tríada gobernante con el Partido Socialista de Serbia, de Milosevic, y con la Izquierda Unida Yugoslava, de su mujer, Mirjana Markovic, comunista hasta la médula.
Perdió Milosevic, asimismo, el apoyo de un aliado clave, China, sensible a la causa serbia por el misil contra su embajada en Belgrado durante la guerra, una agresión gratuita, mientras Rusia mantiene una distancia prudente, o cómplice, de modo de no intervenir en los asuntos internos de otros países. Un seguro contra terceros después del llamativo silencio de la OTAN en Chechenia, sometida a una limpieza étnica parecida a Kosovo.
Perdió Milosevic, sí, pero parece que nadie se atreve a confesárselo. Dice el alcalde de Nis, Zoran Zivkovic, opositor, que Nikola Sainovic, viceprimer ministro de Yugoslavia, buscado por el Tribunal Penal de La Haya por crímenes de guerra, como su jefe, se comunicó con él por teléfono para ver si aceptaban la segunda vuelta. ¿Un arreglo? No: el dilema era convencer a la cúpula de que había sido derrotada en la primera.
La presión internacional, en aras de evitar la segunda vuelta, está sostenida por las promesas de la Unión Europea y de los Estados Unidos de levantar las sanciones económicas contra Serbia si Milosevic acepta la derrota. El resultado real. Es difícil aceptarlo. Más aún para su mujer, devota de la obra de Tito: «Llegamos al poder en medio de derramamiento de sangre y sólo lo dejaremos con derramamiento de sangre», vaticinó alguna vez doña Mirjana.
Kostunica, el virtual ganador, tampoco es Ghandi ni la Madre Teresa. Sobre todo, después de haber empuñado un fusil Kaláshnikov de los francotiradores serbios, durante Kosovo, y de haber defendido como abogado al líder serbio Radovan Karadjic, acusado de crímenes de guerra en Bosnia-Herzegovina. Es medio milímetro menos nacionalista que Milosevic y medio milímetro más desconfiado que él. Una garantía, muchachos.
De su sesgo antinorteamericano, y de su rechazo a la independencia de Montenegro, se valió para captar votos entre los serbios: «Cada vez estoy más convencido de que esta guerra innecesaria ha sido contra Europa, más que contra Serbia –me dijo, en medio de los misiles, en su estudio de Belgrado–. Tenemos a los norteamericanos en nuestro territorio, con bases militares en Bosnia, en Macedonia, en Albania y, ahora, en Kosovo. Nuestra experiencia con el apoyo de ellos a los partidos políticos de oposición ha sido desastrosa. Usted viene de América latina, en donde hubo dictaduras militares. Sabe de qué hablo».
Milosevic también. Quizás espere que Kostunica, como Alejandro Toledo en el Perú, se deje vencer por la sospecha de otra pantomima y levante la candidatura antes de la segunda vuelta. Debe de estar arrepentido de haber convocado a elecciones, pero, en verdad, tenía que legitimarse de algún modo: alteró la letra constitucional en el parlamento con tal de seguir ocho años más en el cargo a contramano de los reclamos del presidente de Montenegro, Milo Djukanovic, elegido, nunca reconocido, en 1997.
Ha sido, en todo caso, otro error de Milosevic que, como los gajos en los cuales ha dejado a Yugoslavia, pagará la gente. Harta de su régimen y, sobre todo, de las flaquezas del bolsillo después de haber perdido el ojo del imperio serbio, arrebatado por los turcos en 1389 y, con población albanesa en su mayoría, recuperado en las guerras balcánicas de 1912 y 1913.
Sin Kosovo, tierra fértil y rica en minerales, el imperio se ha quedado sin su único ojo. O ciego, como los dogmas de Milosevic desde el momento en que su régimen, mezcla de laboratorio entre la ultraizquierda y la ultraderecha, nunca ha sido más que un cíclope que supo beneficiarse de la hermandad paneslava con los rusos. En desgracia, nostálgicos de la Guerra Fría desde que cayó el Muro de Berlín, con el lastre de sus propios divorcios territoriales.
Kosovo ha sido culpa de los excesos del dictador serbio, pero también ha sido culpa de la miopía crónica de sus vecinos europeos. Incapaces de prevenir guerras y de terminar con sus dictadores. España, por ejemplo, no pudo con Franco hasta su muerte. Y no lo juzgó. Hoy, enhorabuena, procura juzgar las atrocidades de Pinochet. Enhorabuena por los derechos humanos, no por la línea de conducta.
La OTAN puso precio a la cabeza de Milosevic. Precio, no valor, frente al tendal de 5000 muertes de un solo lado que dejó Kosovo. La consigna, sin embargo, permanece intacta: retroceder nunca, rendirse jamás. Como el PRI antes de Vicente Fox. Como Fujimori mientras estuvo Vladimiro Montesinos. Tal vez, como Kostunica después de Milosevic.
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