El espejo retrovisor




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¿Qué hay detrás de las expeditivas intervenciones occidentales en las crisis árabes?

EL gobierno francés quiso ser el primero en repeler con su aviación el escarmiento de Muammar Khadafy contra su pueblo y en reconocer al Consejo Nacional Libio como su «único representante». ¿Temía Nicolas Sarkozy que el régimen más estrafalario del norte de África cumpliera con su amenaza de ventilar secretos comprometedores? En Siria, Bashar al Assad denunció que las revueltas en su país eran orquestadas por los Estados Unidos. The Washington Post reveló cables filtrados por WikiLeaks sobre la presunta financiación norteamericana de grupos opositores y de la cadena Barada TV, que emite desde Londres informaciones adversas a su gobierno. ¿Temía Barack Obama algo parecido?

Lo temieran o no, ambos han saltado el cerco de la duda: respaldan los levantamientos en el mundo árabe no sólo con aliento, sino, también, con dinero, según acordaron en la cumbre del G-8, realizada en estos días en Deauville, Francia, con sus pares de Alemania, Canadá, Italia, Japón, el Reino Unido y Rusia. En su papel de anfitrión y presidente de turno del G-8, Sarkozy instó a Khadafy a dejar «el poder ya, y veremos luego dónde, en qué dirección, con qué pasaje o en qué avión se va al exilio o no». Dio un paso de más después de haber acuñado un eslogan duro, pero no terminante: ni indiferencia ni interferencia. Con él procuró disimular la demora en responder a los reclamos en Túnez, colonia francesa hasta finales de la década del cincuenta.

Ese paso de más guarda relación con el escandaloso arresto por intento de violación de Dominique Strauss-Khan, ex director gerente del Fondo Monetario. Era el socialista con mayores posibilidades de alcanzar la presidencia de Francia en 2012. Sarkozy, aún postergado en los sondeos de opinión, ha encontrado en cada cumbre un ámbito apropiado para recobrar la estatura presidencial. Con la acción internacional procura paliar el déficit doméstico, capitalizado últimamente por la ultraderechista Marine Le Pen.

De pronto, Francia se vio envuelta tanto en la exclusión área de Libia bajo el alero de la alianza atlántica (OTAN) como en el ataque al palacio presidencial de Costa de Marfil, secuestrado por Laurent Gbagbo, reacio a aceptar la victoria de Alassane Ouattara en las elecciones de noviembre de 2010. En ambos casos, el gobierno de Sarkozy actuó en defensa de los civiles con la venia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Tras el arresto de Gbagbo, a cargo de soldados marfileños, Libération señaló que la misión francesa «recuerda las intervenciones del pasado y se corre el riesgo de que así la vean los africanos jóvenes». No guardan ellos los mejores recuerdos de la Françafrique. En esos tiempos, Francia dictaba políticas, desplegaba tropas y obtenía beneficios en sus colonias del norte y el oeste de África; Libia pertenecía a la órbita italiana.

Con sus bemoles, las revueltas árabes estallaron ahora en forma simultánea por razones parecidas. La ira de Khadafy contra su pueblo apuró la venia de las Naciones Unidas y el respaldo de la OTAN para inhibir la represión. No ocurrió lo mismo en Siria, donde Al Assad derogó el estado de emergencia que desde 1963 permitía descabezar cualquier signo de oposición, nacionalizó a 250.000 kurdos apátridas y ordenó el alza de los salarios de los empleados públicos, pero insistió en infundir pánico con el Mujabarat (Policía Secreta del Partido Baath). Nada cambió con la muerte de Osama ben Laden, acusado por ambos de alentar las protestas.

La respuesta de Al Assad, como la de Khadafy, es la misma que dio Saddam Hussein con el gas nervioso esparcido en la ciudad kurda de Halabja en 1988. Poco antes, en 1982, habían muerto entre 15.000 y 20.000 sirios en represalia por un levantamiento en la ciudad de Hama. Gobernaba Hafez al Assad, padre del larguirucho optometrista educado en Gran Bretaña que se perfilaba como un moderado y terminó siendo un represor. Esa matanza quebró el espinazo de la Hermandad Musulmana, sucursal siria, y atemorizó a una generación que convivió con ella como un aviso de lo que podía ocurrirle si osaba hablar de política.

Del presunto complot orquestado por los Estados Unidos, según los despachos diplomáticos, habría participado el ex vicepresidente sirio Abdul Halim Khaddam, de religión sunita, enemigo personal de Al Assad, de la minoría alauí. Renunció en 2005. Ese año fue asesinado con un coche bomba el ex primer ministro libanés Rafiq Hariri. Desde el exilio, Khaddam habría operado de común acuerdo con la familia Hariri, también sunita, al frente de la lucha contra la influencia de Siria en El Líbano.

Los acusó Hezbollah, partido-milicia de los chiítas de ese país que responde a Irán y recibe armas de Siria, de financiar «la desestabilización» del régimen de Al Assad. De ser cierto, los shabab (jóvenes) no estarían tan solos como parece. En los países árabes, por primera vez, los mayores siguen a sus hijos, armados con teléfonos móviles (79 por ciento más que en 2009, según Gallup) y cuentas de Twitter y Facebook. En los occidentales, por primera vez, los gobiernos se contradicen a sí mismos al rubricar el epílogo de regímenes cuyo apogeo ellos mismos o sus antecesores inmediatos habían prologado; tienen el espejo retrovisor empañado y empeñado.



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