Anatomía de la desigualdad brasileña

El norte pobre y el sur rico componen la geografía política, social y económica de un país dividido no solo por Lula y Bolsonaro




Brasil exhibe sin pudor su propia grieta, con lógica ideológica y fronteras claramente geográficas
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MARAGOGI, Brasil – “Me faltan cien reales para comprarme una bicicleta”, dice Vitória, algo tímida, pero decidida. Habla en voz bajita, con dicción lenta, para que los turistas extranjeros entiendan su idioma y su mensaje. Sobre todo, su mensaje.

Su pelo, enredado por el viento, largo y negro, se adivina huérfano de champú. Los ojitos vidriosos, las manos ásperas, sucias de arena, por lo menos. La tez morena y algo cuarteada por el sol abrasador del nordeste brasileño. Pasa el día entero en la playa, con sus diez años mal vividos y una mochila llena de chucherías que intenta vender a cuestas. No sé qué le pesa más.

La bicicleta es una meta que le queda lejos. En verdad, no es una meta. Si su realidad fuera otra, podría ser una mentira piadosa. Una mentira blanca que se escapa entre los labios de una criatura de tez negra. Pero su realidad es la que es y la empuja a montar estrategias sin que ella pueda presentar resistencia. No tiene tiempo para elegir; le urge sobrevivir.

El cuento de la bicicleta es eso; una estrategia, y juntar algo para llevar a casa es el verdadero propósito. No viene de rodados la cosa; viene de panzas con necesidades. Vitória ya aprendió. Así de chiquita ya aprendió que, por alguna extraña razón, añorar una bicicleta puede sensibilizar más a los turistas que sincerar el hambre familiar de familia numerosa. Demasiado numerosa. Demasiada hambre. O tal vez, aprendió que es más efectivo el recurso para promover un mayor desembolso de la dádiva. Y eso viene muy bien, especialmente en los días en los que las ventas son tan flacas como su propia menuda humanidad. Las necesidades obligan a improvisar métodos de marketing. Rústicos pero eficaces cuando falta comida en una mesa con muchos comensales. Demasiados comensales. Demasiados platos vacíos. Demasiadas necesidades. 

La playa está repleta de Vitórias, de Joeles y de Amires, niños, niñas y adolescentes que recorren a diario kilómetros de arena blanca y fina como harina

Y ahí va ella, con sus rulos oscuros dibujando sombras en su espalda prematuramente encorvada, la boca seca de sol y de sed, las patitas chuecas dando saltos cuando la arena quema. Ayer traía una gorra rosa gastada; herencia familiar, seguramente. Le quedaba algo grande y el viento debió habérsela robado. También el viento le roba a Vitória. Hoy ya no la tiene, y el sol del mediodía parece pintarle un haz de luz dorado en el pelo negro revuelto.

Ahí va, sin noción de almanaque porque todos los días son iguales para Vitória. La playa es lugar de descanso para los turistas y de trabajo para ella. No hay feriados, no hay domingos, y hay que aprovechar enero, el mes donde el turismo local es fuerte porque en febrero los niños brasileños vuelven a clases. No todos, claro.

Ahí va la nena con su cuerpito mínimo, de playa en playa y de sombrilla en sombrilla, con su discurso preparado y su cerrado portugués, en busca de manos conmovidas que le extiendan un real. Si son varios, mejor.

La playa está repleta de Vitórias, de Joeles y de Amires, niños, niñas y adolescentes que recorren a diario kilómetros de arena blanca y fina como harina, haciendo breves pausas a la sombra de un coqueiro, albergando la esperanza de que algún turista de “all inclusive” les traiga del resort unas batatas fritas o un “picolé”, para compensar la no compra de lo que venden. O como premio a su prematuro esfuerzo laboral. Demasiado prematuro. Demasiado esfuerzo. Demasiados kilómetros. Demasiado sol.  Demasiada pobreza. Demasiado todo.

En Brasil, la relación entre el norte y el sur va a contramano de la lógica plasmada en la teoría de la dependencia

El retorno de Lula al Palacio de Planalto renueva ilusiones en el nordeste, su propia cuna, y sin duda la zona más pobre de Brasil. Quedó claro que a Bolsonaro le pasaron factura por su pésima gestión de la pandemia, su retraso en la compra de vacunas y los casi 700 mil muertos del COVID-19. Pero la factura más abultada vino atada a los números de la pobreza, con un aumento descomunal que ciertamente no afectó por igual a los 215 millones de brasileños. El norte, más castigado, se lo hizo saber con el sabor amargo de haberse sentido abandonado a su mala suerte durante sus cuatro años de gobierno. Y las consecuencias a la vista. El norte, en general, y en particular el nordeste, cuyos habitantes votaron a Lula hace algunos meses montados en el recuerdo de la vida mejor que tuvieron hace algunos años. Quince años, más precisamente.

Brasil exhibe sin pudor su propia grieta, con lógica ideológica y fronteras claramente geográficas. El sur, rico, con sus consignas bolsonaristas flameando a la par de la bandera de Brasil, un símbolo del que la derecha logró apropiarse durante el último gobierno. El sur, de los amarillos. El norte, pobre de toda pobreza, lanzado como promotor del regreso de Lula a la presidencia. El norte, acusado por el sur de ser rojo. “Minha bandeira nunca será vermelha”, dice un joven seguidor de Bolsonaro. No es suya la frase; fue el mismísimo ex presidente quien gritó desaforado en su discurso de asunción en enero de 2019: “nuestra bandera nunca será roja”.   

En Brasil, la relación entre el norte y el sur va a contramano de la lógica plasmada en la teoría de la dependencia. No encaja en el espíritu poético de Mario Benedetti; más bien se da de bruces con la idea de que “el norte es el que ordena”, concebida por el uruguayo. “Eu sou um patriota”, vocifera el joven bolsonarista cuando le pregunto las razones de su voto. El nordeste es del PT, pero hay excepciones, en su mayoría entre los sub 30 convencidos de que Lula es comunista y ladrón, y específicamente entre quienes viven del turismo, que le agradecen a Bolsonaro haber ignorado la pandemia con un siga-siga que permitió abrir la economía cuando el mundo se cerraba, aún a costa de fosas comunes desbordadas de cuerpos en gran parte de Brasil. Y si no tuvo empatía con las víctimas parece algo que se le pudiera perdonar, en la medida en que la muerte no haya pasado cerca de quien otorga el perdón.

Ahora, por acá, se percibe el temor de que la grieta local impacte de lleno en el único recurso que tiene el nordeste: el turismo, precisamente. Desde antes de que asumiera Lula, los grupos de Whatsapp ardían. Ardieron el domingo 8 de enero, durante y después de los ataques en Brasilia. Y siguen ardiendo, también en Facebook, con llamados a boicotear el nordeste y sus playas de aguas verdes, calmas y cálidas. “Son los traidores que trajeron de vuelta a los rojos al poder”, sentencian desde el sur hacia el norte. Los vendedores de la playa, los mozos de los hoteles y los agentes de turismo que ofrecen traslados y paseos lo viven como una amenaza. Los empresarios del sector agregan el punto a su larga lista de motivos para detestar a Lula. O querer voltearlo. El sur lanza proclamas contra el norte como una llamarada de fuego vengador, y aunque parezca insólito, desquiciado y absurdo, en esos grupos de redes sociales hay quienes hablan hasta de separar al nordeste del resto de Brasil. La grieta también aquí hace estragos, con estilo e incongruencias propias.

Vitória no es víctima de la grieta, sino de la desigualdad. Demasiadas Vitórias. Demasiada desigualdad. Hoy sigue recorriendo las playas, sin perder de vista dónde detener su caminata para abrir su mochila y ofrecer una chuchería o recibir una limosna. Se seca el sudor con la manga de la remera con agujeros y mira el cielo para saber si la lluvia pondrá a los turistas en fuga de la playa. Mientras no llueva, tiene que seguir trabajando.

Andrea Duplá



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