La muerte de un ruiseñor

El vil asesinato del periodista turco de origen armenio Hrant Dink, acaecido hace una década, no fue en vano: el genocidio armenio dejó de ser un tabú en Turquía




Hrant Dink se había propuesto reconciliar a los turcos con la comunidad armenia
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Hay tres versiones de la verdad: la verdad, tu verdad y, modestamente, mi verdad. La verdad se cotiza en baja mientras tu verdad y mi verdad ajustan cuentas en la esquina de las redes sociales. Nos queda como atenuante la posverdad. Es el relato emocional que se impone al dato frío. De estar vivo, Hrant Dink, periodista armenio de Turquía asesinado hace una década, quizá se habría opuesto a la posverdad, como justificativo del Brexit y de la victoria de Donald Trump, con tanto énfasis como renegaba con la verdad oficial, la del Estado turco, sobre el genocidio armenio.

Lo asesinó el 19 de enero de 2007, con premeditación y alevosía, un muchacho de 17 años de edad, Ogün Samast, natural de la ciudad turca de Trabzon. Samast debía liquidar la verdad de Dink, su verdad, frente a la obstinada refutación de la masacre perpetrada entre 1915 y 1923 por el imperio otomano. Gatilló su arma al menos tres veces y acalló de ese modo a un ruiseñor, pero, sin pretenderlo, despertó las voces de miles frente a una muerte absurda y un proceso judicial que distó de ser imparcial. La consigna en las calles de Estambul pasó a ser: “Todos somos Hrant”

Hrant, jefe de redacción del semanario Agos, se había propuesto reconciliar a los turcos con la comunidad armenia. Era algo así como estrechar sus propias manos sin quitarlas de los bolsillos. En 2005, tras publicar un artículo sobre la diáspora armenia, lo condenaron por “insultar la identidad turca”. La misma represalia, invocando el artículo 301 del Código Penal, le aplicó la justicia turca a Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura 2006, por haber afirmado la existencia del holocausto armenio. Una verdad que, siguiendo la línea del filósofo británico John Stuart Mill, no debe ser tapiada, sino debatida a fondo, «frecuentemente y sin temor», como toda verdad, de modo de evitar que se marchite como «un dogma muerto».

El holocausto armenio, como supo llamarlo Winston Churchill, sirvió de fuente de inspiración a Hitler por la rapidez con la que creía que el mundo olvidaba las grandes masacres. Hitler se valió de él. Lo asimiló como su verdad para emprender la impiadosa y abominable faena de purificación social de judíos, rusos, eslavos, polacos, gitanos, homosexuales y discapacitados. Poco antes, un millón y medio de armenios habían sido ejecutados por el imperio otomano, gobernado por los Jóvenes Turcos, con el apoyo de los kurdos. Esa verdad, la verdad, más allá de tu verdad y de mi verdad, es irrefutable.

Los periodistas como Hrant no somos fiscales ni jueces, pero tenemos el derecho de exponer, investigar y comentar los hechos que llegan a nuestro conocimiento. La convicción no abreva en la encarnadura política ni en el compromiso con una facción, sino en la defensa de valores fundamentales, como la libertad para decir que dos más dos son cuatro.

Hrant terminó siendo aquello que jamás imaginó: el mártir de una causa, la armenia, en busca de la verdad. Su muerte, como las de otros periodistas a causa de su trabajo, es paradójica. Gracias a ella, el genocidio armenio dejó de ser un tabú en la sociedad turca. No es poco, pero el precio que pagó, su vida, fue el más caro del mundo por haberse empeñado en defender la verdad, tu verdad y mi verdad.

 

Publicado en Diario Armenia, 19 de enero de 2017

 

Jorge Elías

@JorgeEliasInter | @Elinterin
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