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Medvedev y Obama: hamburguesas para todos
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¿Cuáles son los platos favoritos de los presidentes de acá, de allá y, también, del más allá?

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Como escribió el filósofo español Javier Goma Lanzón, “lo único verdaderamente importante de la vida de los políticos es su vida privada”. Y si de intimidades se trata, las comidas favoritas revelan no sólo sus gustos, sino, también, sus temperamentos. En 2010, Barack Obama compartió hamburguesas con su entonces par de Rusia, Dmitri Medvedev, encantado de saltearse el protocolo en Ray’s Hell Burger, de Arlington, Virginia, cerca de Washington. Pudo ser una excepción si Obama no hubiera celebrado poco después su cumpleaños, el número 50, con ese exquisito manjar, rico en colesterol, en el restaurante de comidas rápidas Good Stuff, vecino del Capitolio.

La pasión del presidente de los Estados Unidos por la comida chatarra o basura, abrazada con inocultable deleite por Bill Clinton con sus correspondientes raciones de papas fritas, contrasta con el empeño de Michelle Obama en corregir los pésimos hábitos alimentarios de los norteamericanos, traumatizados por el sobrepeso de las dos terceras partes de su población. En la Casa Blanca creó en 2009 un huerto orgánico que ha inspirado a familias, colegios y comunidades. Desde 2010, el personal se puso a dieta y perdió kilos. Susie Morrison, ayudante del jefe pastelero, venció su tentación por los dulces y reemplazó el café por el agua y el chocolate por el brócoli.

El brócoli es detestado por George W. Bush, amante de la comida china y mexicana. En su primera visita al exterior tras asumir la presidencia, el 16 de febrero de 2001, puso cara de asco y mostró el pulgar hacia abajo cuando la madre del presidente de México, Vicente Fox, le sirvió un plato de ese vegetal, plantado en el rancho de San Cristóbal, Guanajuato. También tenía sus caprichos Clinton antes de hacerse vegetariano por sus problemas cardíacos: en Bariloche, Argentina, durante una gira realizada en octubre de 1997, rechazó una corvina negra y ordenó un bife de chorizo. Los comensales debieron esperar que su plato estuviera preparado. Fui testigo de esa ocurrencia.

En los Estados Unidos, los contribuyentes pagan las cenas de Estado, las parrilladas del Congreso y las fiestas navideñas para los cuerpos diplomáticos, pero los presidentes asumen los costos de los alimentos y las bebidas que consumen con su familia y sus invitados personales, así como los gastos de tintorería, cuantiosos por las manchas de comida. A Richard Nixon se le hacía agua la boca con el requesón con salsa de tomate. Ronald Reagan adoraba las gominolas (caramelos de goma). Los Clinton iban de noche a la cocina de la Casa Blanca a beber una copa de champaña y asaltar la heladera.

En los setenta, Gerald Ford hizo sustituir el vino francés en la Casa Blanca por los de Virginia, Idaho y California. La tendencia francófila tenía un antecedente insólito: Mamie Eisenhower dispuso que la tarta de manzana apareciera en el menú de una cena de Estado con el nombre Betty Brune de Pommes. Jamás iba a hacer algo similar, a la inversa, el ex presidente francés Nicolas Sarkozy, apasionado del chocolate y del yogur.

El presidente ruso, Vladimir Putin, goza en cualquier estación del año del helado, en especial el de pistacho. Obama bebe té helado; Medvedev, en la comida informal que compartió con él, se inclinó por la bebida más popular de los Estados Unidos: Coca-Cola. En señal de amistad entre sus pueblos, ambos picotearon del mismo plato de papas fritas. Ninguna de las dos corbatas quedó invicta de ketchup.

Clinton también tenía debilidad por las hamburguesas (les agregaba queso, jalapeños y barbacoa) y por las enchiladas de pollo. Papá Bush tomaba helado Blue Bell. En público mordisqueaba chicharrón de cerdo para mostrarse cercano al paladar del pueblo, pero, en realidad, no lo digería. Menos astuto que él, su hijo W. se atragantó en enero de 2002 con un pretzel (galleta horneada con forma de lazo) mientras veía por televisión un partido de fútbol americano entre los Dolphins y los Ravens en el rancho de Texas. Los perros Barney y Spot resultaron ser los únicos testigos del desmayo, el golpe con los anteojos puestos y, como consecuencia de ello, los magullones en el pómulo izquierdo, la nariz y la comisura de los labios.

Casi igual, aunque en términos políticos, quedó Obama en su campaña presidencial de 2008 al elogiar la rúcula frente a productores de trigo y maíz en Iowa. No sabían de qué hablaba. Es como si Evo Morales, renuente a comer pollo por temor a contagiarse la calvicie y la homosexualidad, ordenara fuera de Bolivia una lagua de maíz jankakipa (sopa de harina de maíz amarillo, carne vacuna o de gallina, ají colorado, papas, arvejas, zanahorias, orégano, perejil y especias). O como si Hugo Chávez hubiera pedido en el exterior un guiso con carne del roedor de mayor tamaño y peso del mundo: el carpincho. O como si el ex presidente paraguayo Fernando Lugo tuviera antojo de vori vori de gallina casera. Es una sopa tradicional guaraní que lleva presas de pollo, cebollas, pimientos, tomates, comino y curry y que, según la creencia popular, “cura cualquier resfrío”.

Los hubieran mirado con tanta extrañeza como al príncipe Carlos de Gales si pronunciara el nombre de su plato preferido: Oeufs Drumkilbo. Es un cóctel de gambas con langosta, anchoas, huevos y tabasco. El heredero del trono británico reunió en el libro de recetas Taste of Mey (Sabor de Mey), del cual sólo escribe el prólogo, las recetas de las comidas que compartía de niño con su abuela, la reina Isabel. Mey es un castillo de Caithness, Escocia. En 2006 había publicado Carlos un libro similar, Duchy originals. No figura en sus páginas el plato predilecto del primer ministro británico, David Cameron: pasta con salchicha picante.

Menos pretencioso, el ex presidente uruguayo José “Pepe” Mujica disfruta las pizzas que prepara su mujer, la senadora Lucía Topolansky, así como las tortas pascualinas, las empanadas y, de postre, los pasteles. Entre un seco de pollo y cebiches con mariscos bien curtidos en limón o un arroz con menestra y chuletas no sabría qué elegir el presidente de Ecuador, Rafael Correa. La tiene más fácil el de España, Mariano Rajoy, devoto del tradicional y contundente cocido gallego. Y la tiene más fácil aún el ex presidente mexicano Felipe Calderón: ama la carne asada, los maníes salados y el tequila blanco, y detesta el hígado y las menudencias.

Tanto, quizá, como el difunto Néstor Kirchner, de dieta restringida por sus dolencias. Odiaba el olor a comida: mandó retirar la cocina del lugar en el cual se encontraba en la Casa de Gobierno, irritado con el perfume de las cebollas. Su sucesora, Cristina Kirchner, lanzó el plan “Milanesas para todos”, pero, en la intimidad, abomina el olor de la fritura y, como su difunto marido, ordenó alejar aún más la cocina del despacho presidencial. Cara y cruz con la segunda esposa de Perón, Evita: pedía que le dejaran milanesas que ella misma freía. La ex presidenta Kirchner venera las mollejas a la parrilla. En una ocasión también alabó la carne de cerdo por sus aparentes propiedades sexuales: “Es mucho más gratificante comerse un cerdito a la parrilla que tomar Viagra», confesó.

Entre los mandatarios argentinos, según Roberto Di Sandro, decano de los periodistas de la Casa Rosada, Perón comía alcauciles “fuego arriba y fuego abajo” y se relamía con las empanadas de humita regadas con vino tinto. Eran otros tiempos. Tal vez los más modernos y exigentes hayan sido Carlos Menem, fanático del sushi y los mariscos con almendras con vino “de mi bodega”, y la viuda de Perón, María Estela Martínez, alias Isabelita, apasionada por el soufflé de caviar con champaña.

Entre los más tradicionales, Arturo Illia se inclinaba por “una polenta con queso bien abundante”; Héctor J. Cámpora no perdonaba el lechón adobado; Raúl Alfonsín optaba por el bife de chorizo a caballo (con dos huevos fritos encima), salvo que hubiera cazuela de mariscos “muy picante”, y Eduardo Duhalde, sin poner dinero debajo del plato, prefería los ñoquis con tres salsas.

En otro mundo, Irak, Saddam Hussein criaba animales que él mismo seleccionaba para sacrificar y comer en su pueblo natal, Tikrit. Le gustaba el yogur de leche de camello, así como el vino rosado portugués y el whisky norteamericano. Fumaba puros cubanos. En la cárcel se declaró varias veces en huelga de hambre. En su última cena, antes de ser ahorcado, el 30 de diciembre de 2006, comió pollo con arroz y bebió agua caliente con miel. Pudo haber propuesto un brindis por su única arma de destrucción masiva: el pretzel con el cual se atragantó Bush.

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