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¿Qué ha llevado a Putin a violar el derecho internacional con el envío de tropas a la estratégica península de Crimea tras la caída del presidente de Ucrania?
En siglo XIX, el zar Alejandro II entrevió el siglo XXI: “Rusia tiene dos aliados verdaderos: su armada y su ejército”. Los sigue teniendo. La toma de la estratégica península de Crimea, ordenada por Vladimir Putin en represalia por la caída del presidente ucraniano Víktor Yanukóvich, recreó la imagen del imperio pretérito que no admite haber quedado resquebrajado tras el colapso de la Unión Soviética. No se trata de una renovada guerra fría, en la cual las dos superpotencias se amenazaban mutuamente con el arsenal nuclear del planeta repartido en partes iguales, sino de una suerte de reivindicación de aquello que Rusia cree propio y ya no lo es.
En ruso, Ucrania significa tierra de frontera; en ucraniano, patria. Esa patria, enclavada en tierra de frontera, alcanzó la independencia en 1991, pero alberga las pasiones encontradas de un país dividido que convirtieron a la plaza Maidán, bautizada Euromaidán (Europlaza), en un campo de batalla por el ingreso del país en la Unión Europea y, sobre todo, por el acuerdo de libre comercio con Occidente, rechazados por Yanukóvich con la venia de Putin. En la plaza principal de Kiev confluyeron desde fervientes defensores de la democracia hasta infiltrados de la peor estofa, enrolados en la ultraderecha nacionalista antijudía. Yanukóvich ordenó la represión y se esfumó.
En un decenio, Rusia cerró dos veces el grifo del gas para presionar a Ucrania. Por sus entrañas pasa un 15 por ciento de fluido que consume Europa (en especial, Alemania, Italia y el Reino Unido). Con la invasión de Crimea, en presunta defensa de los suyos, Putin violó el derecho internacional, pero se aseguró el clamor nacionalista. En realidad, Rusia afirma su nacionalismo en el escudo de armas zarista, un águila de dos cabezas. Una cabeza fomenta el separatismo en Osetia del Sur y Abjasia; la otra lo aplasta en Chechenia. De igual modo se comporta con la autodeterminación: la apadrina en esas dos regiones en conflicto; la aborrece en Kosovo, ahora independiente, donde defendió al difunto presidente serbio Slobodan Milosevic.
Me tocó verlo: apenas terminó la guerra de Kosovo, los soldados rusos arribaron a la entonces provincia serbia antes que los tanques de la alianza atlántica (OTAN). Los militares norteamericanos y europeos no habían puesto un pie en el terreno durante la represalia aérea contra el régimen de Milosevic. Era una demostración de poder. Los bombardeos habían durado 78 días. En el 24 de marzo y el 9 de junio de 1999 hubo 5.000 víctimas de un solo lado, el serbio, y ninguna del otro. Con la ayuda de Boris Yeltsin, antecesor de Putin, Milosevic sorteó la regla Galtieri: no cayó de inmediato por la derrota, sino un año y medio después.
De Putin, Occidente esperaba otra actitud. Al final de su primer período, en 2004, supo que era una utopía: las revoluciones de colores de Ucrania, Georgia y Kirguizistán enfurecieron aún más a Rusia, león herido y, a la vez, envalentonado con los altos precios del gas y del petróleo. Cuatro años después, la bonanza y el autoritarismo recrearon épocas que parecían remotas. Con la intimidación política, nutrida de misteriosos e irresueltos asesinatos de periodistas y espías, Rusia recuperó con la armada y el ejército, sus verdaderos aliados, aquello que creyó perdido como las guerras de los Balcanes: el orgullo, más allá de los modales y los métodos.
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