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La victoria de Uribe ha demostrado que en la región queda cada vez menos espacio para los políticos convencionales
Son tres amigos. Sordo, uno; ciego, el otro; rengo, el otro. Están en casa ajena, in fraganti. El sordo dice: «Oigo pasos». El ciego dice: «Veamos». El rengo dice: «Corramos, pues». ¿Absurdo? Son tres candidatos. De un partido tradicional, uno; del otro partido tradicional, el otro; de un partido ignoto, el otro. Están en elecciones presidenciales, en campaña. El primero dice: «Oigo cacerolas». El segundo dice: «¿Estás seguro?» El tercero dice: «Corramos, pues».
Moraleja: la victoria de Alvaro Uribe en las elecciones presidenciales de Colombia ha venido a confirmar que el rengo, o el candidato del partido ignoto, corre con ventaja frente a sordos y ciegos. De los cuales la gente, prudente, toma cada vez más distancia. No de la política ni de los partidos, sino de aquellos que representan una actitud frecuente en América latina: establecemos reglas para los demás y excepciones para nosotros.
Esquema gastado, y vapuleado, que los colombianos han asociado con la oferta de Horacio Serpa, ya derrotado en 1998 por Andrés Pastrana. Más allá de él mismo, de sus virtudes y de sus defectos. Ligado en el ideario popular con estructuras y cuadros a los cuales se les ha pasado el cuarto de hora. Sobre todo, frente a una demanda generalizada, sin fronteras casi, de caras nuevas. Como pudo ser Alberto Fujimori en Perú, más allá del régimen abominable que implantó. Como pudo ser Hugo Chávez en Venezuela, más allá de la controversia fenomenal que desató. Como pudo ser Vicente Fox en México, más allá de la virtual decepción que deparó.
Rengos, todos ellos, del amparo de los partidos tradicionales. Al igual que Uribe, desertor del Partido Liberal y, a su vez, desentendido del Partido Conservador. Primero en su tipo en ganar las elecciones presidenciales de Colombia sin respaldo político, pero al mismo tiempo primero en su tipo en acaparar la jefatura de ambos partidos. Por haber hecho política sin partido, prescindiendo de los políticos, con tal de capitalizar el descontento de la gente.
Indicio de honestidad, al parecer. Que, como sucedió con Fujimori, Chávez y Fox desde orígenes diferentes, partió de la nada. De talleres convocados por dirigentes sociales, cívicos y políticos, de modo de influir en concejales y en congresistas que, finalmente, terminaron apoyándolo en desmedro de sus propios partidos. Llegaron tarde, sin embargo: ya estaba empinado en las encuestas. Por sí solo. Razón por la que ganó las elecciones presidenciales y ganó, como valor agregado, el liderazgo político.
El resultado, más del 53 por ciento de los votos, ha roto un patrón: la necesidad de apelar a una segunda vuelta para desempatar. Y otro: la presencia de un vicepresidente, Francisco Santos, surgido de los arrabales de la política, al margen de su militancia cívica, como periodista, por haber sido secuestrado, en su momento, por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Símbolo del desgarro de un país en guerra. Padecido también por Uribe: su padre murió en medio de un tiroteo durante un intento frustrado de secuestro en 1983, y él mismo sobrevivió, el 14 de abril, a un atentado contra su vida en el cual cayeron en Barranquilla, como consecuencia de una bomba contra un ómnibus de campaña, tres inocentes. Barbaridad que alimentó los rumores sobre su presunta relación con los paramilitares. Las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), de Carlos Castaño. Vinculadas, como las FARC y como sus primos hermanos del Ejército de Liberación Nacional (ELN), con el narcotráfico.
Otro patrón roto, digamos: la inclinación de la gente hacia un candidato identificado con la derecha, con una clientela electoral, en ocasiones anteriores, de no más de un 15 por ciento. Quizá por la violencia y por la inseguridad. Quizá por la corrupción. Quizá por el entierro de toda ideología ante la ceguera y la sordera de Tirofijo, el capo de las FARC, frente a las concesiones de Pastrana. Con la terrible paradoja, en las elecciones, de una candidata secuestrada, Ingrid Betancourt, al igual que congresistas y que el gobernador de Antioquia, sucesor de Uribe en el cargo, en espera de un eventual intercambio por guerrilleros presos.
Atornilladas en el discurso setentista de la toma del poder y del gobierno revolucionario, las FARC no han hecho más que contribuir a la prédica de Uribe. A bala y dinamita pretendieron que la gente no votara, rompiendo otro patrón: nunca hubo un proselitismo armado tan descarado. Tan intimidatorio. En contra de un candidato cuyos pergaminos no se centraban en la lucha, sino en la construcción de carreteras y en los presupuestos balanceados, y cuyas promesas hablaban de duplicar las fuerzas armadas y policiales.
Mirado de cerca por los Estados Unidos, principales contribuyentes del Plan Colombia con tal de evitar la filtración de cocaína por sus fronteras. Con George W. Bush embarcado en su guerra contra el terrorismo, o eje del mal, en la cual no distingue entre Ben Laden, Saddam y Patoruzú, mientras el Capitolio, por pedido de él, evalúa la liberación de más fondos para fumigar los campos de todo vestigio de amapola y de otras flores, o especies, silvestres. En dos años, los desembolsos, del orden de los 2000 millones de dólares, han sido utilizados en helicópteros y en adiestramiento militar. Los próximos 500 millones, si cuadran, procurarían destrabar las restricciones para el empleo de tropas entrenadas y de equipos norteamericanos contra las FARC y compañía.
Hostil desafío para Uribe, abogado formado en Harvard y en Oxford, con una premisa desde que tenía siete años. Le preguntaron qué quería ser cuando fuera grande. «Presidente», respondió. Comenzó siendo alcalde de su ciudad natal, Medellín. Le preguntaron entonces a su hermano menor, Jaime. «Yo quiero ser el hermano del presidente», respondió.
Respuestas anecdóticas de un hogar signado por la política. Sorprendido por el curso de los acontecimientos: Uribe se apartó del Partido Liberal, volcado hacia Serpa, y emprendió una campaña independiente en la cual cambió el lema Primero Antioquia, con el que ganó la gobernación del departamento, por Primero Colombia. En coincidencia con el agobio de Pastrana frente a los asesinatos y los secuestros. In crescendo a pesar de las facilidades otorgadas a las FARC.
In crescendo, asimismo, la impaciencia de la gente, convencida tal vez de que Serpa iba a ser más de lo mismo. O acaso, medias tintas ante un rival, Uribe, que encendió una señal de alerta entre los grupos de derechos humanos: propuso, por ejemplo, que se creara una red de informantes para ayudar al ejército y la policía. Una red de soplones, en definitiva. Capaz de promover la justicia por mano propia o cosas peores. Desmentidos por él los presuntos nexos de su familia con narcotraficantes de apellido Ochoa, socios del cartel de Pablo Escobar. Así como sus presuntos nexos con los paramilitares, promotores del voto a su favor.
Situación incómoda. Sobre todo si los paramilitares creen que Uribe será blando con ellos y enérgico con las FARC y el ELN. Desaguisado al fin en el cual, después del cuento de la salida negociada, prevalece la incógnita de un ignoto que, como Fujimori, Chávez y Fox, ha ido forjándose, desde 1999, la fama de gobernador de mano dura que convocaba al análisis de los problemas de las comunidades en los denominados talleres democráticos, financiados por la misma gente. De 8 de la mañana a las 6 de la tarde, todos los días, sombreado en el Partido Liberal por figuras tan prominentes como Serpa y Noemí Sanín. Más conocidas que él, desde luego.
Eran sordos y ciegos, no obstante ello, al fenómeno que, sin ser del todo outsider (ajeno a la política), surgía entre ellos. Cual cuña. Libre de compromisos, en principio, sumando voluntades entre liberales y conservadores. Despojados de culpa: se trataba de un candidato independiente. Rengo. Que decía: «Corramos, pues». Desde el costado del camino.
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