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Los ejércitos no combaten contra ejércitos, sino contra fuerzas militares que, a veces, son más poderosas que ellos mismos
En la biblioteca de su casa de campo de las afueras de Londres, Tony Blair se sentó en la alfombra y, en mangas de camisa, desplegó entre sus piernas un mapa de Medio Oriente. Estaba por emprender un viaje a la región más conflictiva del planeta. A su lado, Bill Clinton procuraba orientarlo sobre el derrotero y, en cada sitio en el que detenía el índice de su mano hábil, la izquierda, sobre las personas que debía ver. Testigo de ello, Fernando Henrique Cardoso, aún presidente de Brasil, concibió la idea de que su par de los Estados Unidos, comprometido como nadie en el proceso de paz durante sus ocho años de gestión, fuera el secretario general de las Naciones Unidas después de Kofi Annan.
En eso quedó la idea: en nada. George W. Bush, el día y la noche con su antecesor en la visión de Medio Oriente, no iba a apoyarla. Era descabellada, en realidad, acaso por una convención no escrita: el cargo de Annan debía ser ocupado por algún representante del mundo asiático o de otra región, no necesariamente reconocido por la comunidad internacional ni, a veces, por sus compatriotas. Que después no tuviera predicamento iba a ser tan usual, y aceptado, como las diferencias por razones políticas y estratégicas del órgano madre de las Naciones Unidas: el Consejo de Seguridad.
Cada vez que estalla Medio Oriente, sin embargo, Cardoso enumera los castillos de arena que Clinton construyó como mediador entre los sucesivos primeros ministros de Israel desde el difunto Yitzhak Rabin y otro difunto, el líder de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Yasser Arafat, excluido de todo diálogo por Bush a raíz de su mano blanda, o de su vista gorda, en los atentados suicidas mientras primaba la segunda intifada (sublevación palestina).
El tiempo no dio razones, sino hechos. Después de la voladura de las Torres Gemelas, perpetrada contra los Estados Unidos más allá de que quien fuera su presidente, el mundo toleró la intolerancia, o la tolerancia cero, de Bush, Blair (reciclado) y sus aliados: toleró que destruyeran Afganistán para terminar con el régimen talibán y toleró que destruyeran Irak para terminar con el régimen de Saddam Hussein.
¿Tolera el mundo, también, que Israel destruya en estéreo el Líbano para terminar con Hezbollah y Gaza para terminar con Hamas? En ambos casos, al igual que antes en Afganistán y ahora en Irak, la guerra no es contra Estados, sino contra Estados dentro de Estados (uno, constituido, pero débil; el otro, en ciernes y no menos débil) que están mejor pertrechados que sus Estados y que, a su vez, cuentan con los favores de otros Estados.
En ausencia de los Estados, precisamente, florecen organizaciones que, con el tiempo, se afirman en la asistencia pública y en otras áreas, como Hezbollah y Hamas. La guerra crea imágenes y cría distorsiones. De un lado, soldados; del otro, milicianos. De un lado, tanques misilísticos; del otro, terrazas misilísticas. De un lado, la bandera de un país; del otro, la máscara de un partido político o de una expresión religiosa. De un lado y del otro, el deseo mutuo de eliminación. Y en el medio, o en la frontera de las imágenes y las distorsiones, las secuelas del ideal aparente: que los Estados rijan nuestros destinos, bajo la órbita de las Naciones Unidas, en lugar de la ira con armas, y eventualmente votos, detrás de la cual intervienen Estados, no tildados de terroristas, en la pelea de fondo por los recursos energéticos y el dominio territorial.
Hasta el gobierno de Clinton, Medio Oriente era competencia de los Estados Unidos. Después pasó a ser competencia de sí misma. En la región, Bush aplicó la diplomacia multilateral de su padre: busquen una solución, muchachos. Es la fórmula que empleó con Corea del Norte: ¿planean desarrollar armas nucleares?; reanuden el diálogo a seis bandas. Y es, a su vez, la fórmula que empleó con Irán: si ese loco insiste en amenazarnos, acudo al Consejo de Seguridad. Ambos gobiernos, a diferencia de Irak, no llegaron a representar peligros concretos. No había urgencia, pues, en disuadirlos de otro modo.
En el tablero, conmocionado por la guerra entre Israel y Hezbollah, Rusia no dejó de tener influencia en Siria, como proveedor de armas, y China tampoco dejó de tener influencia en Irán, como socio energético. Sobre ese eje, ambos miembros permanentes del Consejo de Seguridad, club selecto que completan los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, corroboraron una sospecha: la importancia creciente de las organizaciones con votos y armas, como Hezbollah y Hamas, o sin uno de esos atributos, como Al-Qaeda, en desmedro de los Estados.
Frente a ello, el ejército más poderoso del planeta puso su bota en el Líbano sólo para evacuar a sus ciudadanos. Frente a ello, la Unión Europea no pudo salir de su atolladero después de no haber sabido resolver ni sus propios problemas en Kosovo cuando todavía tenía 15 miembros, 10 menos que ahora. Frente a ello, la voz de Annan, desoída por Hezbollah para acatar la resolución de desarme después de la desocupación israelí del sur del Líbano, por el gobierno de Ehud Olmert antes del ataque con misiles contra su puesto de observadores en el pueblo de Khiam, por el Consejo de Seguridad para condenar la masacre de Caná y por los libaneses para no destrozar sus oficinas en Beirut, tuvo el mismo efecto, si no menor, que el elocuente ruego por la paz de Benedicto XVI.
Frente a ello, los Estados Unidos por sí mismo pagaron el precio de haber perdido un momento unipolar único después de la Guerra Fría: su imagen, como Bush en la faz doméstica, cayó en todo el mundo por asuntos diversos, como su respeto dudoso a los derechos humanos en la cárceles de Abu Ghraib y Guantánamo, según el estudio Pew Global Attitudes Survey. Cayó aún más, empero, por sus contradicciones: firmaron un acuerdo nuclear con la India por medio del cual, en forma indirecta, legitimaron los planes nucleares de Corea del Norte y de Irán.
Fuera del mundo árabe, en Irán, Clinton también había construido castillos de arena, confiado en una reforma política mientras gobernaba Mohammed Khatami, predecesor de Mahmoud Ahmadinejad. Irak, primero, y el Líbano, ahora, fortalecieron la línea dura, regida por el líder supremo, Alí Khamenei, vocero de facto de los musulmanes y de su jihad (guerra santa) con promesas de venganza en bofetadas contra los Estados Unidos, alias El Gran Satán, e Israel, alias El Lobo Sionista. En su léxico, Hezbollah se convirtió en la avanzada de la resistencia los pueblos al costo de una mayor presión interna contra los disidentes.
En Irán y en Siria, los Estados Unidos no tienen embajadores, sino espías. No son fiables, aclaro: en Irak, alentados por exiliados contrarios al régimen de Hussein, dijeron que había armas de destrucción masiva. Son lo que hay, empero. Lo que hay en Damasco, por si fuera poco, son rencores por la desocupación siria del Líbano tras el misterioso asesinato del ex primer ministro libanés Rafik Hariri, el 14 de febrero de 2005, en Beirut.
Y lo que hay en otros ámbitos, como dice Cardoso, son inquietudes: ¿nadie previó que después de ese crimen iba a fortalecerse Hezbollah ni que, tras la desconexión de la Franja de Gaza y de parte de Cisjordania que encaró el ex primer ministro israelí Ariel Sharon con la venia de Bush, Hamas iba a ganar las elecciones palestinas?
Desde Irak, los Estados Unidos iban a encender la mecha de la democracia en los alrededores. ¿Encendieron otra mecha o estaba dentro de sus cálculos que hubiera una ola de violencia? Si estaba dentro de los cálculos, ¿en qué contribuyó la muerte del líder de la sucursal de Al-Qaeda, Abú Musab al-Zarqawi? El promedio de muertes diarias, del orden de las 50, no disminuyó.
En donde Bush quiso meterse, los cálculos fallaron; en donde Bush no quiso meterse, los cálculos también fallaron. En el Líbano dejó en claro que respalda a Israel. No por el llamado lobby judío, sino porque coincide con el fin: debilitar, si no eliminar, a Hezbollah. Es una vía, más contundente que la diplomacia multilateral que aplicó en Corea del Norte e Irán.
Esa otra vía fue a parar al desván, como la idea de Cardoso de imponer la candidatura de Clinton para suceder a Annan en las Naciones Unidas. Una idea que, en aquella reunión en la casa de campo de Blair de las afueras de Londres, quedó en la intimidad y, tiempo después, se desplomó como los castillos de arena.
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