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El retorno de los refugiados palestinos a Israel, como pide Arafat, sería echar combustible al fuego que acecha la región
Pasan los primeros ministros de Israel. Pasan los presidentes de los Estados Unidos. Pasan hasta los líderes árabes. Pero Yasser Arafat queda. ¿Cómo queda ahora? Queda, en el barranco en el que cayó el proceso de paz, como el intérprete de un pueblo atado por generaciones a una reparación histórica que, por justa que sea, no es necesariamente sabia ni, menos aún, oportuna: el retorno de los refugiados palestinos a territorios cuya gente habla otra lengua, profesa otra religión y cultiva otra cultura. El retorno, o la invitación, a nuevos enfrentamientos.
El último Arafat es, quizá, más rígido que el primero. Es más quisquilloso. Y es, a su vez, tan vacilante como su mentón mientras libra una guerra íntima, e inconfesa, contra sus contradicciones. Sabe que, como Ehud Barak y Bill Clinton, juega contra el tiempo. No por razones políticas, en su caso. Pero, igualmente, insiste en jalar al máximo una cuerda delgada, aunque se tense, aunque se rompa, con tal lograr una frágil armonía entre su propio legado (el Estado palestino), las presiones de los grupos radicales (como Hamas), la aprobación de sus socios árabes y el dilema de pecar de ingenuo, o de ser tildado de traidor, si cede un milímetro en sus demandas.
El proceso de paz llevó a Clinton a exclamar en una ocasión: «¡Dios, qué duro es!». Y en otra: «No me gusta fracasar, particularmente en esto». De ahí que, empeñado en sacar a flote la esperanza que fraguó con Arafat y con Yitzhak Rabin en el apretón de manos de 1993, haya cancelado la última posibilidad de ir como presidente a Corea del Norte y, en una reunión con negociadores palestinos e israelíes, haya intentado forzar la paz, más que promoverla.
Les propuso a los israelíes que devuelvan la Franja de Gaza y un 95 por ciento de Cisjordania, y que, a cambio del cinco por ciento en el cual los colonos judíos podrían conservar sus asentamientos, entreguen una porción del desierto de Negev, en el sur del país. Les propuso, asimismo, que respeten la soberanía palestina en algunos barrios del este de Jerusalén y en la parte superior de la Explanada de las Mezquitas. Sitio sagrado para unos y otros en el cual Ariel Sharon, con su provocativa visita del 28 de septiembre de 2000, hizo estallar la intifada. Que, convengamos, iba a estallar de todos modos.
Clinton actuó a lo Clinton: dio un ultimatum, corrido por el final de su mandato. Arafat, de ese modo, podría fundar su Estado, pero, como condición, debería renunciar a la cruzada por el retorno de los refugiados. Barak, en vísperas de elecciones precipitadas para las cuales la derecha de Sharon goza de mayor popularidad que el laborismo (salvo que se comprometa a dar un paso al costado en favor del ex primer ministro Shimon Peres), invirtió varias horas en convencer a los miembros de su gabinete sobre la ventana de paz que abría el plan. Sensibles, sobre todo, ante las concesiones dolorosas. Una definición tan familiar en el proceso como las oportunidades perdidas.
Acosado por el tiempo como Clinton y por la violencia como Arafat, Barak respondió que el plan podría ser un punto de partida. O un salvavidas, de modo de no ahogarse en las elecciones del 6 de febrero. Menos optimista se mostró Arafat, desconfiado, temoroso de que se trate, en realidad, de una oferta compartida de los Estados Unidos y de Israel. Razón por la cual no rechazó, ni abrazó, la idea. La llenó de objeciones, por más que, a sus ojos, sea una versión mejorada del acuerdo que naufragó en julio en Camp David.
Si aceptaba de inmediato, según su razonamiento, iba a exponerse a compromisos que un ultranacionalista como Sharon, en caso de que gane las elecciones, podría no cumplir. No él, esclavo de su palabra. En vísperas de la asunción de George W. Bush, además. En vísperas, en verdad, de otra etapa de un proceso de tres lados, en los papeles al menos, con dos vértices nuevos. Uno de los cuales, el presidente electo de los Estados Unidos, sentó su posición en el último debate con Al Gore: «Nuestro amigo es Israel», dijo. Definición y advertencia a la vez.
Los líderes árabes respondieron en estéreo. Cara o Meca: usaron tonos agudos con Clinton (continuar con las negociaciones iniciadas en Oslo) y graves con Arafat (continuar con la intifada). Dudan del aire que podrían otorgarle a Barak si, gracias a un acuerdo de este tipo, obtiene la reelección. ¿Qué queda, entonces? El riesgo de que la renuencia de Arafat al llamado plan fast-food de Clinton condimente, con Sharon y con Bush a la mesa, un estofado espeso.
A Arafat lo atormenta tanto ceder (Egipto recuperó todo su territorio y Siria recuperó los Altos del Golán, conquistados por Israel en la guerra de 1967) como no ser considerado el último héroe nacionalista de los palestinos. Lo atormentan, también, los fantasmas del presidente egipcio Anwar el Sadat, asesinado en 1981 por la ortodoxia musulmana, y de Rabin, asesinado en 1995 por la ortodoxia israelí.
La vuelta de los refugiados es el quid de la cuestión, pero los israelíes, en contra de ello, salvo en casos muy específicos de reunificación familiar, temen que, más que una minoría, se conviertan en un ejército de ocupación. Les ofrecen un resarcimiento económico, en compensación por las propiedades, que provendría de un fondo internacional.
No cosechan más que réplicas: «Quien renuncie al retorno es un traidor», dicen los palestinos más radicales. Avalados por Bahrein, Egipto, Jordania, Siria, el Líbano, Marruecos, Túnez y Arabia Saudita. No conscientes, tal vez, de que el retorno por el retorno mismo (justo, pero no razonable) sería el retorno a otro lugar. A un mundo diferente de aquel en el cual nacieron, crecieron o vivieron sus mayores, según el escritor israelí Abraham Yehoshúa. Desprovisto hasta de los olores de los árboles frutales y de los olivos. Que añoran, se supone.
Con un estilo de vida demasiado occidental. La otra cara, o la ceca, de las zonas palestinas cuya administración preside Arafat. Marcadas por la democracia de un solo hombre (cercado por los grupos radicales), por sospechas de corrupción y por cavilaciones sobre el respeto de los derechos humanos. De recursos escasos, paredes desnudas y odios ancestrales, en especial contra los judíos, que no procuró atenuar vacuna alguna.
Juntarlos, por más que los palestinos nutran el mito del eterno retorno, sería desunirlos aún más. O encender otra mecha en donde sobran los motivos para las explosiones. Los refugiados viven en Siria, en el Líbano y en los territorios ocupados. Son cerca de cuatro millones. La población estable de Israel es de seis millones, de los cuales un millón es de origen árabe. La virtual vuelta a casa sería la desaparición del Estado de Israel, según Yeshoshúa.
El retorno, o la indemnización por los bienes perdidos o dañados, es un derecho. Rubricado el 11 de diciembre de 1948 por las Naciones Unidas. Pero, al mismo tiempo, implica un riesgo fenomenal: el cumplimiento de la resolución podría derivar en el caos.
Dice Alain Touraine: «El futuro de Israel depende ahora sobre todo de su capacidad de reconocer la existencia nacional de los palestinos. Si no lo hace, la violencia devorará toda la región». Depende de Arafat, también. El único de los tres actores del proceso que no está apremiado por fechas precisas, más allá del tiempo. Que corre para todos.
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