Una fortaleza que nació de la exclusión




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Con rencores ancestrales y posiciones de izquierda, el presidente de Bolivia coronó el ciclo de Marcos y Rigoberta Menchú

LA PAZ.– Por exceso de diagnósticos y ausencia de terapias, Evo Morales cerró un ciclo. El ciclo de las plegarias no atendidas, o de los gritos desoídos, que inauguró el 1° de enero de 1994 el subcomandante Marcos en las montañas del sur de México. En ese momento, la globalización no detenía su marcha frente a la cruda realidad de tzotziles, tojobales, tzeltales y choles mientras Rigoberta Menchú, campesina de la etnia maya quiché cuyos parientes habían sido torturados y asesinados por militares y escuadrones de la muerte en Guatemala, insistía en su campaña de denuncias de violaciones de los derechos humanos después de haber sido reconocida con el Premio Nobel de la Paz en 1992, quinto centenario del Descubrimiento de América.

En un continente dominado, y doblegado, por la desigualdad, la pobreza y la exclusión, Morales halló otra fórmula, emparentada con su rechazo epidérmico a los Estados Unidos, por haber intentado erradicar los cultivos de coca de la región del Chapare, y a las inversiones extranjeras en los recursos naturales de Bolivia (sobre todo, el gas y el petróleo), amenazadas durante la campaña electoral con confiscaciones que después, astuto el primer presidente aymara de la historia, se tradujeron en nacionalizaciones sin daños aparentes a la seguridad jurídica y la renta.

De lejos, y de cerca también, América latina viró hacia la izquierda después de haber estado a punto de tocar fondo en mares más apacibles para los barcos que atrajeron el libre mercado y las privatizaciones posteriores a las dictaduras militares. ¿Viró hacia la izquierda? No tanto, por más que Morales, pionero de la nueva ola, alce el puño izquierdo y evoque al Che Guevara, muerto en Bolivia. Viró, en realidad, hacia el ombligo nacionalista con un discurso demagógico de revalorización del Estado, antes defenestrado, y de redistribución del ingreso.

En términos estrictamente latinoamericanos, la oligarquía cedió el poder al populismo, como si de las consignas de mediados del siglo XX se tratara. Pocas veces, sin embargo, los menos favorecidos se sintieron tan identificados, y entusiasmados, con un nuevo gobierno. Pocas veces, también, un presidente de origen humilde nombró un gabinete conformado por ministros con más calle y militancia que trayectoria en sus respectivas áreas.

El experimento cumplió con las generales de la ley: Morales, famoso en el exterior por las rayas de su chompa (suéter), ganó las elecciones con un histórico 53,74 por ciento y, como Hugo Chávez en Venezuela, dejó un tendal de muertos y heridos en los partidos políticos tradicionales. Demostró de ese modo que América latina vivió una ilusión, o una Evo-lución, si creyó alguna vez que había alcanzado los parámetros de prosperidad de los Estados Unidos o de Europa.

La inestabilidad, achacada gratuitamente a la democracia por la ineficacia de los políticos, tuvo un costo. El costo del tiempo perdido mientras crecía la brecha entre pocos ricos y muchos pobres bajo las leyes implacables del mercado. Como réplica, disipada la sombra de los golpes militares, la recreación de discursos de izquierda con fuertes componentes nacionalistas comenzó a calar más hondo que las promesas de paz en los cementerios. La influencia de los Estados Unidos decayó desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 por el cambio abrupto de sus prioridades.

En América latina ya no hubo intervenciones, como en Haití, sino gestiones. Las gestiones, a su vez, coincidieron con el afianzamiento de la democracia, ponderado por los Estados Unidos. Ponderado por los Estados Unidos, pero pasado de moda después de las pruebas que superó en varios países. Entre ellos, la Argentina. En el ínterin no hubo respuesta frente a los dilemas cotidianos, como el desempleo y la corrupción.

Dos vertientes trazaron rutas en mares cada vez más encrespados: el socialismo chileno, en curiosa sintonía con los dos gobiernos de la democracia cristiana que sucedieron al régimen de Pinochet, y la revolución bolivariana de Chávez, aupada por el precio del petróleo. En ambos casos, y en todos los otros, el sesgo presidencialista y electoral, típico en tierras de caudillos y de caciques, vulneró todo intento de alcanzar una democracia parlamentaria, por más que las reformas constitucionales realizadas en algunos países, como la Argentina, apuntaran en esa dirección.

Las elecciones, como en Venezuela, pasaron a ser meros plebiscitos. Sin referentes, los partidos europeos de izquierda y de derecha, de pronto afectos a liberales o conservadores sin votos, de pronto afectos a socialdemócratas en decadencia, de pronto afectos a líderes convertidos en fenómenos populares hasta que trastabillaron en sus carreras presidenciales, de pronto afectos hasta a Fidel Castro, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), también perdieron influencia en la región.

En soledad, América latina moldeó su destino, más atado a la reacción de las mayorías que a las previsiones de las minorías. Y forjó en barro la figura de Morales, más auténtica que el pasamontañas y la pipa de Marcos, pero no menos legítima que la cruzada de Menchú por la justicia social del campesinado guatemalteco. Detrás quedó el precedente de haber tumbado dos presidentes en tres años por medio de bloqueos de carreteras y de protestas violentas ante la impotencia del Congreso, del cual formaba parte como diputado.

En otro país, o en otro contexto, quizá Morales no hubiera sido más que un revoltoso sin clientela electoral, como los piqueteros argentinos. Batió un récord de votos, empero, muchos de ellos de la clase media, con la prédica contra el llamado neoliberalismo, usual en Chávez, mientras Michelle Bachelet legitimaba en Chile el legado de Ricardo Lagos, socialista como ella, gracias a la misma receta, pero mejor aplicada.

De mayor a menor, los Estados Unidos notaron que algo no andaba bien en la región cuando dos socios y puntales, Chile y México, rechazaron la guerra contra Irak en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Después, sorprendidos por la ola de izquierdas, procuraron contentarse con ella en virtud de haber alcanzado el poder en democracia, como ocurrió con Lula en Brasil y Tabaré Vázquez en Uruguay. Y después, sorprendidos por la ola de izquierdas y las crestas populistas, también procuraron contentarse con ellas en virtud de recuperar la voz perdida.

En los huecos que dejaron vacantes las guerras preventivas en Afganistán e Irak, así como las amenazas de Irán y de Corea del Norte, un místico como Morales llegó a decir en su discurso inaugural como presidente de Bolivia que la reina Sofía de España había sido su médica en Madrid por haberle suministrado medicinas contra un resfrío. Quiso dejar en evidencia que la corona era ahora algo así como un súbdito del imperio pretérito, dueño de los recursos naturales de los cuales no obtuvo beneficio en más de cinco siglos.

Desde 2000, los movimientos indígenas derrocaron a cuatro presidentes en Bolivia y Ecuador, y adquirieron espacios de poder en Colombia, Venezuela y Guatemala. Desde Benito Juárez en México, el filón de Marcos, no había habido otro presidente indígena, lo cual dio aire a partidos identificados con ellos en esos países, como el Pachakutik (en quechua, nuevo despertar) de Ecuador, y en Perú, Guyana y Nicaragua. En el sur de Chile, los mapuches ganaron más de una docena de alcaldías.

En la exclusión residió su fortaleza. En la exclusión y en la reacción, digamos. Los aymaras y los quechuas fundaron en 1995 el Movimiento al Socialismo (MAS) y, siete años después, gracias a los temores del embajador norteamericano en Bolivia, Manuel Rocha, por la defensa de los cultivos de coca, materia prima de la cocaína, Morales a punto estuvo de cerrar el ciclo iniciado por Marcos y Menchú. Le faltaban tres años más, y dos presidentes menos, para descubrir la fórmula: cómo hacer una tortilla sin romper huevos.



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