Amamos a Kerry, pero votaríamos a Bush




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La mayoría de los presidentes simpatiza con los demócratas, pero desea que la Casa Blanca no cambie de color político

Sólo el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, consustanciado con la lucha contra el terrorismo por padecerlo en casa, y la mayoría de sus pares de América Central, beneficiados con el tratado de libre comercio con los Estados Unidos, enviaron tropas a Irak. Si uno hila fino, también podrían ser los únicos de la región en inclinarse sin pudores por la reelección de George W. Bush.

Los otros presidentes latinoamericanos jamás arriesgarían su capital político de ese modo. Sobre todo, frente una realidad: John Kerry, el candidato demócrata, no se ha caracterizado en el Senado por una gran vocación hacia los tratados de libre comercio, por más que haya votado por ellos.

Menos aún su compañero de fórmula, John Edwards, también senador, contrario a los acuerdos de ese tipo con Chile, el Caribe y África. Con un agravante, en su caso: si hubiera sido senador en 1993, dijo que habría rechazado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) con México y Canadá.

¿Es mejor malo conocido que bueno por conocer, entonces? Momento: Bush, por sí mismo, despierta más rencores que pasiones en todo el mundo; América latina no queda en Marte.

Presidentes de retórica antinorteamericana frecuente, como Hugo Chávez, u otros que han tenido roces con Bush, como Vicente Fox, no ven en Kerry más que una suerte de primer Bill Clinton. Es decir, aquel que concurrió a la convención demócrata de Chicago, en 1996, con mucho discurso y, salvo la organización de la primera Cumbre de las Américas en Miami y el rescate financiero de México, poca sustancia para la región. Poca sustancia y, agrego, cero presencia.

Con los republicanos, menos atados a las demandas de los sindicatos que los demócratas, notan mayores oportunidades una vez que sea resuelta la madre de todas las batallas: Irak. Por la guerra, precisamente, así como por el discurso unilateral de Bush, ningún sector progresista (en auge en América latina como consecuencia del déficit social de las reformas de los noventa) perdonaría a su líder, sea Lula, sea Néstor Kirchner, un eventual desvío hacia la derecha, cual traición a la ideología. Por la guerra, a su vez, la agenda del gobierno norteamericano en la región, y en otras regiones, se ha mantenido prácticamente congelada desde la voladura de las Torres Gemelas.

En 2002, año capicúa, Bush tenía sus propios capicúas: la simpatía interna y la solidaridad externa para emprender la cruzada contra el terrorismo. No hubo gobierno aliado ni líder musulmán que objetara su decisión de exterminar al régimen talibán en Afganistán. Era el nido de Al-Qaeda. En ello justificó los ataques. Pero falló en su presunto cometido: capturar a Osama ben Laden, la cara del mal.

En septiembre de ese año, cuando legitimó en el Capitolio la teoría de  las guerras preventivas, ya no hablaba de él, sino de Saddam Hussein. Del loco, como supo definirlo cada vez que tuvo oportunidad.  Contra el loco había desconfianza, en particular de sus vecinos árabes después de la invasión de Kuwait como detonante de la primera Guerra del Golfo, pero no existían pruebas de su participación en los atentados del 11 de septiembre de 2001, ni de su sociedad secreta con Ben Laden, ni de su arsenal de armas de destrucción masiva.

¿Qué presidente latinoamericano, salvo Uribe y sus pares centroamericanos, iba a embarcarse en el derrocamiento de un tirano, vulnerando la soberanía de un Estado nacional, sin más bases que los argumentos falsos de Bush, secundado por Tony Blair y José María Aznar?

Fox y Ricardo Lagos se opusieron a la guerra en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero ello no impidió que Chile, después de una breve demora, firmara el tratado de libre comercio con los Estados Unidos.

El rechazo tampoco impidió que Bush recibiera a cuerpo de rey a Lula en Washington, concediéndole una reunión ampliada (reservada a escasos mandatarios por la asistencia de ambos gabinetes), y que recibiera en forma más modesta a Kirchner, tendiéndole una mano en la crucial negociación de la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en contraste con la indiferencia que había primado en el trato con Eduardo Duhalde.

Había que cuidar las formas, empero. Y un presidente identificado con el sector progresista como Kirchner, empeñado en transitar las antípodas de Carlos Menem, no podía mostrarse simpático y solidario con el ser más controvertido del planeta: Bush. Ni su mujer, Cristina, podía proyectar una imagen acorde con las circunstancias desde la convención republicana, a la cual asistió el vicepresidente Daniel Scioli. Estuvo ella en la demócrata. A los ojos argentinos, Hillary Clinton impacta más que Laura Bush. Y Kerry, como sucede en otros 34 países, viene a ser lo nuevo. O, acaso, el revés del malo conocido, más que el bueno por conocer, después de haber descubierto los norteamericanos a su primer militante progresista: Michael Moore.

En la Argentina, a diferencia de otros países de la región, prevalece la nostalgia: tiempos ha, el país estuvo en condiciones de competir con los Estados Unidos. Perdió, desde luego. Ni subcampeón salió. Brasil, continente dentro del continente, y Chile, espejo de las reformas de los noventa, vinieron a llenar el vacío desde Braden o Perón.

Con México en el medio, arrogándose su límite compartido como una malla de contención o un seguro contra todo riesgo, y con Colombia a mitad de camino, cobrándose el consumo de drogas fuera de sus fronteras a través del plan que lleva su nombre, la lejanía determinó la frialdad que ha imperado entre la Argentina y los Estados Unidos en casi todo el siglo XX.

Kirchner no iba a ser la excepción. ¿Qué otros presidentes latinoamericanos serían capaces de inclinarse sin pudores por la reelección de  Bush? Por una cuestión de respeto, y de tacto, ninguno. En especial, en una campaña que, debates mediante, no vislumbra un desenlace más claro que la anterior, en la cual Bush ganó con menos votos que Al Gore.

En el riñón del gobierno norteamericano hasta el secretario de Estado, Colin Powell, próximo a despedirse del cargo por más que sea reelegido Bush, ha asumido las severas fallas que dañaron la diplomacia pública. La capacidad de preservar la solidaridad externa contra Saddam al igual que contra Ben Laden, en definitiva. Más asociada con un interés especulativo, el petróleo, que con uno filantrópico, la expansión de la democracia en Medio Oriente.

De ahí que en el gobierno norteamericano haya un cierto grado de comprensión y de tolerancia con las posiciones encontradas en tanto no dañen la esencia de las relaciones. Se trata de un pacto no firmado con países cuyos gobiernos, los actuales o los anteriores, han sido aliados de ellos.

Que América latina no figure en forma preponderante en las plataformas republicana y demócrata no significa que quede en Marte, sino que nada ha cambiado y que las prioridades son otras. Son la guerra contra Irak y la seguridad interna, convencido Kerry, como la mayoría de los presidentes latinoamericanos, de que el derrocamiento de Saddam no ha contribuido a la lucha contra el terrorismo.

Amamos a Kerry, pues, pero, si pudiéramos, votaríamos a Bush.



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