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Con la reformulación de la doctrina militar, Bush parece dispuesto a atacar, pero Saddam ha dividido a sus enemigos
Vaya contradicción: Saddam Hussein aceptó el regreso sin condiciones de los inspectores a Irak, dividiendo a sus enemigos; George W. Bush, a su vez, anunció una nueva doctrina militar contra el terrorismo con la cual se propone dejar de lado las políticas de disuasión y de contención propias de la Guerra Fría, dividiendo a sus aliados. Más aún después de que, en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones (ONU), Francia, Rusia y China, renuentes a la invasión, vieron con buenos ojos el gesto conciliador, sólo en apariencia, proveniente de las mil y una noches, y caras, de Bagdad. O, acaso, hallaron en él una excusa formidable para evitar obligaciones por compromiso. Entonces, haciendo uso del derecho de veto, se inclinaron por los paños fríos antes que por las represalias calientes.
Inhibidas desde el comienzo por las diferencias profundas entre los aliados de Bush, no convencidos, salvo Tony Blair, de la necesidad de hacer el trabajo sucio, o derrocar a Saddam, más allá del arsenal de armas químicas y biológicas que alberga en sus palacios. Padre y madre del entredicho. Capaz de desatar una guerra entre cuyos principios rigen desde las inspecciones suspendidas a fines de 1998, por las cuales el régimen de Bagdad se ha burlado de 16 resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU desde el 29 de noviembre de 1990, hasta los intereses petroleros, a sus plantas rendido un león en los Estados Unidos.
Inhibidas, las represalias calientes, por las diferencias profundas entre los países árabes moderados, Arabia Saudita y Egipto entre ellos, no convencidos del todo de la necesidad imperiosa de Bush de deshacerse de Saddam. Temerosos, en realidad, de la posibilidad de tener que barrer los escombros en casa, o pagar las consecuencias, durante los llamados ataques preventivos. O higiénicos. Presupuesto del supuesto: la existencia de las armas.
Inhibidas también, las represalias calientes, por las cavilaciones de los senadores norteamericanos, no convencidos por el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, de la urgencia de destronar a Saddam. O de la legitimidad de una invasión casi unilateral, casi solos contra al mundo, en medio de un discurso, brindado en una reunión secreta realizada en la cúpula del Capitolio, centrado en tres enfoques: “Lo que sabemos, lo que no sabemos y, finalmente, lo que no sabemos que no sabemos”.
No sabemos mucho, al parecer. O no sabemos nada. Menudo dilema: hasta los republicanos más afines al ala dura del gobierno norteamericano, como el senador Don Nickles, segundo en importancia de la bancada, quedaron demudados, o sin palabras, en el salón S-407 del Capitolio. Sin ventanas. Ni alternativa, en ese momento, ante la voluntad de apoyar una decisión para la cual, mientras Bush cabildeaba con la comunidad internacional, no encontraban razones, sino vaguedades. Disipadas después por la rabia acumulada.
Rabia acumulada desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Contenida, tal vez, desde la Guerra del Golfo. Por un cálculo erróneo de viejo Bush. Que confesó por primera vez sus sentimientos: “Sólo hay odio en mi corazón para Saddam Hussein –dijo–. Es una bestia que ha usado gas nervioso contra su propia gente. No cabe esperar nada bueno de él.” Seguro, en 1991, de que iba a caer como una fruta madura. Podrida, en su fuero íntimo. Era una cuestión de tiempo, pensaba.
Tiempo, sin embargo, ha ganado Saddam. Tan duro de roer como los Bush. Inmersos en una disputa familiar de magnitud: los asesores del padre, como James Baker y Brent Scowcroft, otrora halcones, están más cerca de la vía diplomática que de la acción. O la aventura. De la cual no muchos están convencidos: ¿quién garantiza que, después, no haya atentados contra los Estados Unidos o contra blancos norteamericanos en el exterior?
Que otros hagan el trabajo sucio, pues. Pero los otros, no convencidos, exponen sus discrepancias: el régimen de Bagdad no ha violado la soberanía de otros Estados, ni ha cargado contra intereses ajenos, ni ha matado extranjeros. Ni está demostrado su presunto nexo con Osama ben Laden y Al-Qaeda, entre otras sociedades nefastas.
El ataque preventivo, ante la presunción de la existencia del arsenal oculto, pondría en igualdad de condiciones, o de vulnerabilidad, a los otros vértices del eje del mal: Corea del Norte e Irán. Despertaría odios dormidos, digo. Que están despabilándose con la obsesión de Bush por las represalias calientes en un mundo más propenso a los paños fríos. Deudor, su gobierno, de una sola voz.
Voz reclamada por los mismos norteamericanos, confundidos, o no convencidos, ante el supuesto de que la oposición demócrata controle ambas cámaras del Congreso después de las elecciones de medio término de noviembre. Motivo del empeño de Bush en el ataque contra Irak: distraer la atención de asuntos espinosos para los republicanos, como los vaivenes de la economía, los escándalos corporativos y la caída de los fondos de retiro. Motivo del énfasis, también. Y del apuro: necesita cuanto antes el aval doméstico; para ayer, tal vez.
Rara parábola: no ha el régimen de Bagdad, sino el gobierno de Washington. Sobre todo, después de los atentados. Embarcado en la lucha del bien contra el mal. Pero el mal, por más que Saddam ejecute detractores o torture detenidos, requiere una amenaza concreta, de modo de que el bien aplique, cual elixir, sus principios morales. Si no, todo régimen no democrático, embanderado contra el libre comercio y los derechos humanos, correría la misma suerte.
Entre ellos, China (el debut de Bush en enfrentamientos internacionales por el derribo de un avión espía norteamericano) no reúne las mejores calificaciones. Ni Rusia, no juzgada con la misma vara que Yugoslavia por el dilema étnico de Chechenia. A diferencia de ellos, Francia, tradicionalmente reticente a tolerar aquello que provenga de los Estados Unidos y de Gran Bretaña, aplica sin complejos, ni pudores, los paños fríos en desmedro de las represalias calientes. Meros impulsos, aducen.
Impulsos menguados en el Consejo de Seguridad de la ONU, al igual que en el Congreso de los Estados Unidos, por la ausencia de argumentos más convincentes que la amenaza por la amenaza misma de Irak. De misiles nucleares, inclusive. Como JFK versus Fidel Castro, mostrando fotos satelitales. Pruebas. Del peligro inminente. De una causa por la que un soldado norteamericano daría la vida.
Una causa invisible. No sabemos lo que no sabemos, según Rumsfeld. Sólo sabemos que el alto el fuego de la Guerra del Golfo derivó en un compromiso de Saddam ante la ONU: destruir el supuesto arsenal, así como desmantelar los programas de desarrollo nuclear. En diciembre de 1998, previo retiro de los inspectores, habían desaparecido 39.000 municiones químicas, 625 toneladas de agentes químicos, 2700 toneladas de componentes, 426 piezas de equipos de producción y 817 de los 819 misiles Scud con los cuales podría haber lanzado ojivas tóxicas contra sus vecinos.
Oscuros como túneles, no obstante ello, son los interiores de los palacios para las fotos satelitales. Y para los espías, dependientes de vaguedades, no de razones. Incapaces de convencer, en el Consejo de Seguridad de la ONU, a la trova renuente a la invasión. Sin más justificativos que la nueva doctrina militar de Bush (hijo) por haber sufrido los atentados y los odios de Bush (padre) por haber fallado en sus cálculos. Como las agencias de seguridad con mayor presupuesto del mundo. Vaya contradicción, pues.
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