Tengo la palabra fácil, pero el labio complicado




Getting your Trinity Audio player ready...

Los iraquíes, cada vez más desconfiados de las fuerzas de ocupación, esperan tener un presidente democrático fuerte

Está todo bajo control, dijo George W. Bush a su regreso de Irak. ¿Hablaba en serio? En sus manos aún no habían caído las percepciones de los principales interesados. Es decir, de los eternos olvidados en las grandes decisiones: los iraquíes. Que en la primera encuesta seria de la posguerra, realizada por las universidades de Bagdad y de Dohuk bajo la supervisión de Oxford, declararon que desconfían de las tropas de ocupación (en especial, de las norteamericanas y de las británicas), que creen en sus líderes religiosos (sin que ello signifique predilección por un gobierno de ese tipo, sino por una democracia con un presidente fuerte), que están satisfechos con la caída de Saddam Hussein (y de su estatua) y que, a pesar de ello, aborrecen el método aplicado (los bombardeos indiscriminados).

Frente a ello, Bush no reaccionó. Había cumplido con su parte en la jornada más cara a sus compatriotas, el Día de Acción de Gracias, estropeando el pavo que una demócrata como Hillary Clinton se aprestaba a trinchar en el otro campo de batalla, Afganistán, nido de Al-Qaeda. Había cumplido con su parte y, a la vez, había dado un salto cualitativo a los ojos de los norteamericanos, emulando, o igualando, al finado Richard Nixon con su visita, también esporádica, a las tropas que combatían en Vietnam en 1969.

En apenas dos horas en el aeropuerto de Bagdad, como un presidente clandestino, la imagen de Bush no se diferenció mucho de las arengas filmadas de Saddam y de Osama ben Laden desde sus respectivas guaridas. Si no han brindado con anís debajo de alguna palmera, cerrando poco a poco la lógica (si la tiene, desde luego) de una resistencia iraquí, remanente del Partido Baath, que obra en consecuencia de las atrocidades que comete Al-Qaeda en objetivos que bordean aquello que llamamos civilización occidental.

La jihad (guerra santa) se ha expresado con violencia en los límites de Europa, desde Marruecos y Arabia Saudita hasta Turquía (único país musulmán miembro de la OTAN), así como en Indonesia (el país con mayor población musulmana del mundo), delimitando, en cierto modo, el área de influencia de los nuevos cruzados. Bush, al igual que Tony Blair y José María Aznar, no ha dado crédito a ello. O, al menos, no ha reconocido los límites: en su visita a Londres, coincidente con los atentados contra blancos británicos y judíos en Estambul, un coro de protestas acompañó cada paso que ha dado.

De novedoso no tuvo nada: desde antes de que estallara la guerra, los gobiernos europeos enrolados en la coalición, más que el norteamericano, han vivido con los nervios alterados por durísimas réplicas populares contra su empeño en invadir Irak sin la aprobación de las Naciones Unidas ni la certeza, o la evidencia, de las armas químicas en poder de Saddam. Fue el pecado original. Que, medido en las encuestas, no ha tenido impacto político sobre los líderes; sólo vaivenes de la popularidad.

En un solo fin de semana, el último, en Irak han muerto siete agentes de inteligencia españoles, dos soldados norteamericanos, dos trabajadores surcoreanos, dos diplomáticos japoneses y un civil colombiano que colaboraba con las tropas de los Estados Unidos. Broche de noviembre, el peor mes desde que estalló la guerra, en marzo, durante el cual 19 soldados italianos perecieron en un atentado suicida. Noviembre reportó, sólo para los muchachos de Bush, 74 bajas sobre las 301 de toda la campaña.

Entre los líderes, empezando por Bush, Blair y Aznar, prima una máxima: no admitir errores. O, en todo caso, justificar la presencia de las tropas en Irak en virtud de la guerra contra el terrorismo (Al-Qaeda en los Estados Unidos; IRA en el Reino Unido; ETA en España). El léxico, de tamiz cuasi orwelliano, disimula la teoría odiosa de los ataques preventivos. En virtud, sobre todo, de las prevenciones frente a peligros no fundados. Los mismos que, en la encuesta con los iraquíes, no han hallado respuesta entre ellos, supuestamente más temerosos que cualquiera de que el dictador depuesto, y  prófugo, usara ahora las mentadas armas químicas como antes contra los kurdos.

En Irak no había terrorismo antes de la guerra. La guerra, entonces, vino a engendrar aquello que pretendía repeler. Y la duda se ha instalado en Washington y en Londres: ¿podemos ganar una guerra de guerrillas? Es igual que preguntarse si podemos ganar la paz. En principio, y por principio, ningún soldado está entrenado para combatir atentados suicidas. Ni los israelíes, duchos en esa oprobiosa materia, han sido capaces de evitarlos. Si un criminal está dispuesto a inmolarse con explosivos bajo la ropa o en la parte trasera de un vehículo, los servicios de inteligencia suelen fallar. O ignorarlo.

Peor aún si de minorías se trata, como sucede con los nostálgicos del régimen de Saddam frente a gobiernos árabes que, jaqueados entre la presión antinorteamericana y el recelo por el petróleo, zigzaguean entre la colaboración a la fuerza o la resistencia a la colaboración por una cuestión de principios, precisamente, no del todo entendida, o digerida, por aquellos que, en su afán filantrópico de democratizar el planeta, no han privilegiado la diplomacia ni los modales.

En vísperas del arribo de Bush a Londres, cuatro de cada 10 británicos han dicho es “estúpido” y seis de cada 10 han dicho que es “peligroso”. Entre un piropo y el otro, el segundo, “peligroso”, tiene más connotación que el primero, “estúpido”. Un insulto, por gratuito que sea, no tiene tantas consecuencias como una observación.

La raíz del mote de “peligroso” radica en crear las bases de aquello que los norteamericanos ayudaron a combatir en Europa durante la Segunda Guerra Mundial: una suerte de autoritarismo remozado, rayano en la restricción de las libertades civiles. En el país de las libertades civiles, el FBI ha pedido a las autoridades locales que reporten indicios de extremismo o de violencia entre los grupos pacifistas.

¿Hablaba en serio, como Bush a su regreso de Irak? El léxico, de matiz cuasi orwelliano también, equipara pacifistas con terroristas. En potencia, al menos, a la luz de la Patriotic Act (Ley Patriótica), dictada por el fiscal general John Ashcroft. Luz verde, en definitiva, para infiltrarse en organizaciones civiles, interceptar diálogos telefónicos, espiar correos electrónicos o revisar cuentas bancarias. La guerra, pues, no es contra Estados canallas, dispuestos a financiar y apañar terroristas, sino contra particulares. Y, en el medio, Estados que jamás han dado un centavo al terrorismo, ni por el terrorismo, se ven en la encrucijada de engancharse a la cola de un tren que va cuesta arriba y sin locomotora, empujado por los interesados, o esperar al costado de las vías hasta que las señales sean un poco más claras.

En la disyuntiva entre el poder blando (capacidad de atraer y de convencer más que de coaccionar) y el poder duro (fundado sobre la fuerza militar y económica), la mayor amenaza para los Estados Unidos, así como para sus aliados, está planteada por la privatización de la guerra, según Joseph Nye, decano de la Harvard’s Kennedy School of Government y autor del libro “La paradoja del poder norteamericano”. Ni Timothy McVeigh, en los Estados Unidos, ni la secta Verdad Suprema, en Japón, recibieron apoyo estatal, alega.

En ello, Bush ha visto el fin, no los medios. Está todo bajo control, dijo. Más de la mitad de los iraquíes vive con menos de 100 dólares por mes y uno de cada cinco gana menos 50 dólares, pero, en comparación con Moldavia o Ucrania, no se quejan. Son felices, según la encuesta. No tanto, parece, como para recibirlo con flores: el Air Force One debió aterrizar con las luces apagadas por temor a las represalias.



Be the first to comment

Enlaces y comentarios

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.