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Bush, como su padre, asume tras dos períodos de fuerte liderazgo, sobre todo entre la clase media, las minorías y las mujeres
No iba a ser la primera ni la última, pero, después de aquella mañana, la vida cambiaría para ella. Definitivamente, quizás. Aún no había amanecido; Bill Clinton leía, ceñudo, la síntesis de prensa de la Casa Blanca en el cuarto principal del segundo piso de la residencia. “No vas a creer esto, Hillary, pero…”, dijo, cavilante. Ella había abierto un ojo. “¿Qué es eso?”, balbuceó. El prosiguió: “…quiero contarte lo que dice el diario (The Washington Post, 21 de enero de 1998)”.
El diario decía que Clinton, el primer presidente de los Estados Unidos que declaró como imputado en una causa civil o criminal (a raíz de la demanda por acoso sexual de Paula Jones), había tenido una relación indecorosa con una becaria de la Casa Blanca a la que duplicaba en edad. Una tal Monica Lewinsky, apenas mayor que Chelsea, su hija.
Dejaba entrever de ese modo que había mentido bajo juramento el sábado anterior. Que, por perjurio, falso testimonio y obstrucción de las investigaciones, no por infidelidad, podría quedar expuesto a una pesquisa minuciosa, peor que el caso Whitewater (negocio inmobiliario que emprendió con Hillary mientras era gobernador de Arkansas). Que podría derivar en un impeachment (juicio político) en un ámbito poco propicio, el Congreso, dominado por la oposición republicana. Y que, a su vez, podría significar, eventualmente, su destitución. La ruina, en definitiva.
Hillary, según confesó por televisión, asimiló el golpe con calma. O con pinzas. Hasta emprendió una cruzada íntima, personal, con tal de aliviar tensiones y mercados: apareció dos veces consecutivas en los noticieros de mayor audiencia de la mañana, negándolo todo. “Esto forma parte de una persistente campaña política contra mi marido”, martilló, en uno de ellos, con tono de abogada y corazón de esposa, aludiendo al fiscal Kenneth Starr, puntal del caso Whitewater.
Era otro jaque a su matrimonio, alterado desde que Gennifer Flowers, cantante de clubes nocturnos de Arkansas, echó un manto de sospecha sobre la integridad moral del candidato a presidente, en 1992, por la relación que había tenido con ella. Circunstancias parecidas habían pulverizado en 1987 la carrera del senador demócrata Gary Hart. Hillary enfrentó entonces las cámaras del programa 60 Minutes, de CBS, y dijo, de la mano de él, que nadie debía prestarle atención al asunto desde el momento en que ella misma no iba a prestarle atención.
Peón cuatro Clinton, primera dama. Como en aquella ocasión. La movida, planeada esta vez por asesores de la Casa Blanca horas después de que declarara por el escándalo Jones, dejó en suspenso el nuevo embrollo. Hillary dio la cara. Le reportó, al menos, el beneficio de la duda, de modo de que él se tomara su tiempo para armarse de coraje y admitir, casi siete meses después, que, efectivamente, my fellow americans, había tenido una relación impropia con Lewinsky. Fue el 17 de agosto, poco antes de que ordenara, el mismo día, los bombardeos contra presuntas bases terroristas de Afganistán y de Sudán en represalia por las voladuras de las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania.
Un recurso extremo. Tan extremo como los ataques contra el régimen de Saddam Hussein cada vez que crecía el escándalo Lewinsky. De común acuerdo con Tony Blair, como sucedió después de la crisis en la guerra de Kosovo, de modo de reponer energías afuera, y de sumar puntos adentro, con tal de enfrentar los dramas domésticos, fueran políticos o, bueno, de polleras.
Clinton desalmidonó el poder. Y cultivó un arte: la supervivencia. Fue él mismo a pesar de sí mismo. De sus debilidades. Tenía todas las de perder, en realidad: desde planes excéntricos en sus comienzos, como incorporar homosexuales en las filas del ejército, hasta una mayoría de número republicana en ambas cámaras del Congreso, encabezada por Newt Gingrich, que procuró hacerle zancadillas, cuantas veces pudo, desde 1995.
¿Cuál ha sido la fórmula del éxito? “La economía, estúpido”, según una de las premisas iniciales de su gobierno. Seguro. Pero también contribuyeron otros factores, como haber puesto el ojo, y la flor, en el ojal de los sectores más dinámicos de la sociedad. Como la generación baby-boom, nacida, como Clinton y Hillary, entre 1946 y 1964; la clase media, digamos. Las minorías, especialmente los negros y los latinos. Y las mujeres, decisivas, en particular las soccer-moms (madres que llevan a sus hijos a las prácticas y los partidos de fútbol del colegio), en cuanto los vicios privados prometían empañar las virtudes públicas.
El clan, más allá de las turbulencias de alcoba, jugó en equipo: el Billary team. Fue profético Clinton durante la campaña de 1992: “You vote one and you get two (Usted vota uno y obtiene dos)”, dijo. Dos por el precio de uno. O las piernas de él y la cabeza de ella. Y fueron dos, realmente, con Hillary, ahora senadora, como valuarte, y escudo, de una popularidad mutua que no decayó ni en los capítulos más picantes, y restringidos, del escándalo Lewinsky.
La tolerancia con Clinton, a diferencia de la intolerancia con Hart, se debió a sí mismo. Y a Hillary, seamos justos. No eran desconocidos. O meros paracaidistas. Eran, tanto cuando estalló el escándalo Flowers como cuando estallaron los escándalos Jones y Lewinsky, los portadores, o los emisarios, del cambio. De mentalidad, sobre todo. Que, promoviendo el libre flujo de capitales, fomentó la inversión norteamericana en el exterior en coincidencia con la explosión de Internet.
De esa tolerancia, contraste de la tolerancia cero con la que el alcalde Rudolph Giuliani terminó con la delincuencia en Nueva York, se valió George W. Bush para reducir a cero el riesgo que pudo haber sido, en vísperas de las elecciones, la revelación nociva, e inoportuna, de su detención, en 1976, por conducir en estado de ebriedad. Pudo haberlo pagado caro, pero, como Clinton, admitió su error (no prueba un trago desde que cumplió 40 años, en 1986) y cosechó la bendición, o la piedad, de la gente.
Son estilos y temperamentos diferentes, sin embargo. Y tiempos diferentes, también. Uno heredó un país que salía de la recesión; el otro hereda un país que se tutea con la prosperidad. Uno, como Ronald Reagan, puso una visagra en la historia; el otro, como su padre, está atado a un legado fuerte, casi un contrato social, después de ocho años, o de dos mandatos consecutivos, de liderazgo ajeno.
Clinton ha tenido tanta capacidad para crear las crisis en las que quedó envuelto como para salir de ellas. Crisis que sofocó como aprobaba los exámenes en la universidad: estudiaba el carácter de los profesores, más que los libros, de modo de saber qué iban a preguntarle.
Bush estudia todo, por ahora. Procura que la gracia del novato sea, en su caso, de seis meses en lugar de 100 días. Ganó las elecciones por un puñado de votos, pero tiene el ciento por ciento de la presidencia. Son dos contra uno. No por Al Gore, un escollo superado, sino por Clinton y Hillary. La pareja más despareja del mundo. Dos por el precio de uno. O la certeza de que no hay santo sin pecado.
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