Relato de un náufrago




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La decisión de Duhalde de abstenerse, después de haber condenado a Castro, es otro valioso aporte a la confusión general

Tres náufragos habían decidido la suerte de otro náufrago en una isla del Atlántico. La canciller española, Ana Palacio, desgranaba con su par argentino, Carlos Ruckauf, en Nueva York, aspectos de la cumbre entre Bush, Blair y Aznar en las Azores mientras, en Buenos Aires, el embajador británico, Robin Christopher, sondeaba al subsecretario de Política Exterior, Fernando Petrella, sobre el virtual apoyo político del gobierno de Duhalde a la coalición. El fracaso del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas era tan inminente como el comienzo de la guerra.

En el revuelo, o aprovechándose de él, otro náufrago, Fidel Castro, decidía la suerte de 75 náufragos (disidentes y defensores de los derechos humanos) en otra isla del Atlántico, imponiéndoles penas de hasta 28 años de prisión por conspirar con el jefe de la Sección de Intereses de los Estados Unidos en La Habana, James Cason. Era la guerra dentro de la guerra mientras Bush estaba concentrado en su propia guerra: Irak.

La represión de Castro iba a costar, y coartar, la libertad de periodistas, médicos, economistas, bibliotecarios y miembros de círculos académicos, vinculados en su mayoría con el Proyecto Varela (de apertura democrática). Iba a ser tan severa, en coincidencia con la cortina de humo tendida por la demolición de las estatuas de Saddam, que tres cubanos fueron fusilados por haber secuestrado una lancha turística en la cual pretendían huir de la isla. Como si de una cárcel se tratara. Ni justicia para ellos, pues.

El gobierno de Duhalde había condenado a Cuba en su debut: la sesión del año pasado de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en Ginebra. Nada nuevo después de más de una década de presunta coherencia. En algo, al menos. Uno de los pocos ítem por los cuales, después de haber juzgado a sus juntas militares, la Argentina se había ganado el respeto internacional. Más allá de las relaciones carnales, versión Menem, y de las relaciones maduras, versión De la Rúa. Y más allá, también, del rechazo al embargo norteamericano, pretexto, y excusa, de todo para Castro. Hasta de sus dolores de muelas.

En medio del otro revuelo, no obstante ello, el gobierno de Duhalde, náufrago por defecto de origen, medía el riesgo que entrañaba el virtual apoyo político a la coalición: ignorar a las Naciones Unidas, con sentencia de muerte dictada por el director del Consejo de Defensa de los Estados Unidos, Richard Perle, en virtud de «la fantasía de que son la base del nuevo orden mundial», e ignorar, también, a la opinión pública, en contra de la guerra por su ilegitimidad.

La disyuntiva no existió: primaba el orden mundial. En apariencia, al menos. En vísperas de elecciones más importantes que los cubanos presos y ejecutados, el gobierno de Duhalde se identificó con la posición de Chile en el Consejo de Seguridad: conceder más tiempo a los inspectores de armas en Irak y, si la coalición llegaba a mayores, abogar por la ayuda humanitaria.

Sin tirar demasiado de la cuerda, aclaremos, cual acuse de recibo de una sugerencia discreta de la diplomacia norteamericana de no cargar las tintas contra Bush. En ello cumplió: Saddam, no Castro, era un déspota. Hasta que, memorando la indiferencia del gobierno norteamericano durante la crisis argentina, dijo Duhalde que le había dado la espalda a América latina. Réplica tardía, quizás, a Paul O´Neill, ex secretario del Tesoro, por haber apaleado a algunos políticos que engordaron cuentas en Suiza, y cometieron otras irresponsabilidades, en lugar de haber tendido al bien común.

El destinatario no era Duhalde. Beneficiado, en realidad, en su enconada pelea con Menem. La otra guerra dentro de la guerra. En la memoria y balance de la guerra de Irak, sin embargo, la Argentina ha sido tan drástica con su rechazo como Brasil, Cuba y Venezuela, pero, después, terminó alineándose en una grilla venturosa, de vuelta al Primer Mundo, con Kenia, Senegal, Sri Lanka, Swazilandia, Tailandia, Togo y Uganda. Países que, como el Brasil de Lula y de Cardoso, se abstuvieron de condenar al régimen de Castro. A diferencia de Chile, por más que también haya reprobado la guerra de Irak.

Es decir, la Argentina abogó por la ayuda humanitaria en Irak durante la guerra, pero, al mismo tiempo, se mostró neural, o indiferente, como Bush con Duhalde, frente a la guerra de Castro. Todo en aras de una súbita coordinación diplomática con el gobierno de Lula, eje del Mercosur. Coordinación que, curiosamente, falló un mes antes: rechazó el tratamiento de la emergencia humanitaria de Irak, actitud que no compartió con Brasil. En Ginebra, también, quitándole un peso de encima a la embajadora norteamericana, Jeanne Kirkpatrick.

Era aquella una cuestión política. Como si Cuba, con el retorno a la abstención de los tiempos de Alfonsín, no hubiera sido una cuestión política, blanco de especulaciones, puertas adentro, sobre presuntos votos progresistas para la fórmula Kirchner-Scioli en desmedro del alineamiento automático nutrido por Menem y asumido por De la Rúa.

Sin ponderar, acaso, el alcance de la palabra «decepcionado» del embajador James Walsh ni la preocupación por las inminentes elecciones argentinas de su sucesor, Lino Gutiérrez, antes segundo de Otto Reich en el Departamento de Estado. Cubano como él, anticastrista como él y defensor del embargo como él. Meros mensajes. Como el consejo de Aznar a Duhalde ante sus cavilaciones sobre Cuba: «Eduardo, tienes que pensar en tu país».

Ni Lula sabía qué pensaba, según Marco Aurelio García, su hombre de confianza en política exterior. Temía, tal vez, «lamer la bota yanqui», según el léxico florido de Castro. O incurrir en el desatino de imitar otra vez a un náufrago como Menem.

Ni Bush ni Rumsfeld ni O´Neill han hecho mucho por la Argentina. Menos ha hecho Castro. Y, con su cambio de hábito, menos aún ha hecho Duhalde, confrontando los estragos de la coalición en Irak, no considerados violaciones de los derechos humanos, con los arrestos y las ejecuciones de una dictadura vitalicia que reprime de ese modo la «propaganda enemiga». La oposición, digamos.

Moraleja: somos derechos y humanos. Tan derechos y tan humanos que, después de las gestiones de Alfonsín con Chávez, aliado de Castro, en Caracas, por encargo de Duhalde, hemos hecho otro maravilloso aporte a la confusión general. Con el fervor de Rodríguez Saá celebrando el default y el orgullo de Barrionuevo quemando las urnas. Con el fervor de Castro, si cuadra, defendiendo a la Argentina de Videla, Viola y Galtieri ante la posibilidad de que fuera condenada por la violación de los derechos humanos.

En Ginebra, también, en donde, gracias a él, los desaparecidos, bandera del voto progresista durante la dictadura, pasaron a ser un invento, o una maniobra, del gobierno de Carter. Náufrago en su vano intento de condenarla antes de que otros náufragos, desde sus islas, nos ahogaran en mares, y guerras, de dudas.



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