El horno no está para pretzels




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La advertencia data de la era De la Rúa-Cavallo y, en realidad, no ha variado: «Presenten un plan y hablamos»

Ingredientes: agua tibia (una taza), agua corriente (cuatro tazas), levadura (un paquete), harina (una taza y media), manteca (dos cucharadas), sal (media cucharadita), azúcar (una cucharada) y bicarbonato de sodio (cinco cucharadas).

Preparación: disolver la levadura en agua; agregar harina, manteca, azúcar y sal; batir durante tres minutos (añadir más harina, si es necesario); amasar hasta lograr una pasta elástica; colocarla en un recipiente cubierto hasta que duplique su volumen; dividirla en piezas iguales y, con la palma de la mano, darles forma de bastoncitos; anudarlas como lazos; disponerlas sobre una bandeja de horno previamente engrasada; dejarlas en reposo hasta que dupliquen su volumen; mezclar agua con bicarbonato de sodio en un recipiente de plástico; bañar las piezas con la solución obtenida; disponerlas de nuevo en la bandeja; espolvorearlas con sal; hornearlas durante 10 o 15 minutos. Y ya. Listo.

Resultado: el arma que Osama ben Laden y el mullah Omar no imaginaron. Más efectiva que el arsenal químico de Saddam Hussein; más impiadosa que el ántrax por correo. Capaz de tumbar a George W. Bush, el domingo, mientras veía por televisión el partido de fútbol americano entre los Dolphins y los Ravens. Con Barney y Spot, sus perros, como únicos testigos del mordisco, del desmayo, del golpe con los anteojos puestos y, como consecuencia de ello, de los magullones en el pómulo izquierdo, en la nariz y en la comisura de los labios. Como si hubiera sido arrollado por un tren. O, quizá, por algo peor: una represalia de Laura, su mujer. Todo por no haberle hecho caso a su madre: «Cuando estés comiendo pretzels mastica antes de tragar».

La Argentina, en cierto modo, también está desmayada. Golpeada. Magullada, como sus cacerolas, por no haber masticado antes de tragar. O, acaso, por haber aplicado una receta propia, avalada y alentada en sus comienzos por los organismos de crédito de Washington, hasta que, en medio de mentiras, cabildeos e improvisaciones, terminó alterando todas las reglas de la cocina, y de la digestión, con la ruptura de la paridad del peso con el dólar, o viceversa, bajo los siete candados del corralito, o  del corralón, de los bancos.

Bajo los siete candados, asimismo, del miedo al hambre, más que al colesterol, en un país que cifró su ventura en la carne y el trigo. En especial, si de magras galletas saladas, como los pretzels, se trata. Un menú pobre. Complementario, como la arepa en Venezuela y en Colombia, o la tortilla en México. Un bizcocho, digamos. Que sólo engaña el estómago.

¿Es posible seguir engañándolo y engañándonos? La esperanza es un buen desayuno, no la mejor cena. Bush, repuesto del atracón con el pretzel, advirtió que Eduardo Duhalde, el quinto presidente argentino en apenas un mes, no debe romper el molde de las reformas de libre mercado si pretende ayuda. No unilateral, como México en el filo de  1994 a 1995, sino multilateral. Del Fondo Monetario Internacional (FMI). Siempre y cuando, dijo, presente un plan económico sano y sustentable. Confiable. No algo tan contradictorio como el déficit cero en un año electoral, por ejemplo.

El discurso no ha variado. Data de la era De la Rúa-Cavallo. No tan remota, aunque parezca del milenio pasado, en la cual Bush, a diferencia del rescate de Bill Clinton a México apenas descorchó la crisis del tequila, no quiso pasar por alto el Congreso, generalmente renuente a ello, y dejó que el horno entrara en ebullición. Coherente con la posición equidistante del secretario del Tesoro, Paul O’Neill. Arréglense como puedan, en pocas palabras. Incoherente consigo mismo, sin embargo, después de haber rubricado, mientras era gobernador de Texas, el salvavidas otorgado al gobierno de Ernesto Zedillo.

¿Tiempos diferentes? Sí. ¿Países diferentes? Sí. ¿Riesgos diferentes? Sí. Si México estornuda, los Estados Unidos se resfrían; si la Argentina estornuda, los Estados Unidos dicen salud. Con una excusa que, desde el 11 de septiembre, concentra la atención de Bush con mayor vigor que el béisbol, su deporte favorito, y el fútbol americano: la caza de Ben Laden y de su secuaz Omar, desaparecidos en acción durante los bombardeos contra Afganistán.

Con Turquía, no obstante ello, su gobierno obró de otro modo: le creyó. Y, de hecho, participó del rescate auspiciado por el FMI. El primero, y único quizás, en los llamados mercados emergentes. Con tal de desterrar la imagen de bombero que Clinton fomentó con préstamos a países inestables, y estratégicos al mismo tiempo, como Tailandia, Indonesia, Corea del Sur y Rusia.

¿Qué hicimos nosotros para merecer esto; es decir, nada? Nos convertimos en el conejillo de Indias de la política de Bush, prescindente de todo aquello que suceda más allá de sus fronteras en tanto no afecte el interés nacional. O, en caso de afectarlo, que no sea el único damnificado. De ahí que en la Argentina, con España como principal inversor, toda la presión haya sido ejercida por José María Aznar. Casado con Cavallo y con su canasta de monedas, tiempos ha.

O’Neill, firme en su defensa de los dineros de los plomeros y de los carpinteros norteamericanos, miró al costado mientras notaba que la receta argentina, sin ingredientes, estaba a punto de quemarse. Seguro de que Brasil, regente del Mercosur, y Chile, ligado tanto al bloque regional como al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, iban a tomar sus recaudos, vacunándose contra el riesgo de una eventual epidemia.

La Argentina, entonces, quedó sola. Aislada por decisión, o por terquedad, propia, por más que haya recibido aliento, cual extremaunción, de toda la región y del grupo de los países más industrializados del mundo, reunidos en el G-7.

En todo momento, de De la Rúa a Duhalde, el mensaje de Bush ha sido el mismo: «Presenten un plan y, después, hablamos». Lejos está el FMI de dictarlo. Desde los ingredientes hasta la preparación. Es, justamente, el brete en el que no quiere meterse: si se pasa, como los pretzels a golpe de horno, la dureza hará que todo menú posterior sea indigerible.

Sobre tres ejes, o ingredientes, basó Bush su receta madre para América latina: democracia, seguridad y libre mercado. Cara y cruz con los derroches gubernamentales, las restricciones económicas y los monopolios estatales. Sin atajos, de modo de que la estocada, o rectificación, sea una, punzante, en lugar 44 meses de recesión en franca agonía. Coronada, en la Argentina, con la ruptura de las reglas elementales de la convivencia, comenzando por la retención indebida de los fondos depositados de buena fe en los bancos.

País devaluado. De cacerolas abolladas. Sin ingredientes todavía. Ni receta todavía. Ni pretzels. Todavía. En el cual estamos todos atragantados de miedos. O de traumas. Por no haber masticado. Y por no haber pensado, tampoco, que iban a cortarnos el gas, materia prima del horno, por falta de pago.



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