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Vanos han sido los pedidos de ayuda para 460 personas, o más, frente al rechazo de Australia y la vacilación de otras naciones
Todo depende de la bondad del objeto y, a veces, del sujeto. O, como en el océano Indico, de un acto de piedad por 460 ejemplares de seres humanos, o más, con menos derechos que los argelinos de París, los turcos de Bonn, los chinos de San Francisco, los mexicanos de Los Angeles, los cubanos de Miami, los salvadoreños de Washington, los guatemaltecos de Chiapas, los japoneses de Lima, los italianos de Buenos Aires, los kosovares de la alianza atlántica (OTAN) y los argentinos de Ezeiza.
Somos todos náufragos. Algunos, en tierra firme. Otros, como los afganos, los paquistaníes y los cingaleses del buque carguero de bandera noruega Tampa, en aguas turbulentas. Que han quedado a mitad de camino, en reclamo del status de refugiados, después de ser rescatados el domingo de una balsa de madera destartalada que, cerca del puerto indonesio de Merak, prometía ser la bandeja descartable de un manjar de tiburones.
En medio de las olas, en huelga de hambre unos, hambreados los otros, Noruega tomó distancia, Indonesia miró al costado, Nueva Zelanda titubeó, Timor Oriental hizo una oferta y Australia dijo no en estéreo. Era gente, no flujos de capital, ni bienes, ni información, ni drogas. Capaces de vulnerar todas las barreras aduaneras del sentido común.
La gente, a diferencia de ellos, suele necesitar pasaportes, visas y sellos. Y, si no viaja por turismo, convenciones o negocios, suele necesitar vacunas contra la discriminación mientras, curiosamente, las Naciones Unidas celebran en Durban, Sudáfrica, su conferencia mundial contra el racismo, la xenofobia y otras expresiones de intolerancia.
Los boat people (balseros) del Tampa vienen a ser la versión moderna, no necesariamente modernizada ni mejorada, de los vietnamitas que, expulsados por el régimen comunista, iban a la deriva por los mares de China en los años 80 y de los cubanos que, sofocados por idéntica calamidad, aún van a la deriva por el Caribe con tal de pisar arenas norteamericanas. O, por tierra, de los desplazados colombianos que, abrumados por el cóctel de narcotráfico, guerrillas y paramilitares, buscan refugio, habitualmente sin suerte, en Panamá, en Venezuela y en el Ecuador.
En el océano, como en el amor, una corazonada vale más que una biblioteca. Sobre todo, porque nacimos sujetos, no objetos. Varados en un mar de incomprensión, con chicos y embarazadas a bordo, en el cual, como la vida en las profundidades, los peces grandes se comen a los pequeños.
Todo migrante, o beduino globalizado, es hijo o viuda de circunstancias diversas. Desde las guerras, las persecuciones y las necesidades hasta el instinto de superación. El más humano de todos los instintos, convengamos. Con papeles en regla o sin ellos. En aras de ver la luz al final del túnel. Como los 44 detenidos por la policía francesa en el Eurotúnel, el jueves, dispuestos a elevar el índice de ilegales en el Reino Unido (18.500 en la primera mitad del año).
¿Qué hacer con ellos? Pete Wilson, gobernador de California, llegó a negarles asistencia médica y educación a sus hijos. Otro ultranacionalista, Pat Buchanan, precandidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos en 1996, reincidente por el Partido de la Reforma de Ross Perot en 2000, pretendía alambrar los 3141 kilómetros de la frontera con México. Y electrificarla, de modo de que no se colaran más Josés (mote despectivo de los mexicanos) en una tierra pródiga, bendecida por la bonanza económica, en la cual, paradójicamente, pocos pueden jactarse de ser pura sangre. Como en la Argentina y en otros países.
Pura sangre, digo. Saul Bellow, crítico de la realidad social de los Estados Unidos, nació en Canadá. Carlos Gardel, el Zorzal Criollo, nació en Francia. George Orwell y Rudyard Kipling, escritores británicos, nacieron en la India. Albert Camus, escritor francés, nació en Argelia. Guillermo Brown, almirante del Río de la Plata, nació en Irlanda. El Che Guevara, héroe de la Revolución Cubana, nació en la Argentina. Marguerite Duras, escritora francesa, nació en Indochina. Otra Marguerite, de apellido Yourcenar, también escritora, era medio belga y medio francesa, pero se había nacionalizado norteamericana y se declaraba griega y romana por adopción.
¿Quién habrá reparado en Aristóteles Onassis, por ejemplo, cuando desembarcó, el 21 de septiembre de 1923, en Buenos Aires? Tenía apenas 450 dólares en el bolsillo. Y mucha ilusión. Pero era un don nadie. Nadie es profeta en su tierra. Juan Carlos, el rey de España, nació en Italia, y Sofía, la reina, nació en Grecia. Joseph Conrad, narrador de habla inglesa, nació en Polonia. Julio Cortázar, escritor argentino, nació en Bélgica. Italo Calvino, tan italiano él, nació en Cuba. Henry Kissinger, secretario de Estado de Richard Nixon, nació en Alemania. Y Madeleine Albright, secretaria de Estado de Bill Clinton, nació en la actual República Checa.
El Tampa, registrado en Noruega, zarpó de Indonesia y ancló en Australia. ¿Entonces? Los tres países, en principio, comparten la responsabilidad por el destino de los 460 infelices, o más, en una nave con capacidad para no más de 20, mientras el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) procura aplicar la Convención de Ginebra. Es decir, prohibido prohibir por la fuerza un pedido de asilo.
¿Seguro? La proa del Tampa enfilaba hacia Singapur, pero los nuevos pasajeros, desesperados, exigieron al capitán, Arne Rinnan, que se dirigiera a la isla australiana de Christmas, a 1500 kilómetros al oeste de Australia y a 350 de Java. No tenían nada que perder, según sus propias palabras. No llegaron. Fueron interceptados a 120 kilómetros de distancia. Y allí estalló el conflicto. En vías de ser resuelto, en forma precaria, con el envío de unos a Nueva Zelanda y de otros a Nauru.
En menos de dos semanas, Australia ha acogido 1500 inmigrantes de Afganistán, Irak e Irán. El cupo está cubierto. O desbordado, como el vaso con otra gota. Rara, sin embargo, ha sido la actitud de su gobierno, habitualmente amistoso con los extraños. En su momento, promediando los 80, hasta con los argentinos que tuvieran alguna especialidad técnica.
Todo país selecciona a sus inmigrantes. En ello reside el problema, precisamente. El contingente del Tampa, compuesto por mayoría de afganos, no parece ser útil. Más allá de que sea buena gente. Como los somalíes, los chinos, los hondureños, los guatemaltecos y los salvadoreños que, codo a codo con los mexicanos, contratan coyotes (bandidos que disimulan gente como cargamento en sus vehículos) para ingresar en los Estados Unidos, desafiando a la Migra (Servicio de Inmigración y Naturalización).
Muchos de ellos han muerto en el intento: 126 en 2000 y 50 en la primera mitad de 2001, según el Instituto Mexicano de Migración. Ergo: el sujeto termina siendo objeto de su única bondad: haber dado la vida por un sueño. O, acaso, por el más humano de todos los sentidos: el instinto de superación, no el sentido común.
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